Aunque
hace ya muchos minutos que terminó de prepararlo todo, algo intangible la retrasa
a la hora de ponerse en marcha; recuerda entonces que nunca pensó que fuera a
ser fácil. Al fin se deshace del bloqueo que la atenaza y sale de su habitación;
deja allí una impresora que, olvidada, guiña uno de sus pilotos con precisa
cadencia suiza demandando papel para su vacía bandeja.
Cuando
Alicia abandona su apartamento opta por las escaleras, y lo hace retando a las
matemáticas y a la física al bajar dos peldaños cada tres pasos.
Apenas
ha comido y aun así su estómago es un manojo de nervios que amenaza con
liberarse de todo lo que da vueltas en él sin conseguir encontrar su función ni
su camino. Sin embargo, su apariencia presenta un aspecto sereno que esconde su
verdadero estado, cercano a la ansiedad. Alicia no es religiosa, aunque sin
saber por qué se persigna al salir del portal con la suficiente pericia. La
suerte está echada. Empieza a caminar calle arriba con parsimonia, como si hubiera olvidado quitarse del todo el freno de mano.
No
llueve, pero hace algo de frío y un molesto viento. Lleva una carpeta con
documentos apretada contra su pecho, recordando sus tiempos de colegiala y, al hacerlo,
una lágrima de añoranza se estrella contra el suelo sembrándolo de mil y una
partículas de incertidumbre que enseguida se evaporan.
Constata
que está sudando, sabe que desde que salió de casa. «Son los nervios» —se dice Alicia—, y acelera en los escasos veinte metros que le separan
de su destino. Se detiene frente a un panel de timbres y fija la mirada en uno
que ya conoce, no es la primera vez que se para allí, aunque sí lo es con el guion
definitivo que lleva bien memorizado. Respira hondo y dirige una mano
temblorosa hacia el primero B. Su dedo índice no acierta a la primera, mas
acaba pulsándolo. Una, dos, tres veces… Parece que no vaya a haber respuesta
cuando un sonido electrónico la sobresalta. Se oye un eco con una respiración,
y a continuación unas palabras…
—Sí, ¿quién es? —Una voz con el tono de una persona
mayor suena recelosa.
—Encuesta del ayuntamiento, ¿podría abrirme, por favor? —indica Alicia intentando desprender credibilidad.
—Pero, si yo no he llamado a nadie… —duda la anciana, denotando desconfianza.
—Verá, estamos haciendo una encuesta desde el ayuntamiento y hoy le toca a
los vecinos de su calle —Alicia carraspea y necesita toser un par de veces para proseguir—. Necesitamos ver qué necesidades hay
para estudiar posibles ayudas —improvisa, al temer no ser atendida.
Durante
unos instantes no se oye sonido alguno por el interfono y su ruido de fondo se
confunde con el silencio que rodea a Alicia, cuyo corazón empieza a latir más
rápido y fuerte, lo que por un momento le hace temer sufrir una crisis de
ansiedad. La voz de la anciana le llega por sorpresa atajando tal posibilidad:
—Ya le abro, vivo en el primero, letra B —dice la señora, sin darse cuenta de
que esos detalles sobran.
—¡Gracias! —responde con voz temblorosa Alicia; y se oye un sonido metálico en la cerradura
de la puerta que aprovecha ella para abrirla y pasar al portal donde se detiene
unos segundos a regular su respiración.
Decide
subir por las escaleras; «total, es solo un piso» —se dice.
Cuando
llega al primer piso se enfrenta a la puerta B. La encuentra entornada y aprecia
que es por causa de una cadena de seguridad. La señora de la casa aparece a
través de la rendija y la examina de arriba abajo y de abajo arriba. Debe
aprobarla puesto que al momento cierra la puerta para retirar la cadena y la vuelve
a abrir de par en par mientras le invita a pasar.
—Pase usted, estaremos más cómodas allí —y le indica la pieza que debe ser el
salón-comedor que ofrece su generoso espacio al fondo del pasillo.
—¡Muchas gracias, es muy amable! —responde Alicia mientras pasa a la vivienda junto con
todas sus dudas y temores. Se congratula al constatar que ha conseguido infundir
confianza en una primera impresión, aunque no lo muestra en su semblante. Se
felicita por ello, por todo ello.
Se
sientan una al frente de la otra dejando una pequeña mesa baja en medio. La
joven hace ademán de mostrar su carnet de encuestadora pero un gesto de la
anciana le dispensa de enseñárselo. La joven respira tranquila, y no solo en
sentido figurado, desconociendo hasta qué punto habría resultado convincente su
trabajo con la impresora.
