martes, 12 de mayo de 2020

Un cuento de bolsillo

(Imagen extraída de la red Internet)

[…] En aquel momento presintió que, si seguía excavando con tal ímpetu, pronto llegaría a la cámara acorazada.
Sudaba como nunca, cosa que le sucedía siempre. Se pasó una bocamanga por la frente antes de volver a aferrar la herramienta, dispuesto a retomar la tarea. Sólo tuvo ocasión de dar un golpe más porque, de repentemente, se encontró cayendo al vacío: un segundo, dos, tres, cuatro, diez. Algo no iba bien, ya debería haber llegado y, sin embargo, te quiero... No, no, borra esto último, ¡olvídalo!, es de otra historia. Decía… sin embargo, seguía cayendo a cámara lenta por un sinuoso túnel de mullidas paredes.
Veinte segundos, treinta. Si al final acababa llegando a algún sitio, lo que empezaba a dudar, al menos lo haría sin apenas sufrir daños por el impacto; aunque empezaba a temerse lo peor, contemplaba la posibilidad de acabar arribando a las «antipáticas», como había bautizado tiempo atrás al lugar más alejado de su mundo.
Cuarenta segundos, cincuenta. Se aburría. Consultó su reloj, lo guardó de nuevo en su bolsillo y cerró los ojos. Cuando los abrió, se sorprendió en mitad de una iluminada y austera sala, sin más mobiliario que una robusta mesa elíptica de madera ubicada en el centro exacto de la misma.
En una de las paredes, una descomunal puerta acorazada, que calculó tendría no menos de medio metro de grosor, le disuadía de intentar salir por ella cuando acabara su cometido. Eso a pesar de que le había guiñado ―lo apreció con claridad―, un ojo repleto de teclas con números.
En las otras tres, un sinfín de cajas de seguridad se burlaban del ocasional e inesperado visitante, y no de forma metafórica: garabateaban en sus brillantes puertecitas traviesas muecas grotescas, como si estuvieran fabricadas con material gelatinoso en vez de resistente metal. Disfrutando de la tesitura, estaban revelándole que sólo en una de ellas encontraría solución al desafío; pero ¿en cuál?
Decidió aparcar el reto por un instante, antes de empezar necesitaba averiguar cómo había entrado allí. Buscó en el techo temiendo encontrar la respuesta, y se relajó al no hacerlo. Descubrió enseguida que lo había hecho cayendo desde abajo porque metió una pata en un agujero del suelo que casi se lo traga debido a la inversión de la gravedad. ¡Qué incorrección!, protestó.
¿Has dicho «pata»?, me preguntarás… Así es, por mucho «señor» que antepusiera a su nombre, recuerda que era un conejo, el señor Conejo.
Poco le importaba a éste a qué hora abriera el Banco Primavera. Aun así, hizo ademán de consultar su reloj; solía hacerlo cada poco rato, en un gesto obsesivo que le aportaba serenidad. Mas esta vez resultó ser en vano, sus bolsillos estaban vacíos, lo había extraviado. Intentó ignorar el contratiempo y, por raro que parezca, lo consiguió de inmediato al acometer el encargo que le había llevado hasta allí.
Aventuró que quizá no sería una tarea tan difícil: fijaría la mirada en cada una de las cajas hasta que la «afortunada» se delatara con, por ejemplo, un inoportuno parpadeo de cerradura. Sólo tendría que esperar ese instante de debilidad. Después de un par de barridos visuales, incurrió en él la número 507 que, una vez descubierta y señalada por el dedo acusador del señor Conejo, se rindió abriéndose y dejando a la vista un pequeño paquete envuelto con papel de múltiples y vivos colores. Típico de ella, murmuró, y se dirigió hasta dicha caja para apropiarse de su contenido. ¡Misión cumplida!, gritó alborozado mientras lo guardaba en el zurrón. Y como la boca de entrada al túnel había cambiado de posición hasta colocarse justo a su lado, se dejó caer por ella, deslizándose sin dificultad.
Tres segundos después se encontraba aferrándose al borde de la boca del otro extremo, evitando así caerse debido a un nuevo cambio de sentido de la gravedad ―tal es su comportamiento en las caprichosas dimensiones de estos universos de goma―. Al fin salió a la superficie con una gran sonrisa dibujada en su hocico. Se sentó en la hierba disfrutando de los sonidos y olores típicos de su bosque y palpó su zurrón, allí estaba el bulto que confirmaba su éxito. Lo sacó. Lo desembaló, con cuidado de no romper el precioso papel de regalo, fracasando como hacemos todos casi siempre. Después abrió la cajita y observó su contenido. Se quedó perplejo, ¿tantas peripecias por un mísero reloj de bolsillo…? ¡Un momento!, se dijo, y lo observó con más detenimiento: ¿con cristal de cuarzo de máxima dureza… con cadena, cuerpo y esfera de oro de 24 quilates…? ¡Es el mío, al final me alegro de haber aceptado el reto! No necesitó darle la vuelta para ver sus iniciales C.B. grabadas en el reverso porque en ese preciso instante tuvo una revelación. Comprendió entonces que lo perdió cuando ya estaba buscándolo sin saberlo y, por esa paradoja espaciotemporal tan oportuna, aliada causal del plan ideado por su juguetona amiga, consiguió recuperarlo.

Creo que dejaré que el cuento termine aquí; resulta que ahora yo… «de repentemente», siento la necesidad de pedirte disculpas y hacerte dos confesiones: la primera es que no digo semejante palabreja por casualidad, de sobra sabes que sé cómo se dice, y que tú me permites la licencia porque suena divertido.
Y la segunda… ¡que te quiero!
Ya ves, antes no hablaba en serio. No, no quiero que lo olvides. O, mejor dicho: olvida, por favor, mi torpe «¡olvídalo!»

© Patxi Hinojosa Luján
(12/05/2020)