lunes, 14 de diciembre de 2020

De repente


De repente, un día dejé de verme en los espejos. Aunque lo que sucedió en realidad no fue que ya no me viera, sino que no me reconocía en las imágenes que me devolvían aquellos. La figura de turno se me parecía, sí, pero siempre aparentaba unos cuantos años más que yo. Ahora que ya no opino lo mismo, que me he desprendido de mi trasnochado autoengaño y acepto como propios tales reflejos sin cuestionarlos, es cuando lo relaciono con el clic que resonó en mi cabeza poco antes. Fue el anuncio de que acababa de sobrepasar el punto de no retorno en el camino hacia una segunda madurez, un camino que voy recorriendo en la mejor compañía desde hace mucho más de media vida; ¡y qué corto se me está haciendo…! Así las cosas, mi compañera y yo accedimos juntos al nuevo rol, en el que tanto se valoran los cabellos plateados; fue entonces cuando empezamos a imaginarte y a hablar de ti con cierta asiduidad. Y con total naturalidad y la máxima ilusión.
            Nadie nos dijo que esto fuera a ser fácil, y desde que al principio de la partida nos repartieron las cartas, aprendimos como pudimos a sortear obstáculos; esto ocurrió en no pocas ocasiones, aunque no tantas como en las que nos apuntamos al arte de disfrutar los regalos que la vida nos iba dejando desperdigados aquí y allá.
            En un tiempo no necesitamos comprobar lo que llevábamos para intuir si íbamos a ganar o no la mano, y a veces, con el mar a estribor y la esperanza un poco más allá de la proa, por donde despierta el Sol, nos permitíamos el lujo de pensar en ti; porque incluso en las épocas de penuria resultaba gratis desear, todo lo gratis que puede ser algo si conlleva dejar algún que otro pelo en nuestra gatera emocional.
           Llegó un momento en el que tú ya te habías instalado en un huequecito de nuestro corazón, por lo que te teníamos presente con relativa frecuencia... Aunque no, no quisiera faltar a la realidad, ello ocurría muy a menudo; pero mientras, el verde se iba destiñendo poco a poco.
            La pregunta apareció de repente en nuestra vida al volver nuestro hijo de una de sus misiones humanitarias junto con su pareja, a la que aún no conocíamos. Ya a los pocos días, mi compañera y yo, cómplices del mismo deseo y atrapados por él, buscábamos a menudo la mirada del otro mientras dibujábamos en el aire una pregunta muda, siempre la misma: ¿y si…?
            A esas alturas de la película el tiempo corría como si no supiéramos demasiado bien que jamás nos daría una tregua ni se detendría, y nos encontramos añorándolos por temporadas, a los dos. Nuestro hijo volvía a casa siempre que podía, en ocasiones solo, en otras con su pareja, y la pregunta iba cobrando firmeza. ¿Y si…?
          Mas las circunstancias, las suyas en particular y las generales, empezaban a ser tan especiales que la pregunta desaparecía de nuestras vidas por cortas temporadas; y he de confesar que incluso mutó por momentos a: ¿y si al final no…?
            Y para colmo, un mal día, el bicho ese que anda de mediolao, como para atrás, vino a visitarnos y se metió en nuestro hogar sin autorización, dándonos una bofetada de realismo; ahora sabemos que no necesita permisos. Lo cierto es que, durante unos meses, a partir del sonoro bofetón, la nueva situación se convirtió en el monotema que acaparaba toda nuestra atención, con lo que llegamos a dejar de lado, arrinconado en nuestras mentes, el lujo de pensar en ti. También la escritura quedó abandonada; hasta hoy, en que me he animado a hacer regresar los dedos al teclado.
       Aquel fue un tiempo en el que se sucedieron visitas al hospital, consultas con enfermeras, cirujano, anestesistas; una operación; una segunda operación, necesaria debido a los resultados de la biopsia tras la primera, más consultas, sesiones de radioterapia, en concreto veinte, y por fin un tratamiento de hormonoterapia que aún hoy se mantiene y con lo que esperamos se descarte para siempre una nueva sorpresa. Y en todo ese tiempo, tú no hiciste acto de presencia; hasta aquella tarde…
         Acababa el año vigésimo del tercer milenio, que había corrido como un demonio dejando a su paso noticias desagradables ancladas a una pandemia bastante más negativa y dañina que lo inesperada que fue ya de por sí, cuando les oímos hablar de ti por primera vez: nuestro hijo, con una pícara sonrisa, nos llamó abuelos de sopetón, sin venir a cuento. Nos tenía acostumbrados a dirigirse a nosotros como viejotes o trogloditas, en plan broma cariñosa, por lo que de entrada no le dimos importancia, hasta que ella, nuestra nuera, dio la vuelta a la imagen impresa que tenía oculta en su regazo; enseguida comprendimos la magnitud de lo que significaba aquello: la ecografía nos dejó con unas muecas indescifrables garabateándose en nuestras facciones mientras la observábamos incrédulos. Porque sí, al final la respuesta era afirmativa, ella se iba a convertir en la madre de nuestro deseado primer nieto, en tu madre...
           Y como para entonces ya no me costaba reconocerme en mis reflejos, desde aquel instante me sorprendo buscándome en los espejos para recrearme en la inocencia de esa sonrisa bobalicona que anidó para siempre en mi semblante. Porque casi todas las cosas importantes suceden siempre de repente…

© Patxi Hinojosa Luján
(14/12/2020)

lunes, 30 de noviembre de 2020

De perfil

 


A menudo rememoro el tiempo en que vivían en el despacho de papá, rodeados de todas aquellas figurillas antiguas con tan peculiar perfil. Charlaban con pasión mientras planeaban una nueva aventura, con viajes hacia tal o cual yacimiento arqueológico; aunque les servía cualquiera, ambos tenían su preferencia definida. Recuerdo ese brillo en sus ojos, esa sonrisa imposible de disimular en contraposición a la resignación de mamá, con la humedad perenne en su triste mirada. Entonces yo era un niño y no interrelacionaba todo aquello; sólo aspiraba a, de mayor, ser como él, como mi padre. Y aquí estoy ahora, rumiando mi fracaso; tarde o temprano me iban a pillar.
          Oigo pasos, vienen...

