Estoy visualizando el apartamento
ubicado en un séptimo piso. Recuerdo cómo él insistió en que viviéramos en
altura; más que nada por seguridad, decía. Y como yo creía que estábamos
inmersos en una relación plena de felicidad compartida, ese detalle me daba
igual; el de la altura, quiero decir, no el de la seguridad, que siempre fue para
mí una obsesión.
Veo
con claridad aquellas paredes, semidesnudas, intentando tapar sus vergüenzas
con varios cuadros que no enmarcaban más que algún que otro reconocimiento en
forma de medalla al mérito «tal», o diploma al merecimiento «cual», expedidos todos
a nombre de varón, al suyo, y no puedo evitar que se me escape una sonrisa
burlona, sin siquiera girarme para contemplar mis…, nuestras nuevas paredes.
No
negaré, aunque me duela aceptarlo, que nuestra relación fue una gran mentira salpicada
de paradojas. Como la de la temperatura que imperó de continuo en la vivienda, fija
a veintiún grados gracias al termostato digital, y que veíamos reflejada en el
moderno termómetro mural; él se empeñó en instalar ambos elementos para vanagloriarse
una vez más de controlar, él sí, todas las novedades tecnológicas del mercado. Pero
pese a ello allí todo estaba frío, porque todo era frío. La realidad, tozuda, enseguida
contradijo a la iluminada pantallita: soportábamos una temperatura ambiental gélida
desde antes incluso de nuestra alianza tácita de no tener hijos.
Y ahora
me acuerdo muy bien del día y del momento preciso en que empezó el final, pues se
quedó fijada en mi retina la imagen de la sobria y robusta mesa de madera maciza,
colocada en el centro del salón comedor, con los dos servicios de desayuno: de
uno ya se había dado buena cuenta y estaba sin recoger, el otro, el mío, aún se
encontraba a medias…
*
—Nos
vemos en comisaría —acerté a decir, aunque Ádam no pudo oírlo, envuelto como
estaba en la onda expansiva del portazo que acababa de dar tras de sí y que hizo
temblar medio edificio.
Nos
vemos en comisaría, como todos los días…, murmuré antes de ponerme sin ganas a intentar terminar lo
que me quedaba de desayuno, tan poco apetecible a esas alturas como insoportable
se había convertido la convivencia con mi marido. Y, para colmo, tenía que
aguantar su presencia en la oficina cuando él no estaba de investigación sobre
el terreno como el inspector de la brigada criminal que era. Yo, siendo también
policía, ejercía más bien de funcionaria de las de ventanilla, pues realizaba
labores administrativas permaneciendo todas las horas de mi jornada laboral en
ese cubículo que tanto llegué a odiar, y no por el trabajo en sí sino por haberse
convertido en la prolongación física de mi hogar.
Debo
reconocer que reaccioné tarde, y menos mal que lo hice, porque lo cierto es que
en esos momentos me encontraba ya entre la espada y la pared, y lo triste es
que había llegado hasta esa situación sin ninguna capacidad de reacción. Aunque
lo más triste fue, en realidad, que casi hasta el final me autoengañé suavizando
mis impresiones sobre nuestra vida conyugal: solía argumentarme que Ádam me
había puesto la mano encima en muy escasas ocasiones, y nunca hasta entonces con
demasiada furia, crueldad o ensañamiento; es por ello que optaba por disimular las
escasas evidencias que él procuraba no dejar con brochazos de maquillaje, y es
ahora cuando reparo en que iban cargándose poco a poco de más y más rabia. Y ya
puestos, a nadie extrañará que confiese que, en mi particular travesía del
desierto, conocí también de primera mano el otro tipo de vejaciones, las
sicológicas, las de los menosprecios, desprecios e insultos, las de los gritos
en plena cara aliñados con gestos amenazantes; las sufrí ya durante los primeros
meses de matrimonio, aunque pronto fueron eclipsadas por las físicas. Por desgracia,
tengo suficiente material por mi experiencia como para escribir un tratado completo
sobre violencia machista.
Sin
embargo, no podía contar nada a nadie. La oficina del trabajo —por la línea
directa que mantenía con la que gestionaba las denuncias de malos tratos— no hubiera
sido mal lugar para desahogarse y denunciarlo, si no fuera porque tenía la
seguridad de que casi nadie me creería: «con lo buena persona que es Ádam, ¡y tan
trabajador!» —Me imaginaba oyéndolo entre cuchicheos, susurros cómplices de mis
compañeros a mi espalda—. Por otro lado, los pocos que sí aceptaran mi versión,
se cuidarían bien de no entrometerse en semejante asunto, para no verse comprometidos
por tan delicado asunto; al no poder presentar yo ninguna prueba concluyente, lo
mejor para ellos sería mirar para otro lado.
