lunes, 29 de febrero de 2016

¡Mira allí!


El apartamento está ubicado en el quinto piso de un céntrico barrio. En la sobria y robusta mesa de madera maciza colocada en el centro del salón comedor restan dos servicios de desayuno: de uno ya se ha dado buena cuenta, mas el otro está a medias. Las paredes, semidesnudas, intentan tapar sus vergüenzas con algunos cuadros que no enmarcan más que algún que otro reconocimiento en forma de medalla al mérito «tal» o diploma al merecimiento «cual». La temperatura que impera por mor de la calefacción eléctrica controlada por un termostato digital, y que refleja el moderno termómetro mural, es de veintiún grados. A pesar de ello, allí todo está frío, porque es frío; el ambiente que se respira desde tiempo atrás es gélido.
—Nos vemos en comisaría —acertó a decir Eva, aunque Ádam no pudo oírlo envuelto como estaba en la onda expansiva del portazo que acababa de dar tras de sí y que hizo temblar medio edificio.
«Nos vemos en comisaría, como siempre…», murmuró antes de ponerse sin ganas a intentar terminar lo que le quedaba de desayuno, tan frío ya a estas alturas como el témpano en que se había convertido la convivencia con su marido. Y, para colmo, tenía que aguantar su presencia en la oficina cuando él no estaba de investigación sobre el terreno como inspector de la brigada criminal que era. Ella, siendo también policía, cumplía labores administrativas y permanecía todas las horas de su jornada entre esas cuatro paredes a las que tanto odiaba, no por el trabajo en sí sino por haberse convertido en la prolongación física de su hogar.
Eva se encontraba entre la espada y la pared. Es cierto que Ádam nunca le había puesto la mano encima en el sentido de maltrato físico; y en el otro, en el de los juegos de piel contra piel…, de un tiempo a esta parte se solía poner a rememorar, ya sin nostalgia, intentando recordar cuándo fue la última vez que sucedió sin que estuviera deseando que acabara lo antes posible, y en verdad le costaba trabajo visualizarlo de tan dispersas que estaban imágenes y sensaciones por el paso del tiempo, un tiempo de infelicidad.
Se encontraba en su particular travesía del desierto en el plano emocional porque conocía bien otro tipo de vejaciones, las sicológicas, las de los menosprecios, desprecios e insultos, las de los gritos en plena cara aliñados con gestos amenazantes; las había sufrido en primera persona durante meses por lo que tenía experiencia como para escribir todo un tratado, y sin embargo no podía contar nada a nadie. La oficina de su trabajo —por la línea directa que mantenía con la que gestionaba las denuncias de malos tratos— no era mal lugar para desahogarse y delatarlo, pero tenía la seguridad de que algunos no la creerían: «con lo buena persona que es Ádam, ¡y tan trabajador! —Se imaginaba oyéndolo entre susurros cómplices de sus compañeros a su espalda—». Por otro lado, los que sí lo hicieran bien se cuidarían de no entrometerse en semejante lío. No podía presentar ninguna prueba y lo mejor para ellos sería mirar para otro lado.
Fue observando de reojo un reportaje sobre novedades científicas en el aparato de televisión, colgado en el rincón más alejado y que emitía imágenes con el sonido en mute, cuando le surgió la idea.
No solo con otras oficinas tenía contacto Eva desde su puesto, también con otras secciones de su comisaría como la de nuevas tecnologías en la que jóvenes entusiastas ejercían más de técnicos y de jóvenes que de policías. Motivos para liarse la manta a la cabeza le sobraban, solo necesitaba hacer acopio de valentía para llevar a cabo el plan que empezaba a trazar desde esos momentos su atormentada mente. Pero necesitaba ayuda.