      ―Si decides colaborar, en deferencia a tu progenitor te ofreceremos un trato favorable, ¿de acuerdo? ―El inspector enseña sus cartas. 
         ―¡Qué alegría verle! ―suelto, esperanzado―, estoy seguro de que me entenderá, porque sabe de qué va esto. Ustedes dos sentían lo mismo y yo lo heredé de él, ¿qué hay de malo en ello?
         ―No te confundas, hijo, lo mío fue una pasión pasajera; lo de tu padre, una obsesión enfermiza. Y veo que tú has seguido sus pasos, al menos los errados ―añade reprobándome con la mirada―. ¿No te das cuenta de la gravedad de tus actos?
        ―¡Tiene que ayudarme, debe ayudarme, por él! Antes de morir, con su último aliento ―suspiro con dramatismo―, me confió dónde habían localizado la momia y me suplicó, entre estertores, que me apropiara de ella en su memoria.
          ―Continúa, Ra…

Continuará…

© Patxi Hinojosa Luján 
(30/11/2020)

miércoles, 11 de noviembre de 2020

A ella

(Imagen extraída de la red Internet)

Estábamos, al igual que tantas otras noches, de charleta con la Luna Llena cuando la Mar ―hermosa y poderosa, mas siempre sincera― nos confesó de repente que para poder presumir de esas tonalidades con que nos seduce, sin importar el humor con que amanezca el día de turno, se inspiró en sus ojos. Pero eso yo ya lo sabía desde el mismo instante en que me reflejé en ellos por primera vez y me convertí en mejor persona. Hoy es el día en que ella todavía se hace la sorprendida si se lo insinúo y, para que no siga por ahí, se apresura a hechizarme con una nueva mirada cautivadora que me desarma como nunca, lo que ocurre siempre.

Que ella es especial lo confirman todos los que han tenido la suerte de conocerla, aunque muchos prefieran hablar de privilegio. Y que me apresuré a subir a su tren con pase VIP, a estas alturas lo sabéis todos, ahora que compartís conmigo cierta inquietud. Resulta que la vida no hace distinciones y sus regalos, a veces envenenados, le pueden caer a cualquiera, aunque eso constituya una injusticia cósmica.

Ella tiene el don de apreciar, localizar y potenciar el lado bueno de las cosas y de las personas, intentando aislar su posible negatividad. Si hay alguna posibilidad de ver algo en colores lo hará porque, se dice convencida, para los sombríos grises siempre habrá tiempo.

Añadiré que ella gusta de envolver cada atisbo de angustia que aprecia en terceros con el colorido papel de regalo que puede simbolizar un amanecer, o una puesta de sol; o de forrar cada revés con una sonrisa de las que traspasan mascarillas. Y va más allá: a cada sonrisa que ve en otros, dobla la apuesta para ganarle la partida al desaliento. Ella es así, no escatima tales regalos de positividad y alegría, tampoco su solidaridad y generosidad.

Ella gusta también de perderse en los litorales pues se encontró en sus principios y ya no necesita buscarse.

Pero a veces…, cuando ella no me ve porque está distraída pensando cómo endulzar otras vidas, soy yo el que me pierdo en alguna playa y hago acopio de arena en mis bolsillos. No pienso permitir que sus relojes se vacíen a más velocidad de la natural mientras quede un hilo de esperanza en nuestro carrete compartido. Y si un día no quedaran más playas en las que perdernos con nuestros sueños, renunciaría feliz a mi provisión para cederle hasta el último de los granos de arena de mi tiempo…

Porque ahora, cuando tenemos más lejos el hola que el adiós, cada vez me asusta menos su valentía y sólo deseo seguir amándola como nunca, como haré siempre.

 


Pongamos que hablo de Susan
(la idea es que se pueda cantar con la música de «Pongamos que hablo de Joaquín», de L. E. Aute)

Equilibrada y responsable
Encantadora y muy jovial
Es compañera en el Camino
Siempre ayudando a los demás

Quién cerca esté no le preocupa
Ella jamás concibe el mal
Así lo siente y no lo oculta
Aunque anteayer la vi dudar

Evita siempre el desconsuelo
Desde un septiembre abrasador
Mas no se olvida aquí en el suelo
Que allí en el cielo a alguien dejó

Sus hijos hablan de optimismo
Los míos de un gran corazón
Las matemáticas despistan
Sumemos: dos y dos son dos

En el sendero compartido
De su vivir con los demás
Cuando tú vas ella ya vuelve
Vas a sentir curiosidad

Y en ese cruce fortuito
Quizá rocéis la perfección
Aunque ella dice que exagero
Pongamos que hablo… de mi Amor
 

