(Imagen tomada prestada de la red Internet)
Tampoco esta mañana me apetece salir a que me dé
el aire. Pero debo hacer un último esfuerzo, y lo hago. Ya fuera, el sol acaba
encontrándome y me hostiga con recuerdos como siempre que aparece. Aguanto sus
embestidas protegiéndome los ojos con las manos, parapetándome tras alguna
farola. Al mirar al suelo, con la barbilla hincada en el pecho, examino mi
impersonal vestimenta y me digo que necesitaría renovarla con urgencia, mas sé
que eso tendrá que esperar hasta mañana.
Como cada tarde, salen a escena
mis particulares reflexiones mientras paso las páginas de un libro casi sin
enterarme de lo que me cuentan. Acabo cerrándolo a la enésima cabezada, cansado
de intentar evitarlas.
Atravieso la noche inquieto, sudoroso, sin poder descansar
apenas. Lo de dormir quedó descartado antes de deslizarme en mi pequeño e
incómodo catre. No tengo libros a mano, no importa, tampoco hay luz; aprovecho
para seguir torturándome con mis pensamientos hasta que, de repente, el alba me
deslumbra disfrazado de potentes focos iluminando con su máxima intensidad. Entonces,
siento cómo cientos de hormigas no paran de moverse en mi estómago; esto deriva
en una sonrisa bobalicona que borra de un plumazo la acartonada expresión de
amargura que anidó en mi cara todos estos años. Hasta hoy. Hoy es el deseado
mañana de ayer. Y ojalá no me esperen muchos mañanas tan anhelados como lo fue
éste hasta convertirse en presente.
***
—Venga, date prisa, que no tengo todo
el día —apremia el funcionario que atemorizaría al mismísimo Terminator, con tal cara de rabia que
parece que haya perdido su boleto ganador del bote millonario del Euromillones,
o algo peor...
No contesto. Da igual, ellos nunca esperan respuesta alguna,
sólo que obedezcamos, y eso hacemos.
—Espera aquí fuera, y no te muevas de
la puerta —dice antes de entrar en las dependencias que almacenan las
pertenencias de los reclusos. Sale con las mías. Caben en una bolsa mediana. No
recordaba que fueran tan escasas.
Tiemblo al firmar la recogida y me insta a que me cambie en un
minúsculo vestidor. Sé que la cara de póker está pegada al otro lado porque noto
cómo las partículas de su colonia barata traspasan la gruesa cortina en zigzag,
la huelo desde aquí dentro, la distinguiría entre un millón. No me importa,
pronto habrá perdido todo poder sobre mí. Salgo de allí más vital, recuperada
una buena parte de la autoestima perdida durante estos años.
Cumplo con el último trámite y firmo con decisión en el parte
de salidas. En esta firma sí me reconozco y traspaso, por fin, la línea que
separa el mundo en blanco y negro que ya dejo de uno con escala de grises en el
que espero camuflarme.
Afuera hoy reinan las nubes y llueve con insistencia, pero sé
que el sol que intenta abrirse paso a través de ellas me perseguirá siempre
para seguir recordándomelo…
***
Acabo de atravesar la pesada puerta y me detengo. A izquierda
y derecha, detrás de mí, el muro de la prisión ha cambiado su rol y ahora me protege
del mundo bicolor. Recorro con mi vista los ciento ochenta grados visibles de
libertad. No me espera nadie, consecuencia lógica de que cuando entré en el
penal no dejé a nadie en mi equipo aquí fuera. Como no tengo otra alternativa,
me engaño diciéndome que lo prefiero así, que es lo mejor para mí.
Debo caminar con paso firme y rumbo fijo, según ellos, hacia
la reintegración en la sociedad, pero aún no sé qué significa eso. Por lo
pronto me dirijo a mi domicilio. Desde que la Justicia me retiró de la
circulación he soñado con este momento. Compruebo que ocho años y un día de
polvo no me impiden sentir la calidez de mi hogar y entro en él como si del
Paraíso se tratara. Echo un rápido vistazo para impregnarme de aquélla de nuevo
y salgo enseguida a la calle, no quiero que me inunde el sopor de la pereza.
Intentar arrancar mi coche sería inútil, ya le cambiaré la
batería cualquier día de estos. Pido un taxi. Para frente a mi destino. Pago y
entro en el edificio.
***
Estoy sentado frente a una cristalera que permite ver la
penumbra de la sala. Me han autorizado a estar quince minutos dentro y otros
quince más aquí, en la antesala. Así cada día, dos veces, todo por mi total compatibilidad
con la paciente. Lleva varios meses esperando un riñón para sustituir al único
que le queda y que está a punto de dejar de funcionar. Estoy informado de que
rara vez recibe visitas al margen de las diarias de su marido. Sé sus horarios
y lo evitaré, lo posibilita la confidencialidad que solicité y me han concedido.
Oigo llover ahí fuera, y yo estoy empapado de
una certeza: necesitaba la valentía suficiente para que alguien siguiera viviendo
con mi ayuda, aunque ese alguien fuera escogido por el azar, tal y como eligió
al malogrado ciclista al que atropellé arrebatándole la vida después de aquella
maldita fiesta. Siempre recordaré cómo el Sol, que estaba despidiéndose del horizonte,
fue testigo. Por eso prefiero la Luna.
***
Según voy despertando, una sonrisa
poco ensayada se adueña de mi semblante a la par que una sobredosis de alegría lo
va haciendo con todo mi ser. La escala de grises de mi mundo ya está mutando a paleta
de colores cuando observo, con serenidad, el vendaje que protege la que será, sin
duda, una hermosa cicatriz.
Una enfermera entra en la
habitación y me comunica que todo ha salido bien y que alguien espera en el
pasillo para agradecerme el valioso gesto. Me pide autorización para hacerle pasar.
Asiento. Sale en su busca y lo reconozco antes de verle la cara al percibir
aquel olor dulzón tan inconfundible. A cámara rápida recoloco las piezas del
puzle y, aunque parezca mentira, agradezco lo que veo… aun surgiéndome la duda de
que, en verdad, haya ayudado a esa pobre mujer.
© Patxi Hinojosa Luján
(21/03/2018)