Aprovechando tiempos muertos en sus quehaceres se las ingenió, cuando Ádam estaba en alguna investigación sobre el terreno, para hacer pasar por su puesto, uno a uno, a los jóvenes recién incorporados a la mencionada sección de nuevas tecnologías con la excusa de terminar de rellenar sus fichas personales y unos ficticios cuestionarios. Esto le permitió poder elegir, entre todos ellos, la presa más adecuada para ponerlo todo en marcha al objeto de conseguir su propósito por la docilidad que le intuyó y la pasión con que le hablaba de sus labores. Enseguida vio que le sería fácil distraerle en el asunto del orden jerárquico de la cadena de mando y su modo de trabajar, y que bien podría transmitirle así unas supuestas órdenes de algún superior que en ningún caso tendría la menor idea de lo que Eva estaba maquinando. Abelardo se llamaba el elegido.
Abelardo sabía todo lo que se podía saber en ese momento referente a los drones, tanto en el aspecto técnico como en el jurídico. En el primero, le explicó a Eva una tarde con poco movimiento en la oficina, era bastante sencillo dotar a uno de esos artilugios de una cámara en alta definición gestionada por el mismo control remoto que controlaba todo lo relativo a su desplazamiento y vuelo. En el segundo, no fue difícil ponerse de acuerdo en que grabándose a sí misma no incurriría en ninguna ilegalidad. El joven desconocía en esos momentos que en el guion se había omitido la presencia de un segundo actor.
Eva dio a Abelardo todos los datos referentes a la localización de su vivienda y del salón comedor dentro de ella, así como los horarios en que necesitaba que el aparato estuviera vigilando y grabando. Ya se encargaría ella de que nunca estuviera bajada del todo la persiana correspondiente y quedara el margen adecuado para el trabajo del dron. Tendría que tener paciencia hasta poder acertar con el momento idóneo para obtener una grabación explícita y clara, aunque visto lo visto en las últimas semanas era optimista a pesar de la incongruencia que pudiera suponer decir esto teniendo en cuenta que ese sentimiento significaba que iba a sufrir una vez más el maltrato de alguien que es posible que un día la amara.
Pronto supo Abelardo los verdaderos propósitos de Eva y los motivos para perpetrar semejante plan. Era tarde para abandonar, él también estaba pringado, pero no lo pensó ni por un instante, se estaba encariñando de una mujer no mucho mayor que él a la que por nada del mundo dejaría en la estacada; llegaría hasta el final para hacer justicia con ella, por ella.
Después de varios intentos fallidos consiguiendo grabaciones con escenas tan calmadas como faltas de cariño, llegó el día en que Ádam no pudo reprimir sus violentos instintos y sin motivo alguno montó una escena digna de un verdadero sádico y en la que por primera vez hirió, de levedad, eso sí, a una tan extrañada como satisfecha Eva que alternaba la mirada entre su brazo lastimado y su cruel pareja mientras pensaba en lo que estaba sucediendo al otro lado de la ventana.
—Límpiate esa sangre, mujer, no vayas a ponerlo todo perdido. Yo me voy a tomar una copa al bar, este ha sido un día muy duro.
—¡Ádam!
—¿Qué quieres ahora, no me has tocado ya bastante los cojones por hoy?
—Será solo un instante —dijo una sonriente Eva señalando con el brazo limpio al otro lado del ventanal donde un dron se delataba en estado de grabación al mostrar una diminuta e intermitente luz roja—, allí, ¡mira allí!
***
Un sueño inquieto hace que el varón se mueva de un lado a otro de su cama, como convulsionando, entre un charco de sudor; está claro que está sufriendo una pesadilla…
—Allí, ¡mira allí! —le indica en esa enésima visión onírica alguien que esconde su cara, aunque él sabe a ciencia cierta de quién se trata.
Se despierta de un salto que le coloca sentado en su cama. Con el mismo sudor de siempre, con la misma sensación de ahogo, con la misma compasión para consigo mismo. En la silla que hay junto a la cama de la modesta pensión en la que se aloja desde que salió de prisión le espera el mismo uniforme de siempre con sus datos grabados en la chapa identificativa: Reponedor - Ádam García…

