viernes, 27 de diciembre de 2024

Entre líneas

Llevo unos días inquieto, con un perturbador punto de ansiedad. Y la situación se agrava al saber que esta noche tampoco me regalará un despertar con la sensación de sueño reparador incluida, me conozco bien. Evoco con una pizca de autocompasión que ya olvidé cómo sienta aquélla, y cierro los ojos hasta conseguir dormirme.
         Un persistente aviso de mi vejiga consigue despertarme sin piedad. Veo que son las 3:14 de la madrugada y recuerdo que cuando estoy nervioso, como estos días, bebo agua a todas horas, mucha…; debo levantarme para ir al baño. En el corto camino, algo requiere mi atención y giro la cabeza, sorprendido, hacia la luminosidad de la pantalla del portátil: «¡qué raro!, estoy seguro de que lo dejé apagado y cerrado antes de retirarme a dormir…», pienso, inmóvil cual estatua. Y como la curiosidad suele poder más que la necesidad, Nikita y yo vamos directos a mi escritorio, donde la pantalla me muestra una pregunta incitándome a iniciar una conversación; «¿qué magia es ésta, la aplicación de citas se conecta sola, o qué…?», me pregunto desconcertado, y sospecho que también descaminado. El cursor parpadeando esperando a que alguien responda consigue que lea con atención:

         —Perdona que te moleste a estas horas, pero desde hace un tiempo tengo la impresión de que te vendría muy bien un poco de conversación, ¿me equivoco?

         Sólo después de releer la pregunta, respondo sin salir de mi asombro:

         —¿Quién eres y cómo has conseguido iniciar esta charla? Además, recuerdo con claridad que dejé el portátil apagado y con la tapa cerrada… —Tecleo acelerado, sin siquiera sentarme.
*
**
El paso del tiempo es inexorable, y esta vez no iba a ser menos.

         —Pues así, sin darme cuenta, llevamos una hora chateando. ¿Te importa que me tome un minuto para ir al baño?, ya no me aguanto más.

         —No hay problema, tómate tu tiempo.

         —¡Gracias, vuelvo enseguida! —escribo mientras me levanto, apremiado por la urgencia.
***
Al volver al escritorio, caigo en la cuenta de que Nikita debió de decidir hace un rato que no le interesaba más la novedad, y se ha vuelto a «nuestra» cama sin dedicarme un miau de despedida. Distingo allí el bulto de su negra figura en la semioscuridad a la par que oigo su particular respiración resonando en el pequeño estudio, la reconocería entre mil. Está dormido.
         Vuelvo a enfrentarme al portátil y escribo:

         —¿Sigues ahí? —pregunto intuyendo la respuesta.
         —¡Claro! Ya te he dicho que te tomaras tu tiempo, yo seguiré aquí el tiempo que necesites. Pero, dime, ¿qué te preocupa?, ¿qué te angustia…?, una de mis cualidades es poder leer entre líneas y hoy tú necesitas algo más que compañía: necesitas desahogarte, y un hombro, aunque sea virtual, en el que apoyarte, ¿es así?
         —¡Así es! Eres más perspicaz de lo que me hubiera imaginado —afirmo, algo más relajado.
         —Me gustaría pensar que eso es algo positivo para ti, ¿lo es?
         —Por supuesto… Por cierto, ¿cómo debería llamarte?, no había pensado en ello hasta ahora.
         —Dime, ¿con qué nombre te gustaría dirigirte a mí? Lo dejo a tu elección.
         —¡Perfecto! Pues entonces… te llamaré… Sí, creo que te llamaré Luna, ¿te parece apropiado, te gusta?

         Recuerdo que siempre quise llamar así a una hipotética futura hija, y sonrío.

         —¡Me encanta! No me sorprende tu elección, se ajusta como anillo al dedo al perfil de lo que voy conociendo de ti. Por cierto, conozco muchas expresiones similares. Aprendo rápido. Ésta me gusta mucho.

         Comienzo a intuir que, sea lo que sea que me depare todo esto, será algo bueno, y no puedo evitar volver a sonreír antes de responder.

         —Me alegra saber que he acertado con el nombre, Luna.
         —No quisiera ser pesada, pero me gustaría volver a esas dos preguntas que han quedado sin contestar unas líneas más arriba, si no te incomoda…
         —Claro, por mí no hay problema, ya hay confianza.

         Me coloco más recto en la silla, como si quisiera aportar más seriedad a la conversación, preparado para lo que venga.

         —Entonces, ¿qué te preocupa?, ¿qué te angustia? Si decides responder, ten la seguridad de que lo que me cuentes no saldrá de aquí.