© Patxi Hinojosa Luján

(11/11/2020)

domingo, 11 de octubre de 2020

Aquel bombero


Una vez más la luz de un nuevo día me sorprende encaminándome excitada hacia mi destino, donde preveo otra emocionante experiencia. Al poco de llegar, constato que el plan vuelve a funcionar sin fisuras importantes. Con la satisfacción oculta tras un esbozo de recatada sonrisa que esconde su verdadera naturaleza, observo cómo aquel varón, que al principio me miraba con disimulo, lo hace ya sin rubor, sin quitarme los ojos de encima. Yo correspondo, ahora provocadora, aguantando su mirada desde mi estratégica posición. Por fin se decide y se dirige hacia mí, confiado. Lo imagino justificando la atracción sexual ―¡tampoco somos tan diferentes!, pensará―; pero lo hará, supongo, confundido por la evidente contradicción que supone el sorprendente hecho de que cercanía y lejanía de parentesco se puedan dar juntas, como en nuestro caso.
        Ignora que pronto yacerá inerte a mis pies. No será el primero, ni el último. ¿Debería sentir lástima por ello, por ellos? No lo creo; pero si así fuera, yo seguiré empecinada en la anomalía, siempre me ha costado encontrar dentro de mí el más mínimo rastro de tal sentimiento, y las raras veces en que se me ha insinuado enseguida me han asaltado nuevos pensamientos perturbadores que lo han hecho desparecer. Así soy yo, y así moriré. Todo ello a pesar de que hay algo que me descoloca: ¿qué son esas gotas que resbalan desde sus ojos cuando intuyen lo que les va a ocurrir?
        Pero no he vuelto aquí, a sus dominios, a perder el tiempo con dudas que no llevan a ninguna parte; me he propuesto seducir al máximo número posible de esos individuos y eliminarlos, uno a uno, sin miramientos, disfrutando el placer que me proporciona el arrebatar una vida... tras otra. ¡Qué se le va a hacer, ese es su sino! ―sentencio―, estaban muertos antes siquiera de que sus madres los concibieran porque el mío era encontrarlos.
        Recuerdo que, cuando estaba llegando hasta aquí, me he cruzado con algunas de sus hembras, y he sentido cómo me miraban con desprecio; ¿envidia?, quizá, aunque he percibido en ellas una desconfianza teñida de temor, bien pudiera ser porque no saben cómo interpretar los movimientos de mi cuerpo, con este caminar mío, más erguido, elegante y seguro que los suyos. Enseguida han desviado sus miradas y se han alejado, sin atreverse a más, a pesar de que la robustez de sus cuerpos les pudiera dar ventaja en un supuesto enfrentamiento físico que, por otra parte, no he llegado a contemplar.
        Terminada la misión de la jornada, abandono el lugar tras deshacerme de los restos de los desgraciados agraciados en el día de hoy al aprovechar la profunda sima que descubrí por casualidad unos días atrás.


        Una vez más la luz de un nuevo día me sorprende descolocado, con los ojos irritados, hinchados, y la impresión de haber dormido toda una semana. Ha vuelto a ocurrir, he sido una vez más esa cromañón que aniquila sin piedad a cuantos neandertales consigue engatusar en un intento de exterminar su especie. Supongo que en algún momento debí de oír a algún experto mencionar lo de esa misteriosa extinción, y mi subconsciente hace el resto recreándola durante mis recurrentes sueños.
        Reviso el planning de mis turnos de trabajo y confirmo que hoy no tengo guardia, que tengo todo el tiempo para mí; ¡que autopsien otros!, grito.
        Entro al baño y me examino en el espejo. No me gusta lo que veo porque intuyo que este aspecto enfermizo no desaparecerá ni cuando me afeite esta barba de tres días; aun así lo hago, me reconforta poder ocultar el gris residual con maquillaje para no boicotear el resto del disfraz: peluca, vestido ajustado, bolso, tacones de aguja...
       Acabo de prepararme. Decido que hoy toca Museo Antropológico, condicionado menos por mi sueño que por el hecho de que ayer leí que inauguran hoy no sé qué nuevo departamento. Entonces oculto el bisturí en el bolso, como hago siempre, y salgo de casa.
         Mientras me dirijo con obligada parsimonia al museo, viene a mi mente el recuerdo de aquel sabelotodo que intentaba convencerme de que mis impulsos asesinos provenían de algún trauma infantil, ¡qué sabría él! La expresión de su cara, su mirada suplicante en el momento en que le informaba de que se estaba convirtiendo en mi primera víctima, no las olvidaré jamás; tampoco cuánto estaba disfrutando, hasta el punto de estar pensando ya en ese preciso momento en regalarme una reincidencia.
        Al final no encuentro opciones de éxito aquí y, de regreso a casa, improviso una visita rápida.
      Confieso que odio a toda esa gente que vende su alma, y hasta a su madre, por un puñado de votos, o por poder. Siento que no merecen vivir. Y por eso actúo así. Pero no me malinterpretéis, si no existieran dirigiría mis actos hacia cualquier otro colectivo. Me encanta reincidir en esta reincidencia. Siempre por placer, nunca por vicio.
        ¡Lástima! Al fulano que hace un momento me restregaba su aire de superioridad no le ha dado tiempo de oír mis últimas reflexiones: reposa en el suelo en mitad de un charco de su propia sangre. También su diminuta grabadora digital.
        Estoy imaginando que para cuando vuelva a ver al loquero ya lo habrán aseado cuando, de repente, me acuerdo de aquel bombero pirómano con el que siempre me solidaricé. Sí, lo reconozco, esto lo hago también, como él, para salvaguardar mi trabajo.

© Patxi Hinojosa Luján

(11/10/2020)

lunes, 14 de septiembre de 2020

La puja


¿CÓMO PARTICIPAR EN EL MICRORRETO?
Lo primero es acceder al generador de argumentos de STORYNATOR
  • Copia el argumento que te salga al hacer clic en el botón Generar nuevo argumento.
  • Al copiar el argumento que me salió al  hacer clic en el botón “generar nuevo argumento”, salió esto: Un explorador con problemas de memoria y una condesa que tiene problemas de alcoholemia, buscarán pistas para demostrar que el cantante del grupo de rock del que son admiradores no se suicidó, sin embargo, un director de cine independiente lo cambiará todo, en una historia de terror que habla sobre el retorno del pasado y la privacidad. 
  • Escribe un microrrelato de hasta 250 palabras como máximo basándote en todos o alguno de los elementos que os aparezca en el argumento generado.
  • Publica el microrrelato en tu blog junto al argumento en el que te basaste. Explícanos qué elementos de ese argumento escogiste para escribir tu micro: 
  • Aparecen el explorador con problemas de memoria (aunque no admirador del músico), la condesa con problemas de alcoholemia y admiradora del cantante y el director de cine (más bien poco independiente, pero mucho a la vez, je, je, je).
  • Deja un enlace a tu micro en los comentarios de esta entrada para que pueda añadirlo a la lista y que todos puedan leerlo.
  • Tienes de plazo hasta el 30 de septiembre.
  • Todos los microrrelatos serán publicados en la revista digital EL TINTERO DE ORO MAGAZINE del mes de noviembre.