(Continuará, o no…)

© Patxi Hinojosa Luján
(29/02/2016)

viernes, 26 de febrero de 2016

Meigas


Las hexagonales, singulares —con infinitos dibujos— y heladas figuras geométricas que esconden los copos de nieve no han hecho acto de presencia, de momento.
***
El canto del gallo de mi último amanecer ha debido de abrirse paso hace algún tiempo entre el aroma de la lluvia al caer, pero esta vez no me ha localizado entre su dormido público puesto que ya me encuentro lejos de allí. He partido un rato antes de su penúltima sonora actuación sin hacer ruido, respetando su descanso, al tener que retornar sin mucha demora hacia unos dominios donde espera paciente una ninfa, mi hada particular, que en todo caso no impone urgencias, todo ello cuando soy consciente de que mi zona de confort ya no se encuentra solo en aquellos. Lo hago con la conciencia tranquila, impasible el rostro aunque húmedos los sentimientos de tanto llorar despedidas que se han tornado en secas solo por fuera a base de ensayarlas a intervalos que estimo muy prolongados, demasiado. Atrás quedan besos, abrazos, confidencias, deseos, conversaciones a pecho descubierto, cuando no a corazón abierto, con el nexo común del respeto y el cariño, mayúsculos ambos. También dejo atrás palabras, frases y sentimientos compartidos durante el corto reinado de una Luna casi llena, que se propagaron con habilidad sobre el alambre flojo de los bits de la modernidad inalámbrica recolocando impresiones y valoraciones y que pasaron al modo «hasta pronto» esquivando bostezos de madrugada.
El ambiente de la fascinante tierra que acogió tales muestras de afecto hechiza, y es que dicen que cuenta con seres que seducen y embrujan aún sin manifestarse.  
Mi mente resta anclada en el mágico territorio recién visitado mientras mi cuerpo se aleja de él y creo intuir unas presencias que no se manifiestan corpóreas pero que me persiguen durante el viaje; casi noto sus alientos en mi nuca, aunque no encuentro nada ni a nadie cuando miro por encima del hombro con un hormigueo recorriéndome la columna. Es como si denunciaran mi prematura partida de esas tierras que van quedando cada vez más atrás en mi navegador, que no en mi alma, y exigieran, más que demandar, mi inmediato regreso para no ver disminuido el número de sus conquistas.
Comprendo que han oído mis pensamientos en un momento de debilidad —debido a la lógica relajación por el cansancio acumulado— cuando reparo en que ya no me acompañan aquellas en las que no creía. Y es que siempre había hecho mía la frase popular gallega: «eu non creo nas meigas, mais habelas, hainas».
***
Algunas meigas ya están buscando en sus tierras nuevas gentes a las que enseñar, en los dos sentidos, sus sortilegios. Sé que me esperan. Y sé que ellas saben que volveré, que volveremos…
Un manto nevado reciente embellece todavía más el mágico entorno y siete valientes forasteros se arriesgan a adentrarse en el más blanco de los bosques. A lo lejos se oye un conxuro, mas justo al lado otro…