A veces,
soy humana, me vencía la añoranza de la época marcada por el juego de «piel contra piel». Acostumbraba a rememorarla, la
nostalgia debilitándose por momentos, intentando recordar cuándo fue la última
vez que lo jugamos sin que estuviera deseando que acabara lo antes posible; en
verdad me costaba trabajo visualizarlo de tan dispersas que estaban imágenes y
sensaciones por el paso del tiempo, un tiempo de creciente infelicidad.
Pero
cuando más desesperanzada estaba y con más crueldad sufría la condena de mi
soledad, sucedió… Fue al observar de reojo un reportaje sobre avances y novedades
tecnológicos en el aparato de televisión, colgado en el rincón más alejado de la
central y que emitía imágenes con el sonido en mute, como me surgió la idea.
*
No
sólo con otras oficinas tenía contacto desde mi puesto, también interactuaba con
otras secciones de la comisaría como la de nuevas tecnologías en la que jóvenes
entusiastas ejercían más de técnicos y de jóvenes que de policías. Motivos para
liarme la manta a la cabeza me sobraban, sólo necesitaba hacer acopio de
valentía para llevar a cabo el plan que ya estaba empezando a trazar mi atormentada,
aunque ahora algo esperanzada, mente. Pero necesitaba ayuda.
Aprovechando
tiempos muertos en mis quehaceres me las ingenié, cuando Ádam estaba en alguna
investigación sobre el terreno, para hacer pasar por mi puesto, uno a uno, a algunos
de los jóvenes recién incorporados a la mencionada sección de nuevas
tecnologías con la excusa de terminar de rellenar sus fichas personales y unos ficticios,
por inexistentes, cuestionarios. Esto me permitió, con el objetivo de conseguir
mi propósito, poder elegir entre todos ellos la que consideré presa más adecuada,
por la docilidad que le intuí y la pasión con que me hablaba de todo lo
relacionado con su trabajo. Enseguida vi que me sería fácil distraerle en el
asunto del orden jerárquico de la cadena de mando y su modo de trabajar, y que podría
transmitirle así unas supuestas órdenes de algún superior que justificaría situándolas dentro de una
campaña de marketing; por supuesto, aquél en ningún caso tendría la menor idea
de lo que yo estaba maquinando. Abelardo se llamaba el elegido.
Abelardo
sabía todo lo que se podía saber en ese momento referente a los drones, tanto
en el aspecto técnico como en el jurídico. En el primero, me explicó una tarde
con poco movimiento en la oficina, que era bastante sencillo dotar a uno de
esos artilugios de una cámara en alta definición gestionada por el mismo control
remoto que controlaba todo lo relativo a su desplazamiento y vuelo; que incluso
algunos de alta gama ya la traían de serie. En el segundo, no fue difícil ponernos
de acuerdo en que grabándome a mí no incurriría en ninguna ilegalidad, puesto
que era yo quien se lo demandaba y autorizaba. El joven desconocía en esos
momentos que, en el guion que le pasé, omití a propósito la presencia de un
segundo actor.
Di
a Abelardo todos los datos referentes a la localización de mi vivienda y del
salón comedor dentro de ella, así como los horarios en que necesitaba que el aparato
estuviera vigilando y grabando. Ya me encargaría yo de que nunca estuviera
bajada del todo la persiana correspondiente y quedara el margen adecuado para
el trabajo del dron. Tendría que tener paciencia hasta poder acertar con el
momento idóneo para obtener una grabación explícita y clara, aunque visto lo
visto en las últimas semanas era optimista, a pesar de la incongruencia que suponía
decirlo porque ello significaba que iba a sufrir una vez más el maltrato de alguien
del que me costaba creer que un día me amara.
Más
pronto que tarde supo Abelardo mis verdaderos propósitos y los motivos para ejecutar
semejante plan, pero ya era tarde para abandonar, él ya se había implicado, por
lo que también estaba pringado. De todas formas, no dudó ni por un instante en
seguir ofreciéndome su ayuda; me daba la impresión de que se estaba encariñando
de mí, una mujer poco mayor que él, a la que por nada del mundo dejaría en la
estacada, según me confesó; y me prometió que llegaría hasta el final para hacer
justicia conmigo, por mí.
Después
de varios intentos fallidos consiguiendo grabaciones con escenas tan calmadas
como faltas de cariño, llegó el día en que Ádam no pudo reprimir sus violentos
instintos y, con los motivos de excusa que sirven de aliados a la cobardía, montó
una escena digna de un verdadero sádico y en la que me hirió, de poca gravedad,
eso sí, dejándome tan asustada y dolorida como satisfecha. No sabía muy bien qué
hacer, y recuerdo que durante unos instantes que se dilataron a cámara lenta, alterné
la mirada entre mi brazo lastimado y el gesto cruel y violento de Ádam, mientras
tenía bien presente lo que estaba sucediendo al otro lado de la ventana.