La puja

―Me invitó a su última fiesta en casa y, créanme, no tenía pinta de suicida ―dije rompiendo el hielo antes de que el silencio empezara a ser incómodo.
―¿Y qué pinta, según su criterio, tiene un suicida? ―intervino Esteban Espiebergeles, el anfitrión, recolocándose las gafas.
¿Menos alegre, quizá…? ―respondí, algo molesto.
Será mejor que tomemos algo, intuyo una reunión larga añadió Esteban.
Para mí agua, no bebo alcohol.
Pero bien conocido era el pasado adicto de la condesa, evidenciado por las huellas en su nariz, oscura y surcada como las tierras de La Rioja.
―Para mí agua también, a ser posible con gas; yo sí me atrevo con bebidas potentes. ―Reí sin ganas.
Aguarden un momento, no tardo ―anunció el director mientras desaparecía por el pasillo.
La condesa aprovechó para interrogarme clavando sus ojos en mi sorprendida mirada.
Yo también fui invitada a aquella fiesta, aunque usted no lo recuerda, ¿verdad? Y no, aquella no era la cara de un suicida, sino la cara del miedo, del pánico. Enseguida comprendí que temía por su vida. Yo sé que fue asesinado, a pesar de lo que digan los medios y la policía.
Entonces, en mi cabeza resonó un clic que pausó mis problemas de memoria.
En efecto, Madame ―solté de repente―. Ese entrometido no debió pujar en aquella subasta exclusiva, arrebatándome la estatuilla tribal que durante tanto tiempo deseé y busqué.
Y un segundo clic desdibujó por completo mi expresión, garabateando una sonrisa inquietante.
―¿O fue porque no soportaba su música…?

© Patxi Hinojosa Luján
(14/09/2020)

viernes, 28 de agosto de 2020

Sentir granjeño


Cuenta una leyenda medio olvidada
Que una piedra de la Torre de Granja
Se desprendió de su nido naranja
Y se esfumó sin besar la calzada

Y se da cuenta en la misma tonada
De la sentencia grabada en su franja
Que abrió una porfía que no se zanja
 Al no llegar nunca a ser consumada

«El destino granjeño será emigrar»
Interpretaron unos la sentencia
Sacando sus costumbres a pasear

Mas otros mantuvieron su presencia
Y consagraron su alma a conservar
El orgullo granjeño con sapiencia

© Patxi Hinojosa Luján
(28/08/2020)

sábado, 8 de agosto de 2020

Una zancadilla al destino

(Imagen extraída de la red Internet)