© Patxi Hinojosa Luján
(Astorga - 26/02/2016)

miércoles, 17 de febrero de 2016

Cielo vacío (Empty sky)


La alcoba, parca en su decoración pero limpia y ordenada, estaba ocupada y en total oscuridad. En la pared más amplia, encima del escritorio, un único póster con un precioso dibujo de una guitarra acústica era el mayor exponente artístico, aunque no pudiera verse en estos momentos. Ahora contaba, además, con un aroma inconfundible a sexo reciente.
***
La salada humedad en sábanas y funda de almohada sugerían que había vuelto a tener otra pesadilla. Me desprendí a cámara lenta, sin ocultar un punto de desagrado por el pegajoso contacto que mi propio sudor propiciaba con ella, de las ropas de cama y me incorporé, sorprendido al comprobar que carecía de cualquier prenda, sentándome sobre un lateral del lecho, el más alejado de la puerta y que era el que cada noche elegía para adentrarme en mis mil menos un sueños al ser el que mejor me permitía, antes de que estos llegaran, observar indiscreto lo que ocurría al otro lado del cristal del ventanal de mi habitación, tan desnudo siempre como mis muy ocasionales acompañantes.
Y esta era una ocasión excepcional, no porque no estuviera solo, que no lo estaba, sino por lo que se veía a través de la cristalera o, para hablar con propiedad, por lo que no se veía: el Cielo estaba vacío, y desde estas líneas lamento la ansiedad que esta narración pueda generar en un futuro posible lector. Sepa pues perdonarme, y quiera hacerlo.
A pesar de no estar despierto del todo, no estaba tan dormido como para poder evitar que se me erizara el vello esquivando las minúsculas gotas de sudor que aún estaban adheridas a mi piel. El Cielo estaba vacío, tan vacío como si se hubiera hecho a conciencia. Aquel mundo no se parecía en absoluto al que despedí la noche anterior, ofrecía un aspecto que nunca hubiera podido imaginar ni en mis más alocadas ensoñaciones. No se veían estelas de avión alguno, ni estrellas, ni nubes, por lo que era imposible aguardar a corto plazo ningún tipo de manifestación meteorológica: lluvia, granizo o nieve. Para completar el total despropósito, el Sol lo había abandonado y ni siquiera osaba reinar una rezagada Luna. Lo único que se podía observar era una ausencia total de color, todo lo que había era negrura, pero tendría que matizar que más bien era una negra transparencia; eso sí, tan negra como el presagio que empezaba a anidar en mi mente.
La estampa me tenía hipnotizado. Los edificios más altos recortaban su silueta bajo un turbador espacio vacuo, y si hubiera mirado más abajo, hacia el suelo, habría constatado que no aparecía nadie que pudiera ofrecerse a formar parte del surrealista cuadro que se estaba acabando de plasmar en ese lienzo único. Pero este extremo no lo supe hasta más tarde.
Mientras, un terror ubicado en mi columna la recorría entera de arriba abajo y de abajo arriba e iba dejando mi cuerpo aún desnudo bajo el efecto de un gran escalofrío. Necesitaba distraer mi mente al objeto de demorar —evitar resultaba imposible ya— lo que de sobra sabía era inevitable, por lo que quise ocupar mi pensamiento con alguna imagen agradable y, no sé por qué, vino a mi mente la figura de una guitarra cuyas cuerdas eran unos afilados jirones hechos de una fina lluvia que empezaba a presentir no volvería a disfrutar jamás. Bueno, la verdad es que más que presentir lo sabía, aunque no quisiera reconocerlo. Más tarde, me armé de un valor que jamás atesoré y, no queriendo retrasar el desenlace ya más, decidí mirar por encima del hombro para contemplar el rostro de quien había compartido mi noche después, en ese momento lo creía evidente, de una ingesta excesiva de alcohol y que alguna relación tenía, estaba seguro, con tan extraño y extraordinario suceso. Me enfrentaría a mi destino, fuera cual fuera.
Pero antes de ejecutar dicha acción me otorgué un ligero margen de tiempo cuando constaté que, además de todo lo anterior, empezaba a preocuparme también por el doloroso silencio que inundaba el ambiente y que sólo era roto, con cierta frecuencia, por la siniestra y hueca respiración de esa compañía que aún mantenía a mi espalda, lo que no contribuía demasiado a lograr tranquilizarme lo más mínimo. Y aún menos cuando aquella me rodeó desde atrás con su enjutos brazos y comenzó a abrazarme y acariciar mi torso con unos dedos que no actuaban como tales sino como afiladas garras que en todo caso se cuidaron mucho de no herir mi indefensa carne.
Entonces lo recordé todo y contemplé lo acontecido durante las últimas horas con una claridad de la que carecía mi mundo actual. Me abandoné a mi suerte y cumplí el propósito de girar mi cabeza para mirar por encima del hombro y observar en qué se había convertido la bella acompañante después de no ser capaz de cumplir mi promesa para aquella arriesgada apuesta; ¡y mira que me lo había advertido!
El espectral rostro me observaba desde sus cuencas semivacías con un gesto de compasión de quien no quiere hacer daño a un benefactor, a un aliado, a un amigo, a un amante... No lo dudé y le di un apasionado último beso que careció de la carnalidad indispensable pero no de una extraña pasión. No fue correspondido en lo físico, sí en lo espiritual. Cuando acabó no opuso resistencia y retiró sus brazos de mi contorno para dejarme hacer, y pude apreciar unas imposibles lágrimas deslizándose por su huesuda y casi inexpresiva cara.
Redacté estas apresuradas palabras en mi escritorio y dejé los folios bien a la vista, por si acaso alguien lograba verlos algún día y tenía la ocurrencia de leerlos. Abrí la ventana de par en par…
***
Ahora que estoy cayendo al vacío de ese espacio negro y transparente en que se ha convertido mi mundo en mis últimos instantes de existencia, rememoro la arriesgada partida de sexo que jugué con esa diosa que se me insinuó durante días hasta conseguir mi atención y que acabé perdiendo, al exagerar de antemano mis dotes amatorias, junto con mi futuro. Y justo antes de que esto ocurra y todo termine, sonrío al pensar que llego a tiempo de aparecer en ese cuadro que está por terminarse. Me apena pensar que la imagen que quede en él para la posteridad no me haga justicia, yo acostumbraba a tener un mejor aspecto que el que a buen seguro me inmortalizará. Aunque dicen que la muerte le da bastante bien a los pinceles, quizá tenga el reflejo de retocar mi imagen antes de colgar el cuadro en ese muro que está al otro lado y olvidarlo, como a todos los anteriores, para toda la eternidad. Algo me dice que lo hará, quizá como desagravio póstumo.
***
Se animó con la guitarra que visualizara en la mente de su último amante y comprobó que era capaz de sacarle armoniosos sonidos sin mojarse siquiera sus descarnados dedos. Soltó una carcajada aterradora en el mismo instante en que el Cielo volvió a cobrar vida.
—Te mentí —susurró en un murmullo inaudible, no sin cierto pudor, quien ya se escondía tras el negro de sus vestimentas durante la ajena y mortal caída—, tú ganaste la partida: me llevaste a un placer hasta entonces desconocido para mí; pero no debías, no podías saberlo…
***
Un dormitorio mantiene las ventanas abiertas de par en par, a merced del suave viento, sin atisbo de cortina alguna, y permanece inundado por la luminosidad del día. Ha perdido al que fue su ocupante durante años. Del único póster que adorna sus sobrias paredes ha desaparecido el acertado dibujo de la guitarra que lo llenaba. En ambos casos para siempre.