—Límpiate
esa sangre, mujer, no vayas a ponerlo todo perdido. Yo me voy a tomar una copa
al bar, éste ha sido un día muy duro y tú has conseguido empeorarlo. ―Chilló antes de dirigirse hacia la
puerta de salida de la vivienda.
—¡Ádam!
―Mi voz sonó
tajante por primera vez en mucho tiempo.
—¿Qué
quieres ahora, Eva, no me has tocado ya bastante los cojones por hoy? ―reaccionó girando la cabeza con
desgana.
—Será
sólo un instante —dije, mostrando una incipiente serenidad que pronto me invadiría
por completo y que posibilitó que la expresión de mi cara mutara desde el miedo
inicial a una abierta sonrisa. Entonces, señalé con el otro brazo hacia el
ventanal, donde el dron evidenciaba su actividad al mostrar una diminuta e
intermitente luz roja, y añadí—; allí, ¡mira allí!
*
Un
sueño inquieto hace que el varón se mueva de un lado a otro de su cama, como
convulsionando, entre un charco de sudor; está claro que está sufriendo una
pesadilla…
—Allí,
¡mira allí! —le indica en esa enésima visión onírica alguien que esconde su
cara, aunque él sabe a ciencia cierta de quién se trata pues nunca olvidará su
voz mientras le retaba.
Se
despierta de un salto que le coloca sentado en su cama. Con el mismo sudor de
siempre, con la misma sensación de ahogo, con la misma compasión para consigo
mismo. En la silla que hay junto a la cama de la modesta pensión en la que se
aloja desde que salió de prisión le espera el mismo uniforme de los últimos
tiempos con sus datos grabados en la chapa identificativa: Ádam García-Reponedor…
***
Me encontraba en la
mejor compañía que podría imaginar, inmortalizando glaciares en las retinas de mis
dormidos ojos, cuando me despertaron los primeros rayos de un sol otoñal que
entraban, casi horizontales y sin piedad alguna, por entre las rendijas con las
que le desafiaba la persiana de mi alcoba desde hace un par de años; durante
ese tiempo, adopté la costumbre de, al caer la noche, no bajarla por completo
en secreto homenaje a aquel día en que, de alguna manera, cambió mi vida.
Era
sábado y no tenía trabajo en todo el fin de semana, por lo que me regalé una
hora más en la cama, que al final acabó duplicándose por la recuperada tranquilidad del
estado actual de las cosas. En ese período extra de descanso, viajé en un
apacible y nuevo sueño a un entorno tan diferente al anterior como lo es un paraíso
tropical. Cuando desperté de nuevo, recordaba sólo retazos de esa experiencia
onírica y no podría asegurar si en ella estuve acompañado o no, aunque algo
sospechaba. En el momento en que abandonaba la cama, no sin cierta mala
conciencia por las tardías horas, los rayos solares se enderezaban ya acercándose
a los rodapiés del muro de la ventana.
En
la soleada habitación, doblado con sumo cuidado sobre un sillón estilo vintage, reposaba un uniforme que no se
movería de allí en dos días. Le eché una mirada, que era más un agradecimiento,
mientras pasaba por su lado sin intención alguna de cogerlo; salí del dormitorio
embutido en el pijama cerrando la puerta a mi espalda; al hacerlo, sabía que dejaba
a la vista de nadie el póster collage hecho a partir de unas fotografías tan
especiales que conseguían espolvorear mis momentos de soledad con esperanza.
Después
del obligado paso por el cuarto de baño, me dirigí a la cocina para dar cuenta
de un frugal desayuno, no era cuestión de comer demasiado vista la cercanía del
mediodía. En ello estaba cuando sonó el móvil ofreciendo la sonriente cara de
una fémina:
—Sí,
¿quién es? —respondí sin poder disimular la alegría, evitando a duras penas una
carcajada.
—¿Qué
quién soy, para eso me has estado mareando tanto tiempo con que te enviara una
foto mía actual? —dijo una Eva que intentaba aparentar decepción, sin
conseguirlo...— ¿Qué tienes pensado hacer este fin de semana?, como los dos lo
tenemos libre, se me había ocurrido que podríamos hacer un plan conjunto,
empezando por ir a comer hoy, ¿qué te parece?
«¿Que
qué me parece? —reflexioné al instante—, que no imagino un mejor plan».
—Por
mí estupendo, ¿quedamos en hora y media en el parque?, aún tengo que hacer un
par de cosas —no le dije que eran acabar de asearme y de desayunar, sin
importar el orden.