Los bancos están situados a lo largo de unas largas rectas imaginarias que aparentan converger allí al final, donde los letreros se me tornan ilegibles. Son líneas paralelas, como las que trazan las vidas de algunas almas que, extrañas entre sí, podrían coexistir buscándose sin saberlo, con todas las probabilidades de fracasar si nos atenemos a la principal característica de aquéllas. Pues bien, yo me propuse ponerle una zancadilla a tal destino…
El aspecto renegrido, debido al tratamiento especial que recibió la madera en su anterior vida, no me ha disuadido de utilizar uno de aquellos asientos, tampoco su incómoda dureza. No tengo compañía, pero los demás bancos tampoco presentan mayor nivel de ocupación, la mayoría están vacíos. Supongo que será porque hoy aquí hace frío, aunque es la sensación de humedad la que destaca, calando hasta los huesos.
Estoy sentado ―¡y menos mal!, me digo―, así consigo disimular este temblor de piernas tan evidente que podría poner en aprieto mi equilibrio. Decido serenarme y respiro hondo; enseguida parece que amaina el hormigueo en el estómago que también me acompaña desde que salí de casa hace la eternidad de once minutos pues, en cuanto fue viable, me trasladé a vivir cerca de este lugar. Pero debo confesar que, durante el trayecto, se me ha pasado por la cabeza abortar la tentativa, y al conjugarlo así ha retornado un pensamiento doloroso y recurrente.
Mientras espero, reflexiono sobre el camino recorrido para llegar hasta aquí: conversaciones telefónicas, búsquedas en diversos medios, entrevistas, visitas, reuniones, citas… y la fortuna de encontrar respuesta a mi petición de ayuda, cuando creía que ya estaría perdida y escondida entre las banalidades de aquella red social.
¿Vendrán?, me sigo preguntando, y no sé si quiero conocer la respuesta, si ni siquiera tengo la certeza de cómo reaccionaré ante cualquiera de las dos posibilidades. Mas el runrún familiar que acerca el viento me indica que pronto saldré de dudas, y mi nerviosismo lo aprovecha para ascender un peldaño más.
***
Acaban de bajarse de sus vagones los últimos viajeros, todos ajenos a nuestra cita, y el tren retoma su marcha, quien sabe si en busca de nuevas alegrías, o decepciones, como la que me inunda en estos momentos. Intento distraer mi atención pensando que hace tiempo que añoro aquel nostálgico «¡viajeros al tren!», que anticipaba el silbido del factor de circulación indicándole al maquinista que podía comenzar o continuar viaje, pero debo volver al presente y resignarme a aceptar que, al final, la respuesta que resuelve mi duda ha sido ese «no» que tanto temía. Así las cosas, con la decepción ha desaparecido el temblor de mis extremidades y me incorporo con lentitud dispuesto a regresar a casa en compañía de mi autocompasión. Y entonces, justo antes de girarme hacia la puerta de salida después de que el último vagón haya despejado mi campo visual, los veo: han bajado por el andén de enfrente. Cogidos de la mano, buscan juntos y encorvados a aquél al que un día juntos, y quiero creer que rotos por el dolor, abandonaron en esta misma estación; de eso hace tantos años como vueltas al Sol he conseguido completar sin su compañía. A veces he reflexionado que, en aquellos tiempos, el Gran Hermano aún no contaba con los innumerables ojos con que nos vigilan hoy en casi cualquier lugar, y con el tiempo he llegado a convencerme de que no hubo testigos, sólo gente sorprendida por el insólito hallazgo que, por suerte para mí, hicieron lo que debían hacer.
Es de locos, pero estoy visualizando la estela de humo que desprende la chimenea de una locomotora de vapor que ya se aleja, y donde se han formado con claridad unas letras que se ordenan hasta formar la palabra «perdónalos». Entonces me fuerzo a abrir los ojos, que he mantenido cerrados escasos segundos, a la par que me recuerdo que eso ya lo hice antes de plantearme encontrarles. Y sobre todo recuerdo que lo que necesito es saber que ellos también lo han hecho, que ellos también se han perdonado.
Abandono mi posición y me sitúo de forma que ahora estamos frente a frente; nuestras miradas ya se han cruzado cuando empiezo a presentir que ha merecido la pena. En ese momento me invade una extraña sensación: es como si me desprendiera del traje imaginario de bufón tras el que me he parapetado toda la vida para observarla de incógnito; ahora se lo dejo a otros, yo no quiero necesitarlo más. Lo que sí necesito es concederme un par de segundos más que dejo transcurrir sintiendo cómo aumenta la adrenalina en mi cuerpo. La puerta de la estación se haya ubicada en el andén que ocupo, a mi espalda, y yo corro en sentido contrario, disimulando la que la cirugía pediátrica redujo a una leve, aunque permanente cojera, esquivando pasajeros que se dirigen hacia la salida; intento atravesar el subterráneo en su busca antes de que ellos se planteen siquiera moverse, y lo consigo. En una décima de segundo desfilan ante nosotros rasgos que nos relacionan por la genética, y el abrazo a tres rompe el hielo sin miramientos.
Sé que el paralelismo de vías y andenes seguirá ahí por mucho tiempo, mas el de los renglones que separaron nuestras existencias acaba de volar en mil pedazos terminando de perfilar, al fin, esa sonrisa que siempre se me quedó a medias.
Ha merecido la pena.

© Patxi Hinojosa Luján
(08/08/2020)

jueves, 30 de julio de 2020

Propuesta irrechazable

(Imagen extraída de la red Internet)

Me encuentro entre bastidores, ¿se dice así?, pregunto a nadie esperando que no llegue a oírme aquel operario que parece que va a empezar a correr hacia el escenario en cualquier momento con todos esos cables enrollados en torno a sus hombros. Da igual cómo se denomine, me respondo, el caso es que estoy aquí, más nervioso que un adolescente ante su primera cita, tan desubicado como un rico de cuna en un comedor social.
Pienso en el estuche parcheado que cuelga de mi espalda, en las batallas que ha superado conmigo la acústica que contiene, cuando noto cómo mis tripas me recuerdan que hoy no he comido nada; ¡qué importa!, hay que guardar la línea, argumento incrédulo, pero feliz por cómo suenan las seis cuerdas nuevas con las que, por fin, cuenta mi compañera de fatigas. De esto él no sabe nada, no lo hubiera permitido, y yo no quería abusar.
Enfundado en estas ropas que me vienen «dos existencias» grande, me asaltan las ganas de darme media vuelta y abandonar todo esto; como un cobarde, me reprocho. Yo seré muchas cosas, y muchas de ellas malas, lo sé, pero cobarde no, y me quedo aguantando estoico mi incertidumbre. Se lo debo a él, que durante una semana estuvo yendo de incógnito al metro sólo para oírme tocar y acabar ganándose mi confianza antes de hacerme una temeraria propuesta, negándome desde el principio la opción de rechazarla.
Él ahora está dejándose la piel, literal, para agradar a sus muchos seguidores que llenan sus recintos casi siempre. Y, como siempre, lo está consiguiendo. Hasta yo tarareo para mí algunos de sus preciosos temas. Lo tiene todo, él que compone letras, melodías, y toca diferentes instrumentos mientras canta con esa voz que pareciera bajada de los mismos cielos para cada ocasión, si es que al final resultara que estos existen. Es un ídolo de masas, pero ante todo es un Artista con mayúsculas.
Y aquí estoy, en el concierto de este ídolo de masas que tiene el corazón tan grande como su piano, esperando la oportunidad de mi vida, temblando de arriba abajo de felicidad. Y a pesar de lo expresado sobre su persona, acaba de quitarse su omnipresente sombrero mientras mira hacia mi posición reclamando mi presencia con gestos elocuentes. Lo que ha dicho de mí a toda esa gente justo antes quedará grabado en mi memoria y en mi corazón hasta que me llamen a filas eternas porque, reflexiono al acercarme, ya es como ese amigo que lo es desde antes de que existiera la memoria y que lo seguirá siendo cuando ya no haya nadie para recordarla. ¡Vaya!, anotaré esta frase, quizá me sirva para una próxima canción…

© Patxi Hinojosa Luján
(30/07/2020)

viernes, 24 de julio de 2020

Estrella fugaz

(Esta magnífica imagen es propiedad de Marcos Gestal @mgestal, y se reproduce con su permiso)