© Patxi Hinojosa Luján
(17/02/2016)

Nota: El título es un homenaje al primer álbum de Elton John (1969) aunque el tema nada tenga que ver con él.

viernes, 12 de febrero de 2016

No te reprocharé


No te inquietes, hoy no te reprocharé nada.
No te reprocharé que hagas oídos sordos a mis lisonjas, camufladas siempre en mis silencios.
No te reprocharé que ignores mis caricias, disfrazadas de suplicantes miradas.
No te reprocharé que no te sientas la protagonista de mis fantasías, cuando todos sus guiones fueron escritos pensando en ti.
¿Cómo reprocharte algo de lo que no puedes ser consciente?   
¿Cómo podría osar hacerlo si tú aún ni sabes que existo?
***
Y contigo ya hablaré, ya. Me dijiste que eras mi cobardía, pero nunca, en las ocasiones en que logré acercarte desde detrás de la vuelta de la esquina, insinuaste, y menos confesaste, que podrías llegar a complicar tanto mi existencia.
Menos mal que también me rodeo de aliados, como mi amiga osadía. Aparece cuando menos me lo espero, a su sola voluntad, sí, pero aparece, y ello otorga a mi vida un halo de expectación que me hace estar alerta a cada momento, preparado para la estimulante experiencia de no ser yo.
***
No te reprocharé que me reprocharas todo aquello cuando al final conseguí que frecuentaras y te perdieras, conmigo, en mis mundos ilusorios.
No te reprocharé que ya no me consideres el ombligo del mundo cuando yo hace tiempo que tampoco lo hago, justo desde que me deshice de esa droga que me alejaba de la realidad: mi vanidad.
Ni siquiera te reprocharé, fíjate, que ya nunca me reproches nada.
Como tampoco te reprocharé que ya no tenga nada que reprocharte, yo, que hice de mi vida el reproche, y eso es algo que sí reprocho, que sigo reprochándome.

