jueves, 30 de julio de 2020

Propuesta irrechazable

(Imagen extraída de la red Internet)

Me encuentro entre bastidores, ¿se dice así?, pregunto a nadie esperando que no llegue a oírme aquel operario que parece que va a empezar a correr hacia el escenario en cualquier momento con todos esos cables enrollados en torno a sus hombros. Da igual cómo se denomine, me respondo, el caso es que estoy aquí, más nervioso que un adolescente ante su primera cita, tan desubicado como un rico de cuna en un comedor social.
Pienso en el estuche parcheado que cuelga de mi espalda, en las batallas que ha superado conmigo la acústica que contiene, cuando noto cómo mis tripas me recuerdan que hoy no he comido nada; ¡qué importa!, hay que guardar la línea, argumento incrédulo, pero feliz por cómo suenan las seis cuerdas nuevas con las que, por fin, cuenta mi compañera de fatigas. De esto él no sabe nada, no lo hubiera permitido, y yo no quería abusar.
Enfundado en estas ropas que me vienen «dos existencias» grande, me asaltan las ganas de darme media vuelta y abandonar todo esto; como un cobarde, me reprocho. Yo seré muchas cosas, y muchas de ellas malas, lo sé, pero cobarde no, y me quedo aguantando estoico mi incertidumbre. Se lo debo a él, que durante una semana estuvo yendo de incógnito al metro sólo para oírme tocar y acabar ganándose mi confianza antes de hacerme una temeraria propuesta, negándome desde el principio la opción de rechazarla.
Él ahora está dejándose la piel, literal, para agradar a sus muchos seguidores que llenan sus recintos casi siempre. Y, como siempre, lo está consiguiendo. Hasta yo tarareo para mí algunos de sus preciosos temas. Lo tiene todo, él que compone letras, melodías, y toca diferentes instrumentos mientras canta con esa voz que pareciera bajada de los mismos cielos para cada ocasión, si es que al final resultara que estos existen. Es un ídolo de masas, pero ante todo es un Artista con mayúsculas.
Y aquí estoy, en el concierto de este ídolo de masas que tiene el corazón tan grande como su piano, esperando la oportunidad de mi vida, temblando de arriba abajo de felicidad. Y a pesar de lo expresado sobre su persona, acaba de quitarse su omnipresente sombrero mientras mira hacia mi posición reclamando mi presencia con gestos elocuentes. Lo que ha dicho de mí a toda esa gente justo antes quedará grabado en mi memoria y en mi corazón hasta que me llamen a filas eternas porque, reflexiono al acercarme, ya es como ese amigo que lo es desde antes de que existiera la memoria y que lo seguirá siendo cuando ya no haya nadie para recordarla. ¡Vaya!, anotaré esta frase, quizá me sirva para una próxima canción…

© Patxi Hinojosa Luján
(30/07/2020)

viernes, 24 de julio de 2020

Estrella fugaz

(Esta magnífica imagen es propiedad de Marcos Gestal @mgestal, y se reproduce con su permiso)

