martes, 26 de febrero de 2019

Una sonrisa bobalicona

(Imagen extraída de la red Internet)

Aún estamos en invierno y a pesar de ello, como en anteriores días, hoy hemos amanecido con un cielo azul tan intenso y despejado que el Sol lo ha agradecido perfilando con nitidez el contorno de su cegadora esfera amarilla.
De un tiempo a esta parte, cuando no llueve, algunos miembros de la familia aprovechan para salir de paseo conmigo. Esta mañana, al pasar cerca de la consulta de una psicóloga conocida de no he entendido bien quién, hemos entrado por algo relacionado con una campaña gratuita de no sé qué tipo de concienciación, o algo parecido... En el último instante se ha optado por que yo no entrara y me he quedado en la sala de espera cuidando de una de mis nietas; mejor así, no he dicho nada, pero estaba ya notando la extraña sensación en la cabeza, esa especie de cinta rodeando y rozando mi cerebro. No llego a sentir dolor, no es eso, es más bien que pierdo parte del control sobre mí misma, como si se escurriera arena de mis relojes entre mis dedos temblorosos. Ya me había pasado antes en varias ocasiones, y me preocupa constatar que esa sensación se queda cada vez más tiempo conmigo.
Ellos han salido al cabo de media hora, más o menos. Lo han hecho algo serios. Al verme, sus semblantes han recuperado el brillo al momento, aunque no han entrado en detalles sobre la reunión y a mí me ha dado cosa preguntar. Después hemos seguido paseando hasta llegar a casa y yo, aprovechando un momento de respiro de esa cinta, y que ahora me encuentro sola en mi cuarto, estoy garabateando estas cuatro palabras con una sonrisa bobalicona.
*
Lo pensé anoche antes de dormir, cuando ya no tenía este diario a mano y reinaba la oscuridad: debo anotar aquí, antes de que el huésped que anida en mi cabeza me impida expresarlo, que tengo una hija maravillosa, y que el resto de la familia también lo es; cada vez me hablan con más dulzura y paciencia y ya no se enojan tanto conmigo cuando me despisto por algo. No sé si ellos se dan cuenta de que esto yo lo agradezco de corazón.
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Parece que ya no me necesitan como antes, cuando yo necesitaba que me necesitaran. Desde hace un tiempo ya no me encargan el cuidado de nadie; será porque se han hecho grandes todos: estas personas tan amables que me llaman mamá, y los chicos que deben de ser sus hijos, porque me llaman abuelita. ¿Cuántos eran…? ¿Serán todos del pueblo?
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Ahora tengo miedo, pero no sé de qué, y por más que busco y rebusco no encuentro a mi madre. ¡Madre!, ¿dónde está uste…?

*****

Estoy leyendo con el filtro de una cortinilla salada que me nubla la vista cuando llego al repentino final y debo frenar en seco para no precipitarme al blanco vacío; mientras, una impotencia que reincidió sin compasión amenaza con volver. Las palabras que acabo de leer han despejado algunas de las dudas que nos angustiaban, y quién sabe si en sucesivas relecturas lo seguirán haciendo. Mas ya se acabaron las frases, estos arañazos en el alma que escuecen en la misma medida que consuelan. Las hojas que ahora voy pasando con parsimonia, todas en blanco, se relevan entre sí hasta llegar impolutas a la contratapa evidenciando con amargor todo lo que no pudo ser.
Cierro el block cuando ya he hecho lo propio con mis ojos. Dos lágrimas resbalan por mis mejillas, mas no aparece el gesto reflejo de mis manos para frenar su caída y se estrellan en la tapa dura de aquél dejando dos manchones tan oscuros y desiguales como tantos y tantos destinos. Con la cara humedecida me pregunto si mamá no habrá dejado escondida alguna sorpresa más, aunque ésta ya lo sea en grado superlativo y tenga, tengamos, para una larga temporada con ella.
*
Hoy es uno de esos días ―¡y van unos cuantos…!― en que me sorprendo asomándome a la ventana con la mente relajada, puede que algo dispersa, pensando que la esfera amarilla quizá pudiera tener algún mensaje más de mamá, pero enseguida me digo que no, que ella prefería la Luna…
Al igual que otras veces, busco dentro de mi abarrotado bolso las gafas de sol que tanta tristeza han disimulado en mi rostro estos últimos años. Me las pongo y miro al Sol de frente, como retándolo; pero es sólo un instante, debo evitar que me deslumbre. No veo nada. Pero al retirar la vista, hacia la izquierda, unas nubes blancas cual nieve recién caída, y que no sé de dónde han salido, bailan ingrávidas hasta garabatear lo que parece una gigantesca «d» que se mantiene formada el suficiente tiempo para que se quede fijada en mi memoria. Me engaño diciéndome que es la que le faltaba a su última palabra, y me lo creo, aparentando una naturalidad que no hay por dónde cogerla. Y para reafirmarme, recuerdo que ella, la «ella» de antes de la cruel enfermedad, nunca hubiera dejado sin escribir una letra.
Y es entonces cuando mi sensatez, que lleva un buen rato agazapada ante tamaño ejercicio de fe, asoma con cautela y se anima a preguntarme: ¿no será sólo que crees haberla visto…?; a lo que yo le respondo con aparente seguridad: ¡y qué importará!, pues sospecho que ya nunca se retirará de mi rostro esta sonrisa bobalicona.