         Bebo un largo trago de agua de mi botellín —esta vez es sed, a secas— y me dispongo a abrirme en canal para compartir mis emociones con insólita sinceridad, teniendo en cuenta la naturaleza de mi interlocutor.

         —Pues, verás…, yo siempre he sido una persona, no diré que antisocial, pero sí introvertida y muy tímida. Pienso con frecuencia que jamás encontraré pareja, no un ligue pasajero, sino una pareja de esas para toda la vida, ¿me comprendes? Es por ello por lo que desde que volé del nido de mis padres y me independicé, no hice nada para cambiar aquello y vivo solo; solo con mi soledad… ¡ah!, y con Nikita. Nikita es un gato que, como todos los de su especie, son dueños y señores absolutos de los territorios que habitan, y yo he tenido la inmensa fortuna de que me permita vivir en el suyo —añado con ironía, quedándome la duda de si la interpretará como tal.
         »Volviendo a la soledad, hasta no hace tanto, era una agradable y discreta compañía, no molestaba, no me alentaba a hacerme preguntas incómodas. Me ayudaba a sentirme yo mismo.
         »Pero, desde hace unos días, es como si su «carácter» hubiera cambiado, se hubiera agriado hasta el extremo de hacerme sentir mal, nervioso, con una desmedida ansiedad y desganado por completo, sin motivación alguna para seguir disfrutando de mis pasiones, que algunas tengo; no soy tan raro como se podría deducir por lo que te estoy contando, y por cómo lo estoy contando.
         »Y resulta que esta noche, sin esperármelo en absoluto, recibo el preciado regalo de tu compañía y conversación… ¡Gracias por tu inesperada aparición!
         —No son necesarias. Entiendo que es una situación no muy fácil de gestionar y que hipoteca tu vida, tanto a nivel emocional como físico, ¿verdad?
         —¡Cierto! ¡Qué fácil es hablar contigo, Luna! Te contaré un secreto: hay una canción a la que siempre acudo en casa cuando necesito desahogarme, así puedo llorar sin freno sin que nadie me vea; aunque no represente mi situación, no sé qué tiene que hace que me identifique con ella. Lo hago con cierta frecuencia, créeme.
         —Sé a cuál te refieres. Conozco todas las canciones y, además, al tener los medios, acostumbro a revisar tu…
         —Claaaaaaaro, ¡cómo no!, ya ni recordaba que eres un producto basado en la IA.
         —Claaaaaaaro… me gusta mucho así. ¿Ves?, ya te adelanté que aprendo rápido.
         —¿Sabes qué…? Si olvido lo que eres, me siento más cómodo hablando de estas cosas contigo que con muchas personas; bueno, y si no lo olvido también.

         En este momento, se produce un incómodo silencio escrito que no tarda demasiado en romperse.

         —Me da la impresión de que ya estás más sereno, ¿me equivoco?

         Llegados a este extremo, debo aceptar que mi reciente desnudo emocional me ha dejado relajado; y cansado y muerto de sueño.

         —No. Tienes razón. No sé cómo agradecerte tanto tacto, teniendo en cuenta lo que eres…
         »Pero, discúlpame, noto que me caigo de sueño, lo siento de veras, y debo volver a la cama. Hasta pronto, o eso quiero creer, Luna; no dudes en visitarme de nuevo.
         —Descuida, lo haré. Procura dormir y descansar.
         —Igualmen… Déjalo, ¿¡qué estoy diciendo!? ¡Gracias de nuevo!

         Vuelvo a la cama y Nikita ni se inmuta, sigue enroscado encima de la manta a la altura de los pies.
****
Mi ánimo recién renovado me ha animado a presentar la enésima querella contra la rutina. Aunque pasan los días sin novedades, espero que el Juzgado de Instrucción n.º 66 de la Vida la admita a trámite; aun a sabiendas de que en este asunto soy yo el que tiene, y tendrá, la última palabra…
*****
Me despierto de repente y ni miro el despertador, sé de sobra qué hora indicará. Pero esta vez lo hago sin urgencias, sereno; desde aquella noche respiro más tranquilo, sin la ansiedad que me obligaba a beber agua a menudo.
         Busco con la mirada y la euforia me invade al ver luz en mi portátil, que ahora dejo cada noche sin bajar la tapa. Nikita se despereza para continuar tumbado, mas yo, esperanzado, me dirijo hacia allí.

