(Imagen extraída de la red Internet)
Aún no han dado las once de la noche cuando suena
el teléfono de Diego Morales. Éste responde sin dejar sonar el segundo tono, testimoniando
así el estado de máxima alerta en el que se encuentra. Aunque ni la llamada ni su
mensaje le han cogido por sorpresa, agradece que no sea de esas que traen
adjunto archivos perversos, de los que instan a maldecir a la raza humana. Se
dirige al dormitorio a cambiarse y enseguida sale de casa preparado. Siguen sin
dar las once.
Miguel Calvo ha bajado a tomar algo
al bar de la esquina después de darse una larga ducha que no le ha inducido al
sueño reparador que tanto necesitaba y que esperaba encontrar con ella. Suena
su móvil justo cuando se dispone a pedir una segunda copa, acaban de dar las
doce y media.
—¿Sí, Martínez? Espero que el
asunto sea tan importante como para justificar el molestarme a estas horas.
—…
—Entiendo, Martínez, mándeme un
mensaje con la ubicación exacta, yo llegaré lo antes posible.
Al cabo de un rato, Miguel Calvo
se sube con dos copas de más en su flamante Volvo XC60 y lo arranca con desgana.
Al virar a la derecha, lo hace con precipitación y la rueda trasera golpea con
violencia el bordillo de la acera, con lo que el vehículo culea unos
centímetros, mas enseguida endereza su rumbo y desaparece en la espesa oscuridad.
—¿Qué tenemos aquí? —pregunta el
jefe Calvo a los dos agentes uniformados que se encuentran custodiando el
cordón policial. Masca un chicle intentando disimular su aliento a alcohol a
sabiendas de que no conseguiría engañar a nadie.
—Chico muerto detrás de aquellos
arbustos; degollado, parece… —indica el primero.
—Señor subcomisario, hemos
detenido a un sospechoso merodeando en la escena del crimen —añade, con énfasis,
el segundo—. No ha opuesto mucha resistencia, llevaba encima un cuchillo
ensangrentado que bien pudiera ser el arma del crimen.
—Bien, lléveme hasta allí —ordena
a Martínez que acaba de unirse al grupo.
Llegan a un claro que se esconde
tras unos densos matorrales, ahora iluminado por potentes focos alimentados por
baterías. En la escena destaca la típica manta isotérmica, refulgiendo sobre la
silueta a la que desdibuja y que para entonces ya debería haber perdido todo su
brillo. A pocos metros, un hombre con harapos de vagabundo y las manos
esposadas a la espalda es interpelado por un par de policías, aunque sin soltar
palabra, con la cabeza gacha. Al subcomisario Calvo se le iluminan los ojos y se
dirige hacia allí.
—No pasa nada, agentes, no
insistan, ya me encargaré yo de él mañana en comisaría. Ahora llévenlo allí,
que pase la noche en el calabozo, a ver si recapacita y se decide a hablar
—ordena mientras gira dispuesto a salir de la escena del crimen.
—¿No va a inspeccionar el
cuerpo, señor? —pregunta, inseguro, el agente Martínez.
—¡Ah, sí! —responde el
subcomisario con apatía, y busca aquellos destellos dorados. Levanta la manta sólo
un palmo y la deja caer; después, vuelve a abrir los ojos.
Sólo ha pasado media hora desde
que el Sol decidió sustituir a la noche y la sala de reuniones de la comisaría parece
ya una olla en ebullición. Una decena de agentes, sentados alrededor de una
gran mesa ovalada, comparten impresiones y no reparan en que el volumen de voz
es más alto de lo deseable. Cuando dos figuras franquean la puerta, todos ellos
se ponen en pie y saludan. La comisaria Isabella Peña se adelanta ordenándoles
sentar y al segundo siguiente reina ya un espeso silencio. La comisaria Peña y
el subcomisario Calvo toman asiento en las plazas que tienen asignadas.
La primera toma la palabra:
—Como sabrán, esta pasada medianoche
recibimos la llamada de una persona que había sacado a pasear a su perro; éste
debió oler u oír algo y le llevó tras unos matorrales donde encontró el cuerpo de
la víctima en el suelo, había perdido mucha sangre pero aún vivía. Llegamos
enseguida junto con los servicios de emergencia, aunque nada se pudo hacer por
salvar su vida, falleció a los pocos minutos.