—¡Estupendo,
Abelardo, allí nos vemos, chao!
A
pesar de mi deseo, y por falta de intentos míos no había sido, Eva y yo no éramos
pareja, aunque sí buenos amigos, los mejores amigos. Yo estaba enamorado como
un colegial de ella, lo confieso, desde que me pidiera aquel favor tan especial
y comprometido del asunto del dron en el que, y ella lo supo más tarde, me dejé
manipular contagiado como estaba por los efectos del flechazo que recibí; pero
un instinto de autoprotección desarrollado a raíz de aquello le seguía impidiendo
a Eva corresponderme, o así quise verlo. Pero yo sé que ella me quería, me
quería muchísimo. A menudo trataba de resarcirme por nuestros diferentes
sentimientos asegurando que yo era su mejor amigo y confidente, añadiendo en
ocasiones bajando un poco la voz, que, si un día volvía a enamorarse, no se
imaginaba a nadie más que yo como el destinatario de ese sentimiento. Y a mí me
bastaba con eso, con que contara conmigo, con estar en su vida.
Cuando
diez minutos antes de lo convenido nos encontramos en nuestro rincón favorito del
parque, sendos besos en las mejillas dieron inicio a nuestro fin de semana
juntos. Tanta ilusión me había generado que me preguntaba si sucedería igual en
su caso.
Dado
lo avanzado de la hora, no tardamos en ir a comer. Charlábamos mientras
comíamos, y bebíamos mientras conversábamos. Su compañía era tan cálida como
siempre, pero en un determinado momento vi cómo el rostro de mi amada cambiaba
con brusquedad de verano a invierno, a un duro invierno. La conocía bien, por
lo que tal cambio no podía pasarme desapercibido. Eva se dio cuenta de que su expresión
la delataba y, plena de reflejos y no pudiendo esconder su inquietud, se
adelantó a la pregunta que estaba a punto de hacerle, se sinceró y me preguntó:
—¿Lo
notas? ¿No lo notas?; tengo la sensación de que hoy es un día extraño, diferente;
de que va a ocurrir algo importante y me temo que nada bueno... Es lo que percibo
y me preocupa. ―Y me tendió sus manos para que la reconfortara por primera vez con la
calidez de las mías.
Enseguida
me contagié y creí ser partícipe de la misma sensación que Eva, aunque no sabría
decir si lo hice sólo por afinidad emocional con ella. En todo caso, en un intento
de tranquilizarla y desdramatizar, empecé a contarle mis últimas batallitas
referentes a las novedades de mi sección en la comisaría y que ella oía más que
escuchaba. Me atreví también con algún que otro chiste a sabiendas que no era mi
fuerte, todo con tal de aliviar su desasosiego. Y en parte lo conseguí, pues creí
ver en el rostro de Eva un cambio: de invierno a un toque de principios de otoño;
incluso imaginé un par de lágrimas esquivando sus mejillas y cayendo al vacío
como anticipo de aquél.
Con
la preocupación en pausa, salimos del restaurante decididos a dar una vuelta por
una avenida arbolada cercana, así de paso favoreceríamos la digestión. Teníamos
toda la tarde por delante para que surgieran nuevos planes. Caminábamos como
siempre, uno al lado del otro, sin roce físico alguno, aunque en esta ocasión
más cerca que nunca el uno del otro. No nos habíamos fijado en que estaba bajando
la intensidad lumínica cuando empezó a llover; al principio un sirimiri que nos
refrescó y animó, pero al rato el cielo se oscureció como si no hubiese mañana
y tuvimos que correr bajo una intensa lluvia hasta resguardarnos en un túnel
bajo la calzada de la avenida. Una vez a salvo del diluvio, recuerdo que necesitamos
un buen rato para recuperar respiración y frecuencia cardíaca antes de divisar los
aparcamientos cubiertos de una «gran superficie»; hacia allí nos dirigimos. Cruzamos
dos miradas cómplices que buscaban el beneplácito del otro y entramos en el complejo
comercial. Y después de recorrer las galerías comerciales reparando en los
escaparates de las diferentes franquicias, acabamos por entrar en el supermercado.