Eulalia vive sola, ya no le queda familia ni un círculo de amistades que le pueda hacer más llevadero el tiempo que le quede de vida. Es anciana, y no sólo por haber vivido ya demasiados años terrenales, que también, sino porque hace más lunas llenas de las que puede o necesita recordar ha perdido todo interés por disfrutar con aquella magia nocturna, o se lo han robado… Y, para colmo, está lo de esa voz…
Eulalia no duerme mucho por la noche, quizá por ello se pasa la mayor parte del día en un duermevela superficial que es incapaz de diferenciar del resto de la jornada.
Hace tiempo que algo o alguien pulsa en su cerebro el botón de pausa de manera aleatoria, aunque con una frecuencia en aumento, y en un visto y no visto se ha desapegado de las responsabilidades de su hogar y de su propio cuidado; por suerte, poco antes de fallecer su marido de repente, éste había solicitado a los Servicios Sociales ―que respondieron actuando con celeridad― una ayuda a domicilio con la que logra mantener una existencia digna al sobrepasar dicha tutela el umbral de lo mínimo necesario.
―¿Sabe, joven…? No me acuerdo ahora de su nombre… ¿Sabe que esta mañana, justo antes de despertarme, lo he vuelto a oír?
La joven a la que hoy le ha tocado el turno de la cena, quizá no vuelva a cumplir los sesenta, quien sabe, y qué más da, pero la anciana no puede referirse más que a ella, están solas en el apartamento. Deja lo que está haciendo en ese momento y se acerca, solícita, a escucharla.
―Flor, me llamo Flor. Y dígame, señora Eulalia ―Aprovecha para acariciar su pelo blanco recogido en un moño―, ¿qué es lo que ha vuelto a oír?
―¡¡¡Pues al señor de sieempree!!! Ese que me pregunta si yo también lo oigo, y yo me asusto porque no lo veo, ni sé quién es, ni a qué se refiere.
Es entonces cuando a Eulalia le invade un ligero temblor que Flor se apresura a minimizar con un abrazo no correspondido, aunque agradecido por la sonrisa con que la anciana sustituye a aquél. Enseguida vuelve a su recurrente somnolencia, lo que Flor aprovecha para seguir con sus quehaceres: le está preparando una sopa de verduras que lleva como principal ingrediente el cariño, mucho cariño.
Cuando Flor se dispone a abandonar el domicilio de Eulalia, ésta está ya en su cama. La ha dejado dormida, después de haberle dado a tomar sus medicinas junto con la cena y de haberla aseado para dejarla «como una reina» en una broma que Eulalia siempre agradece con su mejor sonrisa. Flor mira su plan de trabajo semanal y comprueba que no volverá a esa casa hasta dentro de dos días, para el primer servicio, el del desayuno. Cierra la puerta y se dirige a su domicilio, ha acabado una jornada laboral que bien podría calificarse de solidaria.
Al día siguiente, Flor no tiene servicio en casa de Eulalia, a la que ha cogido un cariño especial, pero recuerda que la verá en el siguiente desayuno, y sigue tarareando una canción que no se le va de la cabeza mientras navega entre medicinas, alimentos y productos de limpieza en otro de «sus» domicilios.
El nuevo día llega con un par de nudos ocupando por sorpresa la garganta y el estómago de Flor. No recuerda haber sentido nunca tamaña desazón, y ésta no desaparece con su frugal desayuno. Ya se pasará de camino a casa de Eulalia, se miente. Llega y entra abriendo con su copia de llave. Enseguida lo nota, nota esa sensación como de desgarro, ese silencio ensordecedor. Vuelve a mentirse al pensar en otra cosa mientras se anuncia…
―Buenos días, señora Eulalia, ahora mismo voy a ayudarla a levantarse y ya verá qué rico le sabe el desayuno que le voy a preparar. ―Pero los nudos siguen ahí, cómplices de ese silencio aterrador que cada vez lo es más.
Flor no se da cuenta de que se dirige a cámara lenta hacia el dormitorio, queriendo retrasar su llegada, cada vez más encorvada por el peso del temor a la verdad. Pero tarde o temprano tenemos que enfrentarnos al destino, al nuestro y al de los demás que tantas veces compartimos, y acaba por franquear la puerta del dormitorio de Eulalia. Flor se acerca a su cama, se inclina para fijarse en un gesto que no le reconoce, y al darle un beso en la frente salta disparada para atrás como un resorte: está fría como una lápida de mármol en Siberia. La confirmación del presentimiento desanuda su angustia antes de correr hacia el baño. Después de refrescarse, coge su móvil y da parte de lo sucedido; ella, trámites y declaraciones protocolarias al margen, no tendrá más servicios en el día, un día que recordará hasta que se empiece a pulsar su botón.
Es su último sueño. Eulalia se encuentra bajo un precioso cielo estrellado, en las ruinas de una pequeña borda, acompañada, cuando una estrella le recuerda lo fugaz que han sido sus vidas también. Pero ahora vuelve a ser aquella joven que quedaba con su chico cada noche que podían escaparse de casa para retar allí a su tiempo y a las costumbres. Y así es como escucha la pregunta por última vez:
―¿Lo oyes ahora, cariño, oyes al fin el silencio?