»Todo indica que nuestro asesino
en serie ha vuelto a actuar, el crimen tiene su modus operandi: la víctima es un chico joven, no mayor de
veinticinco, pelo teñido debajo de una peluca descolocada, vestimentas
femeninas; degollado, como los anteriores. Pero todo indica también que aquí
han acabado sus fechorías: hemos detenido a un sospechoso que intentaba huir de
la escena del crimen; llevaba en la mano lo que es muy posible que sea el arma
homicida, pues tiene restos de sangre que estamos analizando para confirmar si
es o no la de la víctima; al sujeto en cuestión lo tenemos «meditando» en los
calabozos, como seguro también sabrán todos a estas alturas. El subcomisario en
persona bajará a interrogarle en cuanto acabe la reunión, se ha ofrecido a
hacerlo y no le puedo negar eso a quien tantas confesiones ha obtenido. Esperamos
que el caso pueda quedar resuelto a la mayor brevedad posible. Gracias por su
atención, pueden volver a sus puestos.
La sala de interrogatorios es como
la que se ha visto en tantas películas: cubículo con poca altura, paredes grises
en las zonas donde no son blancas, una sola puerta y un espejo generoso en
tamaño que todos los detenidos saben que no es sino un cristal transparente
visto desde el otro lado y a través del cual se observa y analiza todo lo que
ocurre allí dentro. En el centro, en una mesa tan austera y ajada que pareciera
haber sido comprada en un mercadillo de lo usado, reposan dos vasos con agua y
una videocámara que ha visto mejores épocas y que a buen seguro en breve podría
pasar a formar parte del género de cualquier tienda de antigüedades
tecnológicas; ahora espera para grabar una nueva declaración. Dos sillas, una a
cada lado, completan la minimalista decoración.
Cuando Miguel Calvo pulsa el
botón, una diminuta luz roja empieza a mostrar su intermitencia, como si la
cámara se la guiñara, cómplice, al detenido.
—No me andaré con rodeos, asesinó
usted a ese pobre chico y después se entretuvo observando su obra, lo que
propició que le detuviéramos, ¿por qué hizo eso, hombre? —El subcomisario Calvo
se mantiene erguido, apoyando las palmas de sus manos en la mesa. Mira hacia
abajo observando al detenido que, sentado, tiene esposadas sus dos manos y
éstas a su vez a la mesa—. Me refiero a ambos extremos. Entiendo que no le guste
ese tipo de personas, disfrazándose de mujerzuelas siempre que pueden; le
confieso que a mí tampoco. ¡Me dan asco! Son la vergüenza de la sociedad, ¿verdad?
Pero, ¿qué necesidad tenía de matarlo? ¿No bastaba con darle una lección, un
escarmiento?
El subcomisario está utilizando
la estrategia de la condescendencia, con la que tantas confesiones ha obtenido
hasta el momento; pero el detenido no parece dispuesto a caer en la trampa y cruza
una mirada desafiante con él. Ninguno de los dos pestañea.
—¿Qué le hace pensar que hice
eso, oficial…, que pienso eso? —La voz del vagabundo no podría aparentar más
serenidad.
—¡Aquí las preguntas las hago
yo, responda! —El subcomisario ha alzado la voz, pero mantiene la calma.
—Pues no. No a lo primero y no a
lo segundo. Ni yo lo maté ni me he dejado detener.
—No lo haga más difícil para
usted. Las pruebas son claras. El chico acababa de ser atacado y usted estaba
allí con un cuchillo lleno de sangre; ahora mismo están cotejándola con la de él
para confirmar coincidencia. —El subcomisario se mantiene en pie, aunque etiqueta
la situación como bajo control— Debería confesar su crimen y acabaríamos ya.
Mira al espejo antes de sentarse
y le guiña un ojo como indicando que aquello no durará mucho más.
—¿En serio? ¿En serio cree que
están haciendo eso? ¿En serio cree que el cuchillo estaba manchado con la
sangre de ese chi…?
—¡¡No sea insolente, le repito
que aquí las preguntas las hago yo!! —Miguel Calvo vuelve a ponerse de pie
mientras empieza a gritar, ya no ve la situación tan controlada—. ¿Qué ha
querido decir? —añade con un hilo de nerviosismo.
—Esto lo está viendo la comisaria,
¿no es cierto? ¿Qué cree que pensará al comprobar que no me ha hecho ninguna
pregunta relacionada con los anteriores crímenes? ¿Es que no piensa que al
detenerme han detenido a un asesino en serie? —Respira hondo y durante unos
segundos ninguno de los dos dice nada, después añade— Claro que no lo piensa
porque «sabe» que yo no maté a aquellos pobres chicos, ¿verdad? Y ahora es
cuando empieza a dudar de todo lo ocurrido desde ayer noche.
—El protocolo indica que…, que
hay que empezar por aclarar el último crimen y después tirar del hilo. —Miguel
Calvo está cada vez más nervioso, el sudor de la frente lo constata.
—Claro que sé eso, es de primero
de Criminología, pero usted y yo sabemos que ninguno de nosotros es capaz de
esperar para hacer «esa» pregunta, que siempre nos puede la impaciencia.