© Patxi Hinojosa Luján
(12/02/2016)

martes, 9 de febrero de 2016

De Vuelta a casa


Tanto por la izquierda como por la derecha del recto trayecto desaparecen con la misma rapidez con la que aparecen, como por arte de experto ilusionista, innumerables bellezas, verdaderas maravillas de la Madre Naturaleza entre las que se intercala alguna que otra obra digamos, más artificial.
El amplio vehículo todoterreno cuenta con una carrocería algo ajada, de color gris plomo, pero que se percibe elegante desde la lejanía; se desplaza a gran velocidad con el habitáculo sellado a cal y canto debido a las condiciones externas. Dentro…
—¡Me aburro! ¿Cuándo llegamos, papá?, ¿falta mucho aún? —pregunta el benjamín de la numerosa familia que viaja cual expedición junto a su padre que, silbando por momentos animadas melodías aunque siempre concentrado al máximo, les está guiando de vuelta a casa ejerciendo de conductor y máximo responsable.
—Ya no queda mucho, hijo, no te impacientes —se apresura a contestar su madre para evitar que su compañero llegue a distraerse y perder la visión, aunque fuera por breve espacio de tiempo, que les ofrece el panorámico cristal; están a punto de entrar en una zona de tránsito muy denso y arriesgado, y toda precaución en la conducción se presume escasa.
Vuelven a casa después de un largo período de ausencia que ya les empezaba a pesar cual enorme mochila cargada de “por si acasos”, casi siempre tan pesados como inútiles. Pero vuelven, y eso es lo único trascendente en estos instantes. Las espaldas de los adultos sienten ya un hormigueo en sus columnas vertebrales que esconden a duras penas con sus vestimentas y forzados gestos faciales. La ausencia ha sido prolongada, más incluso que en las anteriores ocasiones, ¿encontrarán su hogar tal y como lo habían dejado, largo tiempo atrás aunque pareciera ayer? La respuesta la tendrán en breve, y ello acrecienta un punto más el nervioso cosquilleo.
Cuando consiguen superar ese momento, delicado por peligroso, el generado en ese sector de intenso tráfico, observan con atención lo que la luna delantera les presenta, y una mezcla de sorpresa, disgusto e inquietud se apodera de todos los adultos, hasta tal punto que ni siquiera se fijan en que una Luna «muy creciente» les guiña un cráter mientras, presumida, les muestra el ombligo en una clara muestra de cariñosa bienvenida que intenta rebajar —aunque bien es cierto que sin conseguirlo, lo que le decepciona hasta su cara oculta— la tensión que sabe con certeza encontrarán a su llegada y que ya se empieza a reflejar en el cargado ambiente que va adquiriendo ese recinto cerrado. Para entonces el silencio es tan extremo que torna en doloroso, nadie se atreve ni a respirar…
Ya lo tienen a la vista, lo bastante cerca como para confirmar lo que intuyeron en aquel momento que tan dura impresión les produjo, y se confirman los peores augurios. En ese momento las sensaciones entran en dura batalla con las emociones sin que haya alguien que se atreva a dictar veredicto alguno que anuncie un ganador.
Desde una discreta posición, ocultos de miradas no deseadas, confirman algo que no habían contemplado ni como hipótesis: en su hogar se han instalado okupas. Es un hecho tan real como inevitable que tendrán que denunciarlo para a continuación, con toda probabilidad, regresar por donde habían venido.
El responsable del grupo, antes de tomar cualquier otra decisión, decide hacer un examen a fondo del nuevo escenario encontrado y opta por dar unas cuantas vueltas de reconocimiento en la órbita de «su» planeta azul, a varias alturas, pero sin olvidarse de activar el modo de «camuflaje extremo», para evitar desencuentros y malentendidos. Lo que descubren es desalentador, hay miles de millones de esos okupas, unos seres primitivos que no han dudado en dañar su antiguo hogar hasta límites insospechados y entre los que las diferencias sociales y las injusticias parecieran situarse en la cúspide de sus valores morales. La verdad es que nadie entiende nada. Ellos, para evitar mayores males en su querido planeta, lo dejaron descansar de su presencia justo antes de la última glaciación esperando que la Naturaleza abriera paso a la vida de nuevo en el momento oportuno y así prepararlo de nuevo para la presencia de los suyos. Y ahora se encuentran con esto…
Cansado y desanimado, el líder del grupo deja caer sus tres metros y medio terrestres de altura sobre el anatómico asiento y con la pericia que le otorgan los trece dedos de sus dos manos activa en el panel de mandos, en una última comprobación de rutina,  el modo de «visión indiscreta» en un par de direcciones aleatorias. Lo que ve acaba de desorientarle por completo con respecto a esa desconocida raza de la que ha descubierto que se autodenomina humana: En un grupo de esos humanos dos ejemplares, uno de cada sexo por las evidentes diferencias físicas, se entregan a un juego de piel contra piel con una sensibilidad y cariño que le acaba enterneciendo; mas, a poca distancia de allí, otra pareja como la anterior, pero esta vez protegida contra el frío con extravagantes prendas, están inmersos en una grave disputa que acaba en una desigual pelea hasta que el más fuerte, el macho, acaba con la vida de la hembra y se aleja de la escena con total tranquilidad. En una rápida evaluación mental tiene que admitir que no le extraña, recordando lo que han sido capaces de hacerle a su querido planeta azul; aun así tiene que evitar unas arcadas de repulsión. Ya no quiere ver nada más, se irán de allí de inmediato esperando una pronta autodestrucción de tan bárbara raza o una rápida nueva glaciación, lo que antes se produzca.
Toma rumbo de vuelta con destino a su punto de partida, energía y combustible hay de sobra, lo que escasea un tanto es el ánimo, pero está seguro de que lo irán recobrando a poco que superen, ahora en el sentido opuesto, el cinturón de basura espacial que orbita el planeta por gracia de esos salvajes y el posterior de asteroides que tanto dificultaron el pilotaje en el trayecto de ida; quizá también el paso del tiempo ayude. Da un sentido beso al pequeño de sus retoños y le aconseja que duerma un poco, todavía tardarán en llegar a su destino. Lo repite con su compañera, que le devuelve el gesto. Todos los adultos hacen la señal de estar preparados y él parpadea en aparente transparencia. Todos le respetan. Todos le seguirían más allá del fin del Universo. Todos le quieren. Todos le llaman Juva.
Esta vez es Juva el que, antes de alejarse de allí y con afecto y efecto retroactivo, le guiña uno de sus tres ojos, el superior, a una Luna ahora ya llena que más que verlo lo intuye y que pareciera responderle con un aumento de su luminosidad y un sucesivo cambio de matices en su tono de color, del gris plata al gris rojizo «rubor», y de este al gris azulado «pena». ¿Cuántos ciclos tardarán en volver a verse?
Mientras la nave se aleja, en el espacio cercano al planeta ahora llamado Tierra queda grabada una certeza: Tanto Juva como la Luna esperan vivir lo suficiente para contarlo y cantarlo, ambos…  