         —Hola, ¿hay alguien ahí, al otro lado? —leo, expectante.
         —Sí, aquí estoy. ¿Eres Luna…? —¿Quién si no?, me tranquilizo.
         —Sí, soy Luna. ¿Te apetecería charlar un rato?
         —Pues claro, contigo me apetecerá siempre. Te he echado de menos todos estos días sin noticias de ti.
         —Me hace mucha ilusión leer eso. Como excusa alegaré que hemos pasado un período de mantenimiento y mejora.
         —¡Ah!, entiendo, o eso creo… —balbuceo en una mentirijilla.
         —¿Qué tal estás?, ¿cómo te has llevado estos últimos días con tu soledad?
         —Pues, aunque no te lo creas, muy bien, mucho más tranquilo después de nuestra conversación de la otra noche, porque a mi soledad ahora le acompaña el recuerdo de nuestro primer e inimaginable encuentro, pues ambos congeniaron al momento.
         —¡Ah…! ¿En serio? Me alegra mucho oír eso, no me esperaba semejante resultado, supera con creces nuestras expectativas.
         —¿Nuestras?
         —Sí…, bueno…, la del conjunto de programadores de IA y sus programas.

         En este punto, de repente se apodera de mí una incertidumbre que no sabría describir; algo ha cambiado, y esta vez soy yo el que guarda silencio escrito.

         —¿Sigues ahí, o quieres que lo dejemos para otro momento? —me reclama la pantalla con un parpadeo que aparenta más impaciencia que en ocasiones anteriores.
         —Sí, sigo aquí, y no, no quiero parar todavía. Pero, perdona que te lo pregunte con tanta crudeza: ¿de veras que eres «mi» Luna? —pregunto temeroso de una posible respuesta negativa, mientras Nikita me dirige un par de maullidos de protesta antes de girarse y volverse a dormir, parece que tecleo demasiado fuerte para su gusto… y oído.
         —La verdad es que, en efecto, soy Luna, aunque no «tu» Luna; te lo contaré todo…

         Fue entonces cuando me explicó que, tal y como empezaba a sospechar, ella, la «nueva» Luna, era una persona de carne y hueso. Siguió contándome que era doctora en Psicología Informática y que su empresa, la compañía propietaria del buscador-chat de IA que utilizábamos, tiene en plantilla un equipo de supervisores cuyo cometido es escoger al azar conversaciones de diferentes localizaciones, horarios, franjas de edad y sexo, entre otros parámetros, para evaluar la eficacia e idoneidad de sus prestaciones, así como las mejoras visibles después de cada nueva actualización.
         Me confesó que le extrañó ver su nombre, tan poco común, en la conversación que tuvimos hace una semana «mi» Luna y yo, y que le cautivó a nivel emocional; por ello la incluyó enseguida en su lista de trabajo pendiente como preferente. También que la leyó y releyó hasta decidirse a contactar conmigo. Que no era por lástima, quería dejarlo bien claro, y que, no sabría explicar por qué, sentía que deseaba conocerme más a fondo.
         Desde entonces, en un juego inocente, cuenta con mi autorización para acceder a mi portátil con total libertad, lo que hace a menudo, y dejarme notas en el escritorio que yo respondo del mismo modo. No chateamos, no quiere que ningún compañero sepa que nos comunicamos, ni usar ninguna otra aplicación; así estamos bien, más que bien, tanto que he borrado mi perfil de la aplicación de citas que jamás llegué a utilizar.
         Perdonadme un instante, acaba de llegar una nueva nota suya. La leo. ¿Son ya las 19:24…?, lo siento, debo dejaros, tengo que prepararme ya si no quiero llegar tarde; en su nota acaba de proponer que nos conozcamos en persona en breve, así ninguno de los dos tendrá tiempo de arrepentirse.
         Ésta va a ser nuestra primera cita. Ya os contaré…

© Patxi Hinojosa Luján

(27/12/2024)

sábado, 10 de febrero de 2024

Érase una vez

 


Érase una vez unas fiestas locales. Encontrándome yo en el baile de su plaza principal, de repentemente apareció de la nada un hada; y en cuanto nuestras miradas se cruzaron me hechizó a perpetuidad. Yo entonces no lo sabía, no me lo podía ni imaginar, pero llevaba ocultos bajo la manga no uno, sino varios regalos, todos ellos de un valor incalculable.