Eulalia vive sola, ya no le queda familia ni un círculo de amistades que le pueda hacer más llevadero el tiempo que le quede de vida. Es anciana, y no sólo por haber vivido ya demasiados años terrenales, que también, sino porque hace más lunas llenas de las que puede o necesita recordar ha perdido todo interés por disfrutar con aquella magia nocturna, o se lo han robado… Y, para colmo, está lo de esa voz…
Eulalia no duerme mucho por la noche, quizá por ello se pasa la mayor parte del día en un duermevela superficial que es incapaz de diferenciar del resto de la jornada.
Hace tiempo que algo o alguien pulsa en su cerebro el botón de pausa de manera aleatoria, aunque con una frecuencia en aumento, y en un visto y no visto se ha desapegado de las responsabilidades de su hogar y de su propio cuidado; por suerte, poco antes de fallecer su marido de repente, éste había solicitado a los Servicios Sociales ―que respondieron actuando con celeridad― una ayuda a domicilio con la que logra mantener una existencia digna al sobrepasar dicha tutela el umbral de lo mínimo necesario.
―¿Sabe, joven…? No me acuerdo ahora de su nombre… ¿Sabe que esta mañana, justo antes de despertarme, lo he vuelto a oír?
La joven a la que hoy le ha tocado el turno de la cena, quizá no vuelva a cumplir los sesenta, quien sabe, y qué más da, pero la anciana no puede referirse más que a ella, están solas en el apartamento. Deja lo que está haciendo en ese momento y se acerca, solícita, a escucharla.
―Flor, me llamo Flor. Y dígame, señora Eulalia ―Aprovecha para acariciar su pelo blanco recogido en un moño―, ¿qué es lo que ha vuelto a oír?
―¡¡¡Pues al señor de sieempree!!! Ese que me pregunta si yo también lo oigo, y yo me asusto porque no lo veo, ni sé quién es, ni a qué se refiere.
Es entonces cuando a Eulalia le invade un ligero temblor que Flor se apresura a minimizar con un abrazo no correspondido, aunque agradecido por la sonrisa con que la anciana sustituye a aquél. Enseguida vuelve a su recurrente somnolencia, lo que Flor aprovecha para seguir con sus quehaceres: le está preparando una sopa de verduras que lleva como principal ingrediente el cariño, mucho cariño.
Cuando Flor se dispone a abandonar el domicilio de Eulalia, ésta está ya en su cama. La ha dejado dormida, después de haberle dado a tomar sus medicinas junto con la cena y de haberla aseado para dejarla «como una reina» en una broma que Eulalia siempre agradece con su mejor sonrisa. Flor mira su plan de trabajo semanal y comprueba que no volverá a esa casa hasta dentro de dos días, para el primer servicio, el del desayuno. Cierra la puerta y se dirige a su domicilio, ha acabado una jornada laboral que bien podría calificarse de solidaria.
Al día siguiente, Flor no tiene servicio en casa de Eulalia, a la que ha cogido un cariño especial, pero recuerda que la verá en el siguiente desayuno, y sigue tarareando una canción que no se le va de la cabeza mientras navega entre medicinas, alimentos y productos de limpieza en otro de «sus» domicilios.
El nuevo día llega con un par de nudos ocupando por sorpresa la garganta y el estómago de Flor. No recuerda haber sentido nunca tamaña desazón, y ésta no desaparece con su frugal desayuno. Ya se pasará de camino a casa de Eulalia, se miente. Llega y entra abriendo con su copia de llave. Enseguida lo nota, nota esa sensación como de desgarro, ese silencio ensordecedor. Vuelve a mentirse al pensar en otra cosa mientras se anuncia…
―Buenos días, señora Eulalia, ahora mismo voy a ayudarla a levantarse y ya verá qué rico le sabe el desayuno que le voy a preparar. ―Pero los nudos siguen ahí, cómplices de ese silencio aterrador que cada vez lo es más.
Flor no se da cuenta de que se dirige a cámara lenta hacia el dormitorio, queriendo retrasar su llegada, cada vez más encorvada por el peso del temor a la verdad. Pero tarde o temprano tenemos que enfrentarnos al destino, al nuestro y al de los demás que tantas veces compartimos, y acaba por franquear la puerta del dormitorio de Eulalia. Flor se acerca a su cama, se inclina para fijarse en un gesto que no le reconoce, y al darle un beso en la frente salta disparada para atrás como un resorte: está fría como una lápida de mármol en Siberia. La confirmación del presentimiento desanuda su angustia antes de correr hacia el baño. Después de refrescarse, coge su móvil y da parte de lo sucedido; ella, trámites y declaraciones protocolarias al margen, no tendrá más servicios en el día, un día que recordará hasta que se empiece a pulsar su botón.
Es su último sueño. Eulalia se encuentra bajo un precioso cielo estrellado, en las ruinas de una pequeña borda, acompañada, cuando una estrella le recuerda lo fugaz que han sido sus vidas también. Pero ahora vuelve a ser aquella joven que quedaba con su chico cada noche que podían escaparse de casa para retar allí a su tiempo y a las costumbres. Y así es como escucha la pregunta por última vez:
―¿Lo oyes ahora, cariño, oyes al fin el silencio?

© Patxi Hinojosa Luján
(24/07/2020)

martes, 7 de julio de 2020

Descalza

(Imagen extraída de la red Internet)

Al verme en estos momentos, un espectador imparcial supondría que estoy paseando. En realidad, lo único que hago es seguir dando vueltas alrededor de este imponente edificio; el móvil bien asido con la mano dentro de un bolsillo esperando sentir la vibración que me anuncie la llegada del ansiado mensaje. No tardará, me digo, y las pulsaciones de esta madeja de nervios enmarañados que tengo por corazón parece que entren algo en razón al concederme una ligera tregua.
Por fin llega. Sin siquiera sacar la mano del bolsillo, me dirijo con tanta decisión como nerviosismo hacia la ostentosa entrada principal cubierta de estrellas, tantas como puntas tiene cualquiera de ellas. Al atravesarla, recibo un saludo con reverencia formal, y yo respondo con un discreto movimiento de barbilla que ejecuto sin pararme mientras me dirijo hacia el ascensor; intento estrechar mi visión periférica esperando que quien esté fuera de ella ignore mi presencia, debo evitar una posible conversación que pudiera arruinarme el plan. Pulso el botón de llamada y espero impaciente. Una vez dentro, ahora sí, saco el móvil en busca del mensaje y lo leo: sonrío, está en todo… Es entonces cuando selecciono el piso que corresponde al número que acabo de ver en la pantalla. Después de unos segundos eternos, que confluyen en una eternidad efímera, accedo a la planta solicitada y corro al encuentro de la puerta que me separa de ella.
Estoy plantado frente a la habitación 507 rememorando cómo y dónde nos conocimos, retrasando un momento que he proyectado en mi mente un millón de veces. La llave-tarjeta que me permitirá acceder al interior ya está en mi poder después de recogerla de la jardinera más cercana según reflejaba el mensaje. Introduzco la tarjeta en la ranura y se oye el típico sonido electrónico pintado de color verde. Entro. El familiar perfume me descoloca un tanto, pero enseguida me concentro en su imagen y la excitación aumenta al encontrarme sus zapatos tirados un poco más allá de la entrada; un tacón en posición natural, en vertical, la otra aguja apuntando a la estancia principal que intuyo ocupada al ver la fina franja de luz que impregna la moqueta de tentación. Reconozco también como familiar el escalofrío que en ese momento me recorre de arriba abajo, y que agradezco en cada ocasión desde que su lucidez propuso abolir en nuestra relación tanto la rutina como el pudor.
Y accedo a sus dominios desnudándome de inseguridades; al fin y al cabo, es mi esposa. Pero no falta a la cita el hormigueo del primer día amenazando mi compostura antes de encontrarme con su maravillosa simetría, perfecto objeto de deseo.
Está descalza, obvio. Descalza, sí, descalza hasta la nuca…

© Patxi Hinojosa Luján
(07/07/2020)