—¿Nosotros, qué quiere decir con
nosotros? —El subcomisario coge su vaso de agua y se lo bebe de dos sorbos,
después hace lo propio con el destinado al detenido. Carraspea para continuar—.
¿Es que acaso es usted un antiguo compañero que ha acabado perdiendo el control
con ese chico?
—Veo que no lo ha entendido aún.
Ese chico está bien, lo que parece sangre sólo es un colorante como los que
usan en el mundo del cine y todo esto es un montaje para hacerle creer que
podría respirar tranquilo al saber a un pobre diablo entre rejas por imitar al
verdadero asesino en serie.
—¡¿Cómo se atreve?! —Hace un
intento de golpear al detenido pero se frena en el último instante sabiéndose
observado. Intenta recuperar el control y contraataca—. Los tiene usted
cuadrados al atreverse a soltar todo eso. ¡Confiese que mató a ese joven!—Recapacita
un instante, alterado, y apuntilla— ¡¡Y a los anteriores también, confiese de
una puta vez!! —La voz del subcomisario suena hueca, carente de convicción.
En ese instante, los dos se
incorporan de sus asientos y, como si de un juego de tanteo se tratara, ambos
se buscan a cámara lenta girando alrededor de la mesa. Lo hacen en el sentido
contrario a las agujas de un reloj —como si quisieran retroceder en el tiempo
para corregir errores—…
«Sabemos que tienes un hijo aficionado a ciertas transformaciones
nocturnas, que avergonzarían a cualquiera con unos principios tan rancios y
obsoletos como los tuyos, aunque nadie espera que alguien llegue tan lejos como
para aplacar su ira quitándole la vida a unos pobres chicos en un claro intento
de culpabilizarlos por los supuestos desvíos de su propio hijo. —Al detenido le hubiera gustado gritar todo eso, sí, pero lo sustituye
por un duelo de miradas.»
…hasta situarse justo enfrente de donde
estaban hacía escasos segundos, y allí se detienen. Después se dejan caer en
las sillas los dos a la vez. Miguel Calvo advierte que el vagabundo se ha
deshecho de las esposas; no sabe en qué momento lo ha hecho, pero no le da
importancia, ya no la tiene para él.
—Por cierto, el chico del
simulacro es Fernández, un compañero de asuntos internos. Está tan vivo que ahora
mismo nos está observando junto a la comisaria. Yo soy Morales, Diego Morales.
Desde que se cometió el segundo crimen, empezamos a sospechar que estábamos ante
un asesino en serie. Cuando obtuvimos la primera prueba, no podíamos creer que
un compañero hubiera sido capaz de cometer semejantes asesinatos; ni ahora que
después haya sido tan inocente como para caer en esta improvisada trampa.
—¡¡¡No tenéis ninguna prueba
contra mí, ni la tendréis jamás!!! —Calvo alterna una mirada rabiosa entre Diego
Morales y el espejo, mientras la luz roja intermitente ahora es a él a quien
observa aunque sepa que esos guiños ya no son de complicidad.
—¿Ah, no?, entonces dinos que
hacía tu ADN entre los dedos del chico asesinado el mes pasado —acepta el tuteo—,
cómo llegaron allí ese par de pelos tuyos…
El subcomisario Miguel Calvo se
mesa los cabellos y, al observar que tiene algunos pegados por el sudor a las
palmas de sus manos, gimotea derrumbándose:
—¿Cómo he sido capaz de pasar
por alto ese detalle, cómo he podido menospreciar esta maldita alopecia? —En su
lamento, se golpea con rabia la frente con ambos puños.
—Quizá el exceso de alcohol que te
acompaña en los últimos tiempos haya ayudado a minimizar tus reflejos —interviene
Diego Morales—. Te diré que fue a raíz de encontrar esas evidencias —en aquel
momento circunstanciales, lo sabemos— cuando entró en acción mi brigada; entonces
eliminamos del informe los análisis inculpatorios para que tú no sospecharas
que te seguíamos la pista, a la espera de alguna prueba concluyente.
»Y, como no podíamos esperar
hasta que cometieras otro fallo que te delatara, porque no podíamos permitir más
asesinatos, propiciamos que lo hicieras lo antes posible en un interrogatorio,
justo donde te mueves como pez en el agua, donde nunca fallas. Ha sido esa
seguridad tuya en estas lides la que te ha hecho bajar la guardia y entrar al
trapo. Es paradójico, pero esta toma de declaración, al igual que antes nosotros
dos en torno a la mesa, ha acabado dando un giro que nunca hubieras esperado, un
giro de ciento ochenta grados.
© Patxi Hinojosa Luján
(24/05/2018)