(Imagen extraída de la red Internet)
[…] En aquel momento presintió que, si seguía excavando
con tal ímpetu, pronto llegaría a la cámara acorazada.
Sudaba como nunca, cosa que le sucedía
siempre. Se pasó una bocamanga por la frente antes de volver a aferrar la
herramienta, dispuesto a retomar la tarea. Sólo tuvo ocasión de dar un golpe
más porque, de repentemente, se encontró cayendo al vacío: un segundo, dos, tres,
cuatro, diez. Algo no iba bien, ya debería haber llegado y, sin embargo, te
quiero... No, no, borra esto último, ¡olvídalo!, es de otra historia. Decía… sin
embargo, seguía cayendo a cámara lenta por un sinuoso túnel de mullidas paredes.
Veinte segundos, treinta. Si al
final acababa llegando a algún sitio, lo que empezaba a dudar, al menos lo
haría sin apenas sufrir daños por el impacto; aunque empezaba a temerse lo
peor, contemplaba la posibilidad de acabar arribando a las «antipáticas», como había
bautizado tiempo atrás al lugar más alejado de su mundo.
Cuarenta segundos, cincuenta. Se
aburría. Consultó su reloj, lo guardó de nuevo en su bolsillo y cerró los ojos.
Cuando los abrió, se sorprendió en mitad de una iluminada y austera sala, sin
más mobiliario que una robusta mesa elíptica de madera ubicada en el centro
exacto de la misma.
En una de las paredes, una descomunal
puerta acorazada, que calculó tendría no menos de medio metro de grosor, le disuadía
de intentar salir por ella cuando acabara su cometido. Eso a pesar de que le
había guiñado ―lo apreció con claridad―, un ojo repleto de teclas con números.
En las otras tres, un sinfín de
cajas de seguridad se burlaban del ocasional e inesperado visitante, y no de
forma metafórica: garabateaban en sus brillantes puertecitas traviesas muecas grotescas,
como si estuvieran fabricadas con material gelatinoso en vez de resistente metal.
Disfrutando de la tesitura, estaban revelándole que sólo en una de ellas encontraría
solución al desafío; pero ¿en cuál?
Decidió aparcar el reto por un
instante, antes de empezar necesitaba averiguar cómo había entrado allí. Buscó en
el techo temiendo encontrar la respuesta, y se relajó al no hacerlo. Descubrió
enseguida que lo había hecho cayendo desde abajo porque metió una pata en un agujero
del suelo que casi se lo traga debido a la inversión de la gravedad. ¡Qué incorrección!,
protestó.
¿Has dicho «pata»?, me preguntarás…
Así es, por mucho «señor» que antepusiera a su nombre, recuerda que era un
conejo, el señor Conejo.
Poco le importaba a éste a qué
hora abriera el Banco Primavera. Aun así, hizo ademán de consultar su reloj; solía
hacerlo cada poco rato, en un gesto obsesivo que le aportaba serenidad. Mas esta
vez resultó ser en vano, sus bolsillos estaban vacíos, lo había extraviado.
Intentó ignorar el contratiempo y, por raro que parezca, lo consiguió de
inmediato al acometer el encargo que le había llevado hasta allí.
Aventuró que quizá no sería una tarea
tan difícil: fijaría la mirada en cada una de las cajas hasta que la «afortunada»
se delatara con, por ejemplo, un inoportuno parpadeo de cerradura. Sólo tendría
que esperar ese instante de debilidad. Después de un par de barridos visuales, incurrió
en él la número 507 que, una vez descubierta y señalada por el dedo acusador del
señor Conejo, se rindió abriéndose y dejando a la vista un pequeño paquete
envuelto con papel de múltiples y vivos colores. Típico de ella, murmuró,
y se dirigió hasta dicha caja para apropiarse de su contenido. ¡Misión cumplida!,
gritó alborozado mientras lo guardaba en el zurrón. Y como la boca de entrada
al túnel había cambiado de posición hasta colocarse justo a su lado, se dejó
caer por ella, deslizándose sin dificultad.
Tres segundos después se encontraba
aferrándose al borde de la boca del otro extremo, evitando así caerse debido a
un nuevo cambio de sentido de la gravedad ―tal es su comportamiento en las
caprichosas dimensiones de estos universos de goma―. Al fin salió a la
superficie con una gran sonrisa dibujada en su hocico. Se sentó en la hierba disfrutando
de los sonidos y olores típicos de su bosque y palpó su zurrón, allí estaba el
bulto que confirmaba su éxito. Lo sacó. Lo desembaló, con cuidado de no romper
el precioso papel de regalo, fracasando como hacemos todos casi siempre. Después
abrió la cajita y observó su contenido. Se quedó perplejo, ¿tantas
peripecias por un mísero reloj de bolsillo…? ¡Un momento!, se dijo, y lo observó
con más detenimiento: ¿con cristal de cuarzo de máxima dureza… con cadena, cuerpo
y esfera de oro de 24 quilates…? ¡Es el mío, al final me alegro de haber aceptado
el reto! No necesitó darle la vuelta para ver sus iniciales C.B. grabadas
en el reverso porque en ese preciso instante tuvo una revelación. Comprendió
entonces que lo perdió cuando ya estaba buscándolo sin saberlo y, por esa
paradoja espaciotemporal tan oportuna, aliada causal del plan ideado por su juguetona
amiga, consiguió recuperarlo.
Creo que dejaré que el cuento
termine aquí; resulta que ahora yo… «de repentemente», siento la necesidad de pedirte
disculpas y hacerte dos confesiones: la primera es que no digo semejante
palabreja por casualidad, de sobra sabes que sé cómo se dice, y que tú
me permites la licencia porque suena divertido.
Y la segunda… ¡que te quiero!
Ya ves, antes no hablaba en
serio. No, no quiero que lo olvides. O, mejor dicho: olvida, por favor, mi torpe «¡olvídalo!»
© Patxi Hinojosa Luján
(12/05/2020)