© Patxi Hinojosa Luján
Dedicado a Susan, no sólo la mejor compañera que uno pueda imaginar, sino también la mejor hija que una madre podría desear, la mejor madre que unos hijos podrían tener…
(26/02/2019)



jueves, 14 de febrero de 2019

Amigas inseparables

(Imagen extraída de la red Internet)


Es muy posible que lleguemos a descorchar un nuevo mañana, incluso que desembalemos más de un pasado mañana, y en todos nos volverás a engatusar con tus encantos; para muestra el botón de esos stripteases lumínicos en los que el Sol tanto tiene que decir… Sí, somos conscientes de lo maravillosa que puedes llegar a ser, sabiendo que usas manga corta para presumir de ése tu as ganador, sin esconderlo como haría un ilusionista mediocre.
Mas en este hoy que se aleja sin rubor de aquellos mañanas no lograrás evitar que te mire con desconfianza, sin querer disimular la rabia que me da ese compadreo tuyo, que ni niegas ni disimulas, con tu amiga del alma, y que sale a relucir sobre todo cuando bajamos la guardia; una guardia que teníamos esa mañana en su nivel más bajo, el de recién despertados, cuando sentimos en la espalda la puñalada que en forma de noticia fatal nos anudó la garganta, saboteando desayunos, a la par que la emotividad abría el álbum de los recuerdos en color tiñéndolo de azul tristeza.
Esta tarde hemos acudido a verle por última vez, pero no era él, ya no. Sabemos que ella se lo llevó mientras tú mirabas para otro lado, quizá silbándole alegres melodías a algún que otro incauto, y sólo nos dejó su traje terrenal para despedirnos de él. Nos queda el consuelo de que tu socia no nos podrá privar del recuerdo de su alegría, de cómo encogía sus hombros juntando los labios en un gesto que le caracterizaba, a él y a su ternura, tampoco de su sonrisa de eterno Peter Pan…
Hoy alegarás, como siempre, que nuestros progenitores firmaron en su día, con sudor primero y sangre después, el contrato vital por el cual «somos y estamos». ¡Vale!, y admito que puedas no avergonzarte de la letra pequeña que le otorga a tu socia ese protagonismo tan puntual e inevitable; pero dime, ¿en serio tú no puedes mediar para que cuando no le quede más remedio que actuar lo haga descartando para siempre esos toques de crueldad insoportable?
Y ya quitadas las caretas, ¿ella qué argumenta, cuál es su versión?
***
Ninguna de las dos vais a responder, ¿verdad?; yo bien sé que es porque ambas tenéis, amigas inseparables Vida y Muerte, ¡qué doble paradoja!, algo que decir…

© Patxi Hinojosa Luján, a la memoria de Georges Pronier, nuestro querido Jorge
(14/02/2019)