© Patxi Hinojosa Luján
(09/02/2016)

viernes, 5 de febrero de 2016

Esperanza


Como cada día, pasaba por delante de la puerta del único café de su pequeña calle —travesía para ser exactos— para, tras superar unos metros, volver sobre sus pasos y entrar en él. Le encantaban los rituales desde que tenía uso de razón y no se escapaba a ellos el hecho de que gustara de sentarse a la mesa libre que estuviera más cerca de la entrada y allí disfrutar de una infusión, que procuraba ir variando para no repetir sabor durante el mayor número de días posible. Se deleitaba también admirando el familiar mobiliario, con sus estanterías repletas de exóticos productos y una decoración… digamos un tanto personal; y solía dar un paseo visual, cuando no más de uno, aunque siempre sin dejar de mirar por el rabillo del ojo a la puerta de entrada. Todo ello con la esperanza de ver entrar a ese alguien que parecía no recordar su cita con él.
***
Como cada semana, pasaba por delante de la puerta del único café de su travesía para, tras superar unos metros, volver sobre sus pasos y entrar en él. Mantenía intactos todos sus rituales, tan intactos como se mantenían los detalles del familiar café, a pesar de contar con unos nuevos propietarios que no quisieron en su momento cambiar nada para mantener su personalidad y clientela habitual. La menor elasticidad en su zona cervical le dificultaba las habituales excursiones visuales de antaño, por lo que ahora se concentraba más en seguir vigilando, con la misma constancia, aquella puerta por la que nunca acababa de entrar ella, que seguía sin recordar su cita con él, lo que ya asumía con resignación.
***
Cada dos o tres meses, cuando su estado de salud se lo permitía, se acercaba hasta el único café de su travesía y entraba en él, ni su cuerpo ni su mente estaban ya para rituales innecesarios —¿cómo era posible que hubiera sido tan supersticioso de joven?— . Elegía una mesa alejada de la entrada, por aquello de los aires y las corrientes, todos sabemos que no son nada buenos, y menos a ciertas edades, y seguía con la atención puesta en la misma dirección de siempre, la que daba a la calle. Pero nunca llegó a consumarse esa cita, empezaba a asumir la idea de que quizá jamás se produciría. Para aquel entonces, ella ya descansaba en el camposanto, donde no daban permisos de salida ni siquiera para citas de ese tipo, pero eso él aún lo desconocía; más tarde ya ni lo recordaría.
***
Una niña llamada Eva, que no llegará a los diez años de edad, está tomándose un refresco en el café de su pequeña calle cuando repara en un anciano que intenta, con dificultad, levantarse de la silla que ocupa ayudándose de un gastado pero coqueto bastón de madera, todo él tallado a mano. Con dos rápidas zancadas llega a su posición y se ofrece a ayudarle. Él acepta encantado la ayuda y una catarata de emociones emborrona sus ojos sin poder ni querer evitarlo. Eva, mientras avanza despacio sujetándole del brazo que no porta bastón, se pregunta por qué nunca llegaron a cogerse así él y su abuela; mientras avanzan juntos, ambos canturrean una canción, la misma canción...
Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, pero esta circunstancia acaba por acontecer en demasiadas ocasiones. No pasa nada, aunque es importante no es vital. Lo fundamental, siempre, es no caer en la desesperanza, ¡eso nunca!
Él nunca lo hizo. Y algo de culpa tuvo aquella niña, hoy ya bella mujer.
***
Como es natural, al final todo tiene una explicación lógica:
Desde que se instaló en su portal, su vecina, esa que le tenía robado el sentido desde que la viera por primera vez, empezó a socializar exteriorizando sus costumbres —¿serían para ella también un ritual?—: se dejaba ver, canturreando su canción favorita, por las escaleras, rellanos, portal y ascensor de la comunidad con tanta frecuencia como con la que nos ametrallan con malas noticias en los telediarios. Y siempre, siempre, acababa cruzando con él unas miradas nada recatadas que no escondían deseo y pasión, pero tampoco pudor, todos esos sentimientos coexistiendo en ellas, en todas ellas. Él pensó que todo ese coqueteo constituía en sí mismo una cita tácita y, aunque sin concretar, fácil de llevar a cabo dado lo reducido del entorno en el que se movían; ella siempre deseó un paso decidido y convencional por parte de él, por lo que esperó y esperó, en vano. A ambos les faltó la leña, o quizá la decisión y valentía para usarla en el momento adecuado, para activar el fuego de esa pasión que les devoraba por dentro y que nunca acabó de apagarse del todo, quedando sus rescoldos para la eternidad.
***
Cuentan en los mentideros del barrio que una hermosa y joven mujer trae de cabeza a todos los varones de su portal, pero sobre todo a uno —el que le ha robado algo más que el corazón— que no acaba de atreverse a cortejarla. Eva espera de momento, aunque no lo hará por mucho tiempo, no tendrá tanta paciencia como tuvo su abuela en su momento, y dará prioridad a sus sentimientos. Si él no actúa en breve, lo hará ella, no propiciará más esperas en cafés de almas solitarias en cuerpos solitarios, tomando infusiones en solitario. ¡Solo se muere una vez, pero se vive todos los días!


© Patxi Hinojosa Luján  
(05/02/2016)