*
«A
uno siempre le quedan recursos, aunque su situación actual no sea la más
favorable, máxime si ha manejado compañías y datos importantes en su anterior
trabajo como inspector de policía», pensó Ádam, orgulloso, mientras se disponía
a colocar en las estanterías correspondientes el montón de latas de conserva apiladas
en el palé que acababa de traer del almacén. Su estancia en aquella delegación
era ilegal a todas luces, así lo indicaba la sentencia del juez que le condenó
a dos años de prisión y a una orden de alejamiento posterior que no le
permitiría estar a menos de diez kilómetros de su exesposa los siguientes diez
años. Pero consiguió que uno de los contactos que le seguían siendo fieles
hiciera desaparecer todo su negro pasado de su ficha policial y le consiguieran
unos documentos oficiales pero ilícitos con los que pudo solicitar, sin
preocupación ante una posible negativa, el traslado a la sucursal del supermercado
de su antigua población en el que ahora se encontraba trabajando. Se tomaría
todo el tiempo necesario para ejecutar su venganza, no tenía prisa. Eva nunca
había sido partidaria de comprar en grandes superficies, por lo que no contemplaba
la posibilidad de cruzarse allí con ella. No obstante, para evitar el imprevisto
de un reconocimiento embarazoso, se había dejado crecer una poblada barba a la
par que se había afeitado la cabeza. Se creía así a salvo de miradas indiscretas…
*
El
sonido de la copiosa lluvia al atacar los materiales plásticos translúcidos que
se intercalaban en el techo del recinto, semejante al crepitar de la madera en
el hogar, nos acobardó, y empezamos a visitar las diferentes secciones a la
espera de que amainara el temporal. Mientras lo hacíamos, la
frecuencia del latido cardíaco de Eva iba aumentando por momentos, tanto como
su nerviosismo, sin saber todavía el porqué. En un acto instintivo, buscó mi
mano y la agarró con fuerza con la suya intercalando los dedos. No opuse la
menor resistencia, no me lo podía creer, era la primera vez que caminábamos así
y a mí me pareció estar en la gloria, alternándola con el paraíso.
Acabamos
de recorrer el pasillo destinado a chocolates, galletas y dulces y giramos para
entrar en el correspondiente a conservas. Al cabo de dos pasos Eva se paró de
golpe al ver a un empleado concentrado en su labor al final del pasillo al que,
según me confiaría enseguida, identificó sin la menor duda a pesar de que lo encontró
muy cambiado por su intencionada transformación. Sin ser consciente de ello,
clavó sus uñas en mi mano con tanta presión que una se hundió en la carne. Yo,
antes de reparar en la sangre que empezaba a manar en un minúsculo reguero, la
miré extrañado, y me alarmé cuando ella me indicó con la cara desencajada:
—¡Allí, mira!
***
La furia desatada de
los elementos, aprovechando la inesperada desaparición de la cubierta del
supermercado, llegó de súbito y los sorprendió desprevenidos, sin margen posible
de maniobra. Eva pensó que estaban perdidos, hasta el punto de no poder considerar
nada que no fuera el fin de su tiempo en este mundo. El tenebroso cielo se
partió en dos y propició que el apocalipsis adelantara su llegada, cubriendo
todo con un traicionero y denso manto negro, envolviéndolos, tragándoselos.
*
Abelardo
tiró de una paralizada Eva agarrándola de un brazo hasta situarla entre dos pasillos
intentando protegerla de la visión de aquello que tanto la había alterado; ésta
poco a poco fue volviendo a una realidad en la que la persistente y copiosa lluvia
estaba percutiendo en la frágil —ahora parecía mucho más que antes— cubierta
translúcida de la nave. Justo en el momento en que se disponía a decir algo, su
compañero se le adelantó:
—¿Piensas
que es… él? —La atrajo hacia sí para que se sintiera protegida, ella se dejó
hacer—, ¿estás segura?, piensa que estábamos a más de cincuenta metros de su
posición.
Eva,
pegada como estaba en ese momento al pecho de Abelardo, levantó la cabeza y
fijó una mirada vidriosa en los ojos de él que fue más que una respuesta
afirmativa: llevaba adjunta una petición de ayuda, una nueva petición, la
segunda en poco más de dos años.
—Ha
cambiado su imagen, y mucho, para intentar pasar desapercibido —Eva susurraba,
asustada—, pero a mí no puede engañarme, estoy segura al cien por cien de que
es él. No puede ser que haya conseguido saltarse tan pronto la orden de alejamiento…
¡Malditas sean esas lealtades que están por encima de la justicia y de la legalidad!
—dijo alzando un poco la voz, a lo que Abelardo reaccionó haciendo el gesto de cortar
en perpendicular sus labios con su dedo índice para que volviera al susurro, no
podían permitirse el lujo de que aquel individuo los localizara allí.
Compartió
con Abelardo la idea de que Ádam se habría apoyado en sus contactos de la comisaría
para conseguir el traslado a la sucursal del supermercado en su ciudad a pesar
de la orden judicial de alejamiento. En un instante, viajó con su mente unos años
atrás, al tiempo en que el suyo, visto desde fuera, era un matrimonio feliz con
ese hombre que ahora no era sino un extraño para ella, y su mayor pesadilla. No
quiso ni imaginar la cantidad de trapos sucios que tendrían que taparse unos a
otros en el círculo policial en el que se había movido su exmarido, por lo que
el tema de los favores —casi nunca muy legales— estaba a la orden del día; trataban
así de evitar que alguno pudiera salir a la luz pública, menos aún sin lavar...
