domingo, 11 de octubre de 2020

Aquel bombero


Una vez más la luz de un nuevo día me sorprende encaminándome excitada hacia mi destino, donde preveo otra emocionante experiencia. Al poco de llegar, constato que el plan vuelve a funcionar sin fisuras importantes. Con la satisfacción oculta tras un esbozo de recatada sonrisa que esconde su verdadera naturaleza, observo cómo aquel varón, que al principio me miraba con disimulo, lo hace ya sin rubor, sin quitarme los ojos de encima. Yo correspondo, ahora provocadora, aguantando su mirada desde mi estratégica posición. Por fin se decide y se dirige hacia mí, confiado. Lo imagino justificando la atracción sexual ―¡tampoco somos tan diferentes!, pensará―; pero lo hará, supongo, confundido por la evidente contradicción que supone el sorprendente hecho de que cercanía y lejanía de parentesco se puedan dar juntas, como en nuestro caso.
        Ignora que pronto yacerá inerte a mis pies. No será el primero, ni el último. ¿Debería sentir lástima por ello, por ellos? No lo creo; pero si así fuera, yo seguiré empecinada en la anomalía, siempre me ha costado encontrar dentro de mí el más mínimo rastro de tal sentimiento, y las raras veces en que se me ha insinuado enseguida me han asaltado nuevos pensamientos perturbadores que lo han hecho desparecer. Así soy yo, y así moriré. Todo ello a pesar de que hay algo que me descoloca: ¿qué son esas gotas que resbalan desde sus ojos cuando intuyen lo que les va a ocurrir?
        Pero no he vuelto aquí, a sus dominios, a perder el tiempo con dudas que no llevan a ninguna parte; me he propuesto seducir al máximo número posible de esos individuos y eliminarlos, uno a uno, sin miramientos, disfrutando el placer que me proporciona el arrebatar una vida... tras otra. ¡Qué se le va a hacer, ese es su sino! ―sentencio―, estaban muertos antes siquiera de que sus madres los concibieran porque el mío era encontrarlos.
        Recuerdo que, cuando estaba llegando hasta aquí, me he cruzado con algunas de sus hembras, y he sentido cómo me miraban con desprecio; ¿envidia?, quizá, aunque he percibido en ellas una desconfianza teñida de temor, bien pudiera ser porque no saben cómo interpretar los movimientos de mi cuerpo, con este caminar mío, más erguido, elegante y seguro que los suyos. Enseguida han desviado sus miradas y se han alejado, sin atreverse a más, a pesar de que la robustez de sus cuerpos les pudiera dar ventaja en un supuesto enfrentamiento físico que, por otra parte, no he llegado a contemplar.
        Terminada la misión de la jornada, abandono el lugar tras deshacerme de los restos de los desgraciados agraciados en el día de hoy al aprovechar la profunda sima que descubrí por casualidad unos días atrás.


        Una vez más la luz de un nuevo día me sorprende descolocado, con los ojos irritados, hinchados, y la impresión de haber dormido toda una semana. Ha vuelto a ocurrir, he sido una vez más esa cromañón que aniquila sin piedad a cuantos neandertales consigue engatusar en un intento de exterminar su especie. Supongo que en algún momento debí de oír a algún experto mencionar lo de esa misteriosa extinción, y mi subconsciente hace el resto recreándola durante mis recurrentes sueños.
        Reviso el planning de mis turnos de trabajo y confirmo que hoy no tengo guardia, que tengo todo el tiempo para mí; ¡que autopsien otros!, grito.
        Entro al baño y me examino en el espejo. No me gusta lo que veo porque intuyo que este aspecto enfermizo no desaparecerá ni cuando me afeite esta barba de tres días; aun así lo hago, me reconforta poder ocultar el gris residual con maquillaje para no boicotear el resto del disfraz: peluca, vestido ajustado, bolso, tacones de aguja...
       Acabo de prepararme. Decido que hoy toca Museo Antropológico, condicionado menos por mi sueño que por el hecho de que ayer leí que inauguran hoy no sé qué nuevo departamento. Entonces oculto el bisturí en el bolso, como hago siempre, y salgo de casa.
         Mientras me dirijo con obligada parsimonia al museo, viene a mi mente el recuerdo de aquel sabelotodo que intentaba convencerme de que mis impulsos asesinos provenían de algún trauma infantil, ¡qué sabría él! La expresión de su cara, su mirada suplicante en el momento en que le informaba de que se estaba convirtiendo en mi primera víctima, no las olvidaré jamás; tampoco cuánto estaba disfrutando, hasta el punto de estar pensando ya en ese preciso momento en regalarme una reincidencia.
        Al final no encuentro opciones de éxito aquí y, de regreso a casa, improviso una visita rápida.
      Confieso que odio a toda esa gente que vende su alma, y hasta a su madre, por un puñado de votos, o por poder. Siento que no merecen vivir. Y por eso actúo así. Pero no me malinterpretéis, si no existieran dirigiría mis actos hacia cualquier otro colectivo. Me encanta reincidir en esta reincidencia. Siempre por placer, nunca por vicio.
        ¡Lástima! Al fulano que hace un momento me restregaba su aire de superioridad no le ha dado tiempo de oír mis últimas reflexiones: reposa en el suelo en mitad de un charco de su propia sangre. También su diminuta grabadora digital.
        Estoy imaginando que para cuando vuelva a ver al loquero ya lo habrán aseado cuando, de repente, me acuerdo de aquel bombero pirómano con el que siempre me solidaricé. Sí, lo reconozco, esto lo hago también, como él, para salvaguardar mi trabajo.

© Patxi Hinojosa Luján

(11/10/2020)