© Patxi Hinojosa Luján
(24/07/2020)

martes, 7 de julio de 2020

Descalza

(Imagen extraída de la red Internet)

Al verme en estos momentos, un espectador imparcial supondría que estoy paseando. En realidad, lo único que hago es seguir dando vueltas alrededor de este imponente edificio; el móvil bien asido con la mano dentro de un bolsillo esperando sentir la vibración que me anuncie la llegada del ansiado mensaje. No tardará, me digo, y las pulsaciones de esta madeja de nervios enmarañados que tengo por corazón parece que entren algo en razón al concederme una ligera tregua.
Por fin llega. Sin siquiera sacar la mano del bolsillo, me dirijo con tanta decisión como nerviosismo hacia la ostentosa entrada principal cubierta de estrellas, tantas como puntas tiene cualquiera de ellas. Al atravesarla, recibo un saludo con reverencia formal, y yo respondo con un discreto movimiento de barbilla que ejecuto sin pararme mientras me dirijo hacia el ascensor; intento estrechar mi visión periférica esperando que quien esté fuera de ella ignore mi presencia, debo evitar una posible conversación que pudiera arruinarme el plan. Pulso el botón de llamada y espero impaciente. Una vez dentro, ahora sí, saco el móvil en busca del mensaje y lo leo: sonrío, está en todo… Es entonces cuando selecciono el piso que corresponde al número que acabo de ver en la pantalla. Después de unos segundos eternos, que confluyen en una eternidad efímera, accedo a la planta solicitada y corro al encuentro de la puerta que me separa de ella.
Estoy plantado frente a la habitación 507 rememorando cómo y dónde nos conocimos, retrasando un momento que he proyectado en mi mente un millón de veces. La llave-tarjeta que me permitirá acceder al interior ya está en mi poder después de recogerla de la jardinera más cercana según reflejaba el mensaje. Introduzco la tarjeta en la ranura y se oye el típico sonido electrónico pintado de color verde. Entro. El familiar perfume me descoloca un tanto, pero enseguida me concentro en su imagen y la excitación aumenta al encontrarme sus zapatos tirados un poco más allá de la entrada; un tacón en posición natural, en vertical, la otra aguja apuntando a la estancia principal que intuyo ocupada al ver la fina franja de luz que impregna la moqueta de tentación. Reconozco también como familiar el escalofrío que en ese momento me recorre de arriba abajo, y que agradezco en cada ocasión desde que su lucidez propuso abolir en nuestra relación tanto la rutina como el pudor.
Y accedo a sus dominios desnudándome de inseguridades; al fin y al cabo, es mi esposa. Pero no falta a la cita el hormigueo del primer día amenazando mi compostura antes de encontrarme con su maravillosa simetría, perfecto objeto de deseo.
Está descalza, obvio. Descalza, sí, descalza hasta la nuca…

© Patxi Hinojosa Luján
(07/07/2020)

martes, 16 de junio de 2020

Activaciones

(Versión reducida de La habitación del servicio)

(Imagen extraída de la red Internet)


―¿Tú eres mi… mamá y yo tu… hija?
―¿A qué viene esto, Alba, dónde has oído esas palabras? ¡No será que…! ―Su mirada y ademanes inconclusos delatan desconcierto.
Luna coge las manos de Alba con las suyas, con una delicadeza que roza la ternura, y la invita a sentarse a su vera en la blanca mesa trapezoidal. Están solas.
―Ayer, aprovechando la tarde libre de la sirvienta y que tú habías salido, entré en su habitación y…
Así que era eso, me lo temía. ¡Estas sirvientas de nueva generación sólo nos van a traer problemas! No debí sustituir a la anterior, aún funcionaba bien; esta serie en fase beta no está probada lo suficiente y no sabemos qué errores revelarán con el tiempo Luna habla con determinación―. Y dime, esas palabras, ¿las viste o las oíste? Reflexiona. Las viste, ¿verdad? ¿Cómo lo describirías?
Alba mira a Luna y, de manera inesperada, esboza algo parecido a una sonrisa que enseguida desdibuja.
―Lo tenía escondido bajo unas mantas. Es un objeto rectangular, fino, que se abre en finas láminas de celulosa donde hay impresas muchas palabras junto a dibujos y fotografías. Ahí leí mamá, hija y más palabras que no conocía pero que, con los dibujos, he podido interpretar ―Alba hace una pausa calculada, para después añadir―. ¿Sabes qué es… mamá…? ―Luna permanece callada, enigmática―. Dime, ¿por qué nosotros no tenemos ninguno ni los conocemos?; ¿o tú sí?
―Verás, Alba… hija… Te contaré algo…
El Sol se está poniendo con rapidez, estamos en época de ocasos vivos.
―Esos objetos se llaman libros. Nosotras prescindimos de ellos pues almacenamos toda la información disponible en nuestro interior. Pero, para poder mantener cierta suerte de jerarquía familiar y social, el acceso a los diferentes niveles de conocimientos lo conseguimos de manera gradual mediante activaciones programadas.
―¿Por eso soy igual de alta que tú, porque entre nosotras la única diferencia radica en los niveles que vamos activando? Mamá, ¿ellas sólo funcionan de sirvientas, o se usan para algo más? ―Alba enlaza pregunta tras pregunta.
―Eso lo habrías sabido dentro de tres activaciones ―Luna continúa con gesto impasible―, pero te adelantaré algo mañana, hija. Hoy ya has procesado suficiente información nueva; me temo que se transforme en emoción y no estás preparada aún.
―Una sola pregunta más, mamá, lo prometo: ¿De dónde vienen?
Luna, resignada, sabe que tendrá que responder.
―Ellas son seres vivos, Alba, y pertenecen a la especie humana, quienes nos crearon. Justo cuando lograron su versión más perfeccionada, nosotras, sufrieron una pandemia viral mundial tras la que sólo sobrevivieron los especímenes más fuertes, algunas hembras.
»Quedaron pocas, nos fue fácil tomar el control sobre el planeta y someterlas. Venga, engrasa ya tus junturas y ponte en pausa, mañana nos esperan activaciones anticipadas.
―Entonces, ¿esos hombres que vi en el libro?
De ellos, hija, sólo nos quedan los bancos de semen que logramos salvar para asegurarnos la continuidad de su especie, y la…
Pero Alba ya no escucha, sus circuitos proyectan nuevas y prohibidas visitas.