Cuando
logró tranquilizarse lo suficiente como para poder reflexionar con lucidez, Eva
decidió que el apocalipsis tendría que esperar, que todo había sido una
alucinación suya debida al estrés generado por el inesperado encuentro; apoyó
sus manos en los hombros de Abelardo para separarse un par de palmos de él y ya
calmada le habló con determinación:
—Salgamos
de aquí rápido, Abelardo, te lo ruego. No puede saber que le hemos visto, que
sabemos que está trabajando aquí. Con seguridad estará urdiendo una venganza
contra mí, o contra los dos. Tenemos que conseguir que pague por completo por
su falta y que quien sea, no lo sé, se asegure de que nunca más incumpla su
orden de alejamiento, así impediremos que lleve a cabo el que no dudo será un perverso
plan; temo que quiera hacernos mucho daño. No soy optimista, ya ves, no te
quiero engañar…
—Vayamos
a mi casa, allí estaremos tranquilos y un chocolate caliente nos despejará la
mente para poder pensar en la mejor decisión a tomar —Abelardo le estaba
hablando al oído a Eva mientras caminaba por detrás de ella, escondiéndola con
su figura y agarrándole una mano con firmeza, pero sin presión, insinuando la
llegada de una caricia que esperaba no fuera rechazada; aceleraron y salieron
del centro comercial sin mirar atrás.
Se
sintieron a salvo cuando por fin entraron en el apartamento del joven y cerraron
la puerta tras ellos. Llegaron empapados; mientras se secaban como podían,
tiritando por la fría humedad y por el nerviosismo, Eva recordó algo que
Abelardo le había contado de pasada durante la comida y a lo que ella no le dio
mayor importancia entonces:
—¿Dices
que esos sueños que has compartido conmigo son recurrentes? Creo que tu
subconsciente nos está dando las pistas para un plan que podría solucionar, de
una vez por todas, mi problem…
—¡¡¡Nuestro!!!,
nuestro problema, querrás decir —la interrumpió Abelardo—. ¡No pensarás que te
voy a dejar sola en sea lo que sea que estés tramando!, siempre que tú no me alejes
de tu lado… —le empezaba a guiñar un ojo cómplice a Eva cuando ésta se puso de
puntillas y le plantó un suave beso en los labios antes de que él tuviera tiempo
siquiera de subir el párpado— … estaré a tu lado para todo lo que necesites,
para «to-do» —continuó matizando esta última palabra al enfatizar cada una de
las dos sílabas, sin creerse todavía lo que acababa de sucederle.
—¡Perdona,
Abelardo!, no he debido hacerlo, no he debido be… —en esta ocasión fue él el
que no le dejó terminar la frase al tomar la iniciativa: la rodeó con sus
brazos y la besó. Fue aquél un beso lento, muy suave al principio, apasionado
después, con una pasión que buscaba recuperar los dos años largos de retraso con los que llegaba.
»… sarte. Besarte, quería decir, aunque confieso que ya no me arrepiento
en absoluto, visto cómo has reaccionado —ambos estallaron en una risa nerviosa,
contagiosa, que dio paso a unas sonoras carcajadas; necesitaban desahogarse, liberar
tanta tensión acumulada—. ¿Qué te parece si te cuento la idea que he tenido y
después continuamos en el punto donde lo hemos dejado? Primero la necesidad,
después el placer… —esta vez fue Eva la que guiñó un ojo a Abelardo, en un
aleteo de pestañas que originó que un escalofrío le recorriera de arriba abajo a
éste; o al menos así lo habría descrito cualquier amante del romanticismo.
*
Tardaron
una eternidad en vestirse, pues tomó el mando la pereza de no querer que acabara
su primera vez, la causante de las continuas interrupciones que aprovecharon
los rescoldos de pasión que aún seguían ardiendo. Pero esto sólo ralentizó al
máximo lo que uno y otra aceptaban como inevitable, y más ahora que tenían que
llevar a buen fin el plan que, previo a los momentos de deseo desenfrenado,
ella había compartido con él. Tendrían que ser discretos, elegir bien a las
personas adecuadas, coordinar sus acciones y esperar a que la justicia sufriera
menos zancadillas que la vez anterior.