Ha
pasado poco tiempo cuando la anciana se deshace del poco recelo que le queda y empieza
a tratarla con la ternura con la que quizá —piensa Alicia— se trate a una nieta; con tal puerta abierta, también
Alicia se dirige a la anciana con la ternura —está segura— que merecería su abuela, incluso si
la acabara de conocer…
El
aire se inunda con preguntas más o menos mecánicas al provenir de la burocracia
más impersonal y de respuestas que no en todos los casos acaban plasmadas en la
casilla destinada a ello. Pero enseguida llegan las preguntas más personales,
sobre familia, sobre parejas, hijos, nietos, separaciones... Alicia quiere
saberlo todo de la que podría ser su abuela y, sin pretenderlo, hacer aflorar
recuerdos escondidos en lo más profundo de su mente y de su corazón, los de las
dos.
De
las primeras miradas de reojo han pasado ahora a las sonrisas, y la estancia se
llena de calma, de paz, de caricias mano a mano. Todo ello se aliña con un aromático
té y unas pastas caseras que desaparecen como por arte de magia cuando la
encuesta lleva concluida un buen rato.
Un
par de silencios después, estos se rompen…
—Bueno, no la entretengo más, tendrá que seguir con sus encuestas —comenta
la anfitriona sin mucho convencimiento.
—Sí, claro —responde Alicia con menos convicción; después cierra su carpeta con los
folios dentro y se levanta para despedirse.
—Si quiere, puede pasarse cualquier otro día a tomar un té, aunque aún no
sepa si me corresponde alguna ayuda o no, siempre es buena hora para tomarse
uno en buena compañía —invita la dama que durante un corto lapso hace alarde de una mirada
cuyo brillo pareciera haber rejuvenecido diez años.
—Descuide, así lo haré —responde Alicia desprendiéndose de su disfraz de encuestadora
por enésima vez.
Recorren
despacio el pasillo, fotograma a fotograma, ahora en sentido contrario hasta la
puerta de entrada, y Alicia se despide con un «hasta pronto». Se está dirigiendo a las escaleras
cuando, de repente, vuelve sobre sus pasos dando media vuelta y le planta un
beso en la frente a la anciana, sonoro como beso de tía lejana. María se lo
agradece con un brillo reconocible para la joven, y se adentra en su vivienda
andando más erguida que las imágenes de sus espejos recientes.
Ya
en la calle, Alicia valora todo lo acontecido en la última hora como muy
positivo, matizando que incluso ha superado sus expectativas, y se encamina a una
calle cercana a realizar su segunda y última encuesta. Porque ahora sí está
segura, ya está preparada...
***
Han
pasado unos días. Brilla el Sol y a Alicia le da la impresión de que su mochila
se ha descargado de bastante peso, pero solo del peso sobrante. Hace días que no
para de cantar y no cree que pueda hacerlo nunca. Deposita un sobre en un buzón
de correos y la cara se le humedece; por fin puede llorar de alegría todo lo
que antes rio de tristeza.
***
Mientras
en su casa Alicia juega al escondite con sus gatos —sus espejos son testigos—, María se dispone a abrir,
impaciente y nerviosa, una carta que acaba de recibir. No lleva remite, mas imagina
quién puede haberla enviado…
«Señora María, quisiera confesarle algo, le debo una explicación: Gracias
a su amabilidad he encontrado la fuerza suficiente para enfrentarme a mis
miedos y vencerlos. Necesitaba un traje con el que vestirme de valiente y así
animarme a visitar y conocer a la abuela que nunca tuve. Verá, mi madre era
adoptada y toda su vida luchó por conocer a la suya, pero su vida fue muy corta
porque justo cuando la localizó enfermó y no tuvo el valor ni el tiempo de
enfrentarse a su pasado junto con los motivos que hubiera en él para justificar
aquella decisión que tantas horas de sueño le robó. Pensé que lo de la encuesta
sería una buena idea, pero que necesitaría probarme antes. Le pido disculpas
por ello, por haberla elegido a usted para dicha prueba; la conocía de
habérmela cruzado alguna vez por el barrio, y cuando aprendí a leer en sus ojos
supe que me ayudaría. Todo esto lo he hecho por mi madre, se lo debía, pero
también por mí, y no puedo estar más feliz por lo que a estas alturas ha
compartido mi abuela conmigo, pero sobre todo por tenerla ahora en mi vida.
Gracias, muchísimas gracias. Nos volveremos a ver, no piense que voy a
renunciar así como así a sus deliciosas pastas… Suya para lo que necesite,
Alicia, no lo dude. Mi dirección y teléfono son […]»
Alicia
sigue con su juego, a la espera de que llegue la hora de reunirse un día más con
su abuela; ha encontrado a esa persona que tanto añoró y con ella en su mundo
este vuelve a parecerse, al fin, a su mil veces imaginado «país de las maravillas».
© Patxi Hinojosa Luján, desde el otro lado
del espejo…
(10/03/2017)