miércoles, 3 de febrero de 2016

Con ventaja


Sentada en la vieja mecedora de caña y mimbre del balcón de su salón, que es el que cuenta con la vista más privilegiada del apartamento, dejaba que la suave brisa de la primavera le acariciara por igual rostro y cabellos, y ella se dejaba hacer. Pero al contrario de lo que podría deducirse por su figura y postura, no prestaba atención al libro abierto que descansaba en sus desnudos muslos, sino que su mirada se perdía en lontananza, entre los verdores de aquellos montes tan familiares y llenos de vida y color. El abandono que sufría aquel volumen no era puntual, en los últimos fines de semana, que habían ofrecido un tiempo tan apacible como acorde a la época, se había repetido la escena, por lo que nuestra protagonista poco o nada sabía de los de la (des)cuidada novela. Y este no era un domingo diferente a los anteriores.
En la soledad de su estudio diríase que le preocupaba la inmediatez del comienzo de una nueva semana laboral, que también. Pero no era eso lo que más y con mayor intensidad perturbaba su paz interior, no. A dos meses vista del matrimonio con el amor de su vida, su primer amor de juventud, algo no le dejaba dormir ni le permitía relax alguno durante sus estados de vigilia diurnos. Sabiendo que a su chico le hacía una ilusión enorme tener descendencia lo antes posible, a ella le corroía una duda existencial, y no era la de si llegaría a ser una buena madre, o por lo menos no solo eso. No sabía por qué motivo, pero desde hacía unos meses, desde que proyectaran la boda, un temor se había apoderado de su apacible, hasta entonces, vida: Su hijo, sus hijos… ¿llegarían a ser unas personas de bien de las que estar orgullosos o se asemejarían a esos chicos y chicas, perdidos y sin rumbo, que tanto proliferaban por los barrios que se veía obligada a atravesar cada día tanto al ir como al volver de su trabajo? No podría soportar —pensaba acongojada— que un hijo suyo pudiera parecerse siquiera a uno cualquiera de aquellos indeseables elementos callejeros.
El lunes llegó con la misma inevitabilidad que hace que el Sol escudriñe cada mañana el firmamento para comprobar si su amada Luna anduviera, rezagada, todavía por allí; esperándole o no, ese sería otro tema… Y un día más, después de regatear a tan desagradable chavalería, llegó a su oficina y se instaló en su puesto. Era la hora, ya podían empezar a ametrallarle a llamadas telefónicas, ella estaba preparada, llevaba puesto, como cada día, el chaleco antibalas de su profesionalidad.
No habían pasado ni cinco minutos cuando su jefe abrió la puerta de su despacho como hacen algunos jefes muchas veces, sin llamar ni avisar, y se presentó junto a un joven desconocido…
—Mary, este es Fran, estará un mes con nosotros como becario para formarse en el sector y quiero que lo haga contigo, lo dejo a tu cargo —y con la misma educación con la que entró, salió y se fue.
—¡A la orden, jefe, adiós! —soltó Mary cuando ya aquel no podía oírle.
—Pues… hola Fran, me llamo Mary; bueno, eso ya lo sabes —dijo tendiendo una mano temblorosa, extrañada por la novedad, pues su empresa no había tenido nunca becarios, que ella supiera…
—Hola, señora Mary —respondió el chico, asustado, con no menos temblor en la mano que ofreció para corresponder al saludo de rigor.
—De momento soy señorita, aunque me caso dentro de un par de meses —había terminado de decir cuando estaba ya arrepintiéndose, a aquel joven no tenía por qué importarle tales detalles.
Mary calculó que Fran tendría cinco o seis años menos que ella. A los dos días de estancia en la empresa ya había podido comprobar su actitud, y esta era de lo más positiva. Estaba ávido de aprender todo lo antes posible. Además era educado, trabajador, culto y con unos grandes ojos verdes que la hubieran enamorado como una chiquilla si antes no lo hubiera hecho su pareja, que los tenía igual de grandes y de verdes que él, si no más.
Pero todo llega y todo pasa, por lo que tal y como vino a su vida, desapareció de ella, sin previo aviso, dos días antes de cumplirse el mes indicado. No fue hasta pasados unos días, con la vuelta a la normalidad de trabajar sola, cuando cayó en un detalle que hasta entonces había estado eclipsado, por extraño que pudiera parecer, por otros: Fran también era zurdo; ahora entendía el torpe apretón de manos diestras del primer día entre dos personas que de siniestras solo tenían el uso preferente de su mano izquierda, y el recuerdo de aquella escena hizo que soltara unas carcajadas que se oyeron en el resto de la oficina, para sorpresa de sus casi desconocidos compañeros y de su ausente, por frío, jefe.
En un momento de relax cayó en la cuenta de algo, supuso que tendría que entregarle a su jefe el informe de la labor realizada por el becario Fran, con los avances conseguidos a lo largo de las cuatro semanas.
—¿Informe, becario, Fran… de qué cojones me está usted hablando, señorita Mary? ¡Vuelva a su puesto y no me haga perder más el tiempo!
«Está claro que necesita unas vacaciones con urgencia, menos mal que en nada las coge en las fechas previas a su boda —murmuró el patrón cuando ya se había quedado a solas con su mal humor».  
Mary levitó por el pasillo, no fue consciente de los pasos que iba dando hasta que llegó a su despacho. De repente, todo cobraba sentido. Alguien había decidido que en la partida de la vida ella pudiera jugar con ventaja, con un as en la manga. La presencia de su misterioso becario había tenido como principal misión, ahora lo veía claro, animarla en su intento de ser madre, puesto que creía haber tenido una revelación, al observar esos dos detalles físicos con tan claras coincidencias, de tal manera que si el destino les sonreía con la fortuna de tener al menos un hijo, contarían con la seguridad de que ambos podrían estar bien orgullosos de él, como de alguna manera ella lo había estado de Fran en el escaso tiempo que habían compartido; eso estaba claro, pero… ¿quién era ese alguien?, ¿tenía alguna importancia quién fuera?
***
La primavera está llegando a su fin y el tiempo es magnífico. Mary disfruta unas merecidas y necesarias vacaciones.
Pronto será una mujer casada, pero aún hay muchos flecos que cerrar antes del día de la boda, por lo que apura el tiempo al máximo; no le falta algún que otro antojo y se las ingenia para sacar tiempo al tiempo y darse unos largos paseos por calles y parques cercanos a su residencia. Está segura de que en algún momento se cruzará con Fran, solo quiere darle las gracias, nada más. Ya no repara en los jóvenes que tanto le desagradaban, no sabría decir si es porque ya no están o porque los que ya no están son sus miedos.
En su balcón, la mecedora se balancea por mor del suave aire que sopla estos días; a falta de otro lector, parece que quisiera hacerle el honor a un libro al que va pasándole las hojas una a una, sin prisa.

© Patxi Hinojosa Luján
(03/02/2016)