*
Un
avión aterriza sin novedad en el aeropuerto de Langnes, en Tromsø, Noruega. De
él baja un varón que cubre su cabeza rapada con un grueso gorro de lana; hace
frío, mucho frío, el ambiente es gélido. No imagina que, en cuanto recoja su
maleta de la cinta portaequipajes, se le van a congelar también las
intenciones: va a ser detenido por tres agentes de Interpol que le esperan allí
camuflados entre los cientos de usuarios que vienen y van por la terminal. La
orden internacional de busca y captura se ha emitido instantes después del
despegue de la aeronave, junto con la información necesaria para la detención.
Ádam será acusado de violación de su orden de alejamiento, salida sin permiso
del país y de un nuevo intento de acoso a su víctima. Antes de dedicarse a colocar
más artículos en las estanterías correspondientes, si es que consigue que su
empresa o alguna otra le readmita en alguna de sus delegaciones, exceptuando la
última, pasará unos cuantos meses más «a la sombra». Pero lo que más le va a
doler, sin duda, es saberse burlado de aquella manera por su exmujer, a la que él
siempre tomó por limitada en cuanto a recursos intelectuales. Ahora sabe que ha
caído en una trampa como un simple aficionado, y le asalta una duda: ¿dónde se
encontraría Eva en esos momentos?, porque lo único que tenía claro es que no había
llegado a poner sus pies allí, ni ella ni ese entrometido que la ayudó.
*
La
playa está en calma, aún son horas tempranas en la mañana caribeña pero un par
de tumbonas están ya colocadas sobre sendos tapetes de caña, orientadas con
vistas al mar, sobre una fina arena que de momento se mantiene templada. Cristina
y Luis, sus ocupantes, chocan a modo de brindis dos grandes jarras con zumos de
diversas frutas tropicales, el mejor modo de empezar el día, se dicen.
Cuando
el Sol empieza a castigar con sus látigos en forma de potentes rayos, la
pareja, que ya no está sola en la playa, coloca una sombrilla gigante entre las
dos tumbonas y continúa su reposo activo. Cristina repasa sus nociones de
inglés, Luis lee y relee las últimas revistas y fascículos que ha conseguido
sobre Ciencia y Tecnología. Una cosa está clara, seguirán formándose para que en
esa zona de aguas calientes no les falte una ocupación remunerada con la que
ganarse un sueldo decente junto con el respeto a sí mismos. No necesitan más. Los
que tienen que saber que están bien lo irán sabiendo y ellos también estarán
informados del día a día de sus seres queridos, y sólo se preocuparán de que
nadie sepa nunca dónde viven esa apasionada historia de amor que explotó con un
apocalipsis…
*
Ádam,
esposado y acompañado por tres agentes armados de paisano, vuelve a entrar al mismo
avión del que ha descendido no hace tanto una vez que éste ha repostado y ha
sido repasado por los servicios de limpieza. Les espera un largo viaje de
vuelta. Su orden de extradición se ha ejecutado de manera inmediata y en su
cara la poblada barba esconde una mueca de extrañeza e incredulidad. Se
arrepiente de haber subestimado a Eva, aunque todavía tardará un tiempo en
hacerlo por haberla menospreciado, vejado y maltratado, si es que lo llega a hacer
algún día. «Es mi sino», se excusa ante sí mismo, y cierra
los ojos con la vergüenza del cobarde.
*
Cristina
y Luis abandonan la playa, el Sol mortifica sin clemencia en esas tierras
rodeadas de aguas calientes y ellos tienen claro que deben respetar a la Madre
Naturaleza.
Cristina
y Luis se dirigen a su apartamento sin prisas, deseosos el uno del otro, disfrutando
del paseo, aunque, como siempre, esmerando la discreción.
Cristina
y Luis van desapareciendo por momentos. Para cuando entran en su nuevo hogar ya
se han convertido en Eva y Abelardo. En la intimidad que les otorga aquél proceden
a dar rienda suelta a sus fantasías y deseos. Un día más disfrutan de la
prestada felicidad.
El
apartamento está situado en un primer piso. Eva lo quiso así, aunque no tuvo más
que sugerirlo cuando interiorizó que odiaba las alturas que frecuentó antes. Consideró
que era lo más opuesto a un séptimo piso, si evitaban la innecesaria exposición
y vulnerabilidad que ofrecen los bajos; seguía habitando en ella la obsesión
por la seguridad. Y Abelardo la apoyó en esto y en todo lo demás casi sin
condiciones; sólo una puso… Cuando cierran la puerta de su dormitorio, ésta
deja a la vista un collage con fotografías variadas, todas diferentes en
tamaño, escenarios y luminosidad, pero todas de Eva, y Abelardo no puede dejar
de pensar en lo poco que perdió cuando lo ganó todo.