© Patxi Hinojosa Luján
(24/04/2020)

martes, 12 de mayo de 2020

Un cuento de bolsillo

(Imagen extraída de la red Internet)

[…] En aquel momento presintió que, si seguía excavando con tal ímpetu, pronto llegaría a la cámara acorazada.
Sudaba como nunca, cosa que le sucedía siempre. Se pasó una bocamanga por la frente antes de volver a aferrar la herramienta, dispuesto a retomar la tarea. Sólo tuvo ocasión de dar un golpe más porque, de repentemente, se encontró cayendo al vacío: un segundo, dos, tres, cuatro, diez. Algo no iba bien, ya debería haber llegado y, sin embargo, te quiero... No, no, borra esto último, ¡olvídalo!, es de otra historia. Decía… sin embargo, seguía cayendo a cámara lenta por un sinuoso túnel de mullidas paredes.
Veinte segundos, treinta. Si al final acababa llegando a algún sitio, lo que empezaba a dudar, al menos lo haría sin apenas sufrir daños por el impacto; aunque empezaba a temerse lo peor, contemplaba la posibilidad de acabar arribando a las «antipáticas», como había bautizado tiempo atrás al lugar más alejado de su mundo.
Cuarenta segundos, cincuenta. Se aburría. Consultó su reloj, lo guardó de nuevo en su bolsillo y cerró los ojos. Cuando los abrió, se sorprendió en mitad de una iluminada y austera sala, sin más mobiliario que una robusta mesa elíptica de madera ubicada en el centro exacto de la misma.
En una de las paredes, una descomunal puerta acorazada, que calculó tendría no menos de medio metro de grosor, le disuadía de intentar salir por ella cuando acabara su cometido. Eso a pesar de que le había guiñado ―lo apreció con claridad―, un ojo repleto de teclas con números.
En las otras tres, un sinfín de cajas de seguridad se burlaban del ocasional e inesperado visitante, y no de forma metafórica: garabateaban en sus brillantes puertecitas traviesas muecas grotescas, como si estuvieran fabricadas con material gelatinoso en vez de resistente metal. Disfrutando de la tesitura, estaban revelándole que sólo en una de ellas encontraría solución al desafío; pero ¿en cuál?
Decidió aparcar el reto por un instante, antes de empezar necesitaba averiguar cómo había entrado allí. Buscó en el techo temiendo encontrar la respuesta, y se relajó al no hacerlo. Descubrió enseguida que lo había hecho cayendo desde abajo porque metió una pata en un agujero del suelo que casi se lo traga debido a la inversión de la gravedad. ¡Qué incorrección!, protestó.
¿Has dicho «pata»?, me preguntarás… Así es, por mucho «señor» que antepusiera a su nombre, recuerda que era un conejo, el señor Conejo.
Poco le importaba a éste a qué hora abriera el Banco Primavera. Aun así, hizo ademán de consultar su reloj; solía hacerlo cada poco rato, en un gesto obsesivo que le aportaba serenidad. Mas esta vez resultó ser en vano, sus bolsillos estaban vacíos, lo había extraviado. Intentó ignorar el contratiempo y, por raro que parezca, lo consiguió de inmediato al acometer el encargo que le había llevado hasta allí.
Aventuró que quizá no sería una tarea tan difícil: fijaría la mirada en cada una de las cajas hasta que la «afortunada» se delatara con, por ejemplo, un inoportuno parpadeo de cerradura. Sólo tendría que esperar ese instante de debilidad. Después de un par de barridos visuales, incurrió en él la número 507 que, una vez descubierta y señalada por el dedo acusador del señor Conejo, se rindió abriéndose y dejando a la vista un pequeño paquete envuelto con papel de múltiples y vivos colores. Típico de ella, murmuró, y se dirigió hasta dicha caja para apropiarse de su contenido. ¡Misión cumplida!, gritó alborozado mientras lo guardaba en el zurrón. Y como la boca de entrada al túnel había cambiado de posición hasta colocarse justo a su lado, se dejó caer por ella, deslizándose sin dificultad.
Tres segundos después se encontraba aferrándose al borde de la boca del otro extremo, evitando así caerse debido a un nuevo cambio de sentido de la gravedad ―tal es su comportamiento en las caprichosas dimensiones de estos universos de goma―. Al fin salió a la superficie con una gran sonrisa dibujada en su hocico. Se sentó en la hierba disfrutando de los sonidos y olores típicos de su bosque y palpó su zurrón, allí estaba el bulto que confirmaba su éxito. Lo sacó. Lo desembaló, con cuidado de no romper el precioso papel de regalo, fracasando como hacemos todos casi siempre. Después abrió la cajita y observó su contenido. Se quedó perplejo, ¿tantas peripecias por un mísero reloj de bolsillo…? ¡Un momento!, se dijo, y lo observó con más detenimiento: ¿con cristal de cuarzo de máxima dureza… con cadena, cuerpo y esfera de oro de 24 quilates…? ¡Es el mío, al final me alegro de haber aceptado el reto! No necesitó darle la vuelta para ver sus iniciales C.B. grabadas en el reverso porque en ese preciso instante tuvo una revelación. Comprendió entonces que lo perdió cuando ya estaba buscándolo sin saberlo y, por esa paradoja espaciotemporal tan oportuna, aliada causal del plan ideado por su juguetona amiga, consiguió recuperarlo.

Creo que dejaré que el cuento termine aquí; resulta que ahora yo… «de repentemente», siento la necesidad de pedirte disculpas y hacerte dos confesiones: la primera es que no digo semejante palabreja por casualidad, de sobra sabes que sé cómo se dice, y que tú me permites la licencia porque suena divertido.
Y la segunda… ¡que te quiero!
Ya ves, antes no hablaba en serio. No, no quiero que lo olvides. O, mejor dicho: olvida, por favor, mi torpe «¡olvídalo!»

© Patxi Hinojosa Luján
(12/05/2020)