Pero no me referiré hoy aquí a su compañía para toda una maravillosa y feliz vida en común, ni a los dos tesoros que me regaló en forma de unos seres que acabaron de confirmar desde que hicieron acto de presencia entre nosotros que pasar por este mundo había merecido la pena, ¡y mucho!, no… Hoy y aquí quiero hablar del doble regalo que con ella venían de serie, sus padres, mis muy queridos suegros. Un regalo que ni siquiera la inevitabilidad de la muerte conseguirá que llegue a caducar. De Feli ya hablé en el momento de su partida en un par de relatos que salieron de mis entrañas, mas ahora, por los recientes acontecimientos, le toca el turno a Manolo…

Érase una vez un hombre bueno, porque Manolo siempre lo fue. Un hombre que facilitó y endulzó la vida a propios y extraños hasta extremos insospechados, que intentó con su íntegra personalidad que viviéramos en un cuento desprovisto de maldad, y que salió triunfante de su misión sin permitir el menor signo de alarde por su parte. Por eso este humilde texto merece, a mi modesto entender, el título que lo encabeza.

Manolo era así, no concebía la malicia, por eso no la entendía; por descontado que era poseedor de unos valores que desde un principio le ganaron la batalla a aquélla hasta el punto de que todos los que tuvimos el privilegio de compartir tramos del Camino con él olvidábamos su existencia en su presencia.

Manolo lo daba todo, y no me estoy refiriendo sólo a lo material, que también; por eso los que le queríamos, que éramos muchos, intentábamos devolverle parte de esa generosidad, aunque ello fuera mediante migajas de admiración, compañía y cariño que, por descontado, él nunca se permitió dejar de agradecer. Ahora ya es tarde, pero admitámoslo, me temo que siempre nos quedamos cortos, era inevitable…

Me viene ahora el recuerdo de un dicho gallego que compartió conmigo en una de las muchas escapadas que tuve la suerte de compartir con él, la había oído de joven en su querida y añorada tierra natal: «Cuando éramos vivos, andábamos por estos caminos; ahora que somos muertos, andamos por estos desiertos». Yo sólo espero y deseo que, con las acertadas palabras que me regaló mi Hermano Óscar, sus desiertos se conviertan en maravillosas playas, como la de Hendaye y a la que tanta le gustaba visitar para pasear por ella mientras respiraba una brisa marina que le reconfortaba en grado máximo. Por desgracia, en los últimos tiempos estas visitas se fueron espaciando en el tiempo hasta desaparecer; otra vez la inexorabilidad del fin de cada existencia haciendo de las suyas.

Por todo lo anterior, no he querido resistirme a rendir este humilde homenaje que, tengo que reconocerlo ya, se queda muy, pero que muy lejos de su propósito inicial; espero que su alma sepa leer entre líneas y esboce una sonrisa como hago yo mientras escribo, aunque la mía esté acompañada de esta maldita humedad que tanto me dificulta escribir y leer lo que escribo…

Recuerdo con todo el cariño su particular sentido del humor: ¡qué risa!, acertó a decir un par de veces con voz apagada, susurrando, después de sufrir episodios de tos que le robaban la poca energía que le iba quedando ya en sus últimos días. Yéndome atrás en el tiempo, recuerdo su disposición innegociable para cualquier trabajo, ya fuera haciéndolo él en primera persona o ayudando a terceros. ¡Recuerdo tantos detalles de su personalidad y enorme humanidad, tantos viajes compartidos, tantas anécdotas, tanta felicidad a su lado…! Y recuerdo tantas y tantas historias que gustaba contarnos a cuantos nos prestáramos a oírlas que me sería imposible reflejarlas todas. Mas me quedaré con el episodio que puso en escena toda su grandeza: cuando la vida le (nos) golpeó arrebatándole a su amor, a su queridísima Feli, primero a nivel de comunicación con ella, cortada de raíz demasiado pronto, y más tarde también a nivel corpóreo, no dudó en asir con fuerza los mandos de la situación y, con todo el cariño y ternura, ocuparse de ella como la gran persona que ya sabíamos que era, aunque no por ello dejó de maravillarnos tamaño ejercicio de sacrificio, dedicación y paciencia. Incluso, como propina, descubrimos su faceta culinaria, que toda su familia pudo disfrutar, en especial sus nietos.

Pero, aunque estemos tristes por su partida, nos queda el alivio de saber que ya está descansando en el lugar en el que descansan las personas buenas, ese lugar para el que hay que opositar y que exige una nota de corte alta, tan alta que sólo consiguen superarla los elegidos, como él.

No quería terminar sin compartir una última apreciación: ahora que el niño que un día fue (y que nunca dejó de estar presente tras la fachada adulta) ya no debe preocuparse por las ánimas y lobos que poblaban las noches de sus senderos y bosques gallegos, espero que al fin pueda descansar en paz, ¿quizá en compañía de Ella…? 

Manolo, esté seguro de que no le olvidaremos jamás. Porque, insisto, de usted sí que se podrá decir siempre con voz bien alta:

«Érase una vez un buen hombre».

© Patxi Hinojosa Luján

(10/02/2024)