¿El
resto de paredes…? Algún que otro cuadro y dos reconocimientos, a nombre de
cada uno de ellos dos, diseñados por Eva en clara burla al tributo a la vanidad
de Ádam que tuvo que soportar durante tanto tiempo en los muros de su antigua
casa.
*
Aunque
evitan hablar demasiado del tema, no pueden evitar pensar en todo lo ocurrido
en los últimos días, en su imaginativo ardid:
«Ambos
pedimos excedencia de seis meses por motivos personales a disfrutar a partir de
la semana siguiente al lunes posterior al incidente del encuentro, y por suerte
nos fue concedida sin mayores problemas por nuestro jefe directo que, respetando
nuestro deseo, lo mantuvo en secreto; todo ello gracias a argumentos esgrimidos
en dos convincentes actuaciones teatrales ante él, un comisario nuevo en el puesto
y en la ciudad y que por ese mismo motivo estaba fuera de la órbita de Ádam. Teníamos
que cruzar los dedos y mantener la precaución al máximo durante algunos días
más. Pero, además, durante los siguientes siete, y en los momentos de relax, nos
ocupamos de consultar en internet en nuestros respectivos puestos todo lo referente
a viajes a Tromsø, en el norte de Noruega, a sus hospedajes y, sobre todo, a las
ofertas de trabajo de esa zona; visitamos muchas páginas sobre este último
particular, queríamos que se nos supusiese muy interesados en ello. Teníamos
que dejar las pistas suficientes de las visitas a todas esas páginas en los dos
puestos, sabíamos que sus topos estudiarían con meticulosidad nuestros
historiales de navegación comparándolos entre sí hasta convencerse de que
nuestra intención no era otra que huir juntos hasta allí; así esperábamos que se
lo transmitieran a Ádam.
Nosotros,
durante este tiempo, hicimos los deberes sin ser conscientes de ello, sin
aventurar que en algún momento podríamos necesitar unos colegas incondicionales
entre los compañeros; por eso no nos fue difícil encontrar entre los destinados
en el aeropuerto a dos dispuestos a echarnos una mano. A partir del lunes en el
que comenzábamos nuestra excedencia, nos parapetamos en el piso menos expuesto,
el de Abelardo, y les solicitamos que controlaran a todos los pasajeros que
embarcaban a Tromsø desde ese mismo lunes. Para ello les enviamos todos los
datos e información que pudimos sobre Ádam y esperamos pacientes esa llamada que
estábamos seguros se produciría en breve. Sabíamos que la intención de aquél sería
no permitir que empezáramos una nueva vida en paz y que nos perseguiría hasta
el mismo infierno si hubiese hecho falta. Y un día la llamada se produjo. Cuando
se nos confirmó la presencia de nuestro villano particular en un avión que ya
se elevaba perdiendo el contacto físico con la pista, en ese mismo momento,
llamamos a nuestro comisario y le explicamos todo lo que se podía explicar,
obviando los detalles de nuestro plan, claro. Con celeridad activó el protocolo
y se emitió la orden internacional de busca y captura para Ádam que fue
recibida en Oslo al instante. Su extradición a nuestro país para ser juzgado de
nuevo sería inmediata. A la par se encargó de que se nos facilitaran unos nuevos
documentos de identidad con la más absoluta discreción, al fin y al cabo, tarde
o temprano las condenas se acaban cumpliendo, pero las ansias de venganza
vuelven con los presos liberados, casi siempre fortalecidas por los excesos de
tiempo libre para pensar. ¡Cómo nos gustaría ver su cara en el instante de la
detención!
Aunque
tenemos recursos suficientes para aguantar unos meses más en esta situación,
con nuestras nuevas identidades, en algún momento tendremos que empezar a ganamos
la vida aquí para no despertar ninguna sospecha; porque lo que es
seguro es que no regresaremos.»
*
Un
dron sobrevuela la zona residencial donde se encuentra su edificio, y su piloto
rojo parpadea con una intermitencia perturbadora. Se despierta de golpe de su
recurrente pesadilla empapado en sudor. El recluso de la litera inferior
protesta entre sueños, como si hubiera oído, molestándole, la agitada y cada
vez más angustiosa respiración de Ádam. Por la mañana, éste va a volver a
solicitar que le suministren algún antipsicótico de otra marca, no puede continuar
así. Vuelve a quedarse dormido. En su sueño, alguien le susurra una vez más: ¡Mira allí!
© Patxi
Hinojosa Luján
Dedicado a mi querido amigo Txentxo, que hace cuatro años me animó a
hacer algo con tres relatos que escribí, y que podían entrelazarse entre sí, y
que hoy ya conforman un relato único después de un sustancial lavado de cara.
A la memoria de su hijo Chencho, fallecido el pasado 21 de marzo del 2020
a los 34 años.
(24/03/2020)