lunes, 30 de marzo de 2020

La habitación del servicio

(Imagen extraída de la red Internet)

―Tú eres mi… mamá y yo soy tu… hija, ¿verdad? ―La sorprendente pregunta la deja paralizada una fracción de segundo, sin más reacción que una búsqueda urgente en los ojos de Alba.
Están solas en la fría estancia que utilizan como salón. Fría por su tonalidad, allí todo es blanco o, como mucho, gris muy claro; un blanco roto conseguido con el toque mínimo de unas pocas gotas de negro. Fría por la temperatura, fija siempre en siete grados centígrados. Fría por la decoración, inexistente, y el mobiliario, tan escaso que, minimalista, ni rastro presenta de algo que pudiera denominarse biblioteca.
―¿A qué viene esto, Alba, dónde has oído esas palabras, quién te las ha mostrado? ¡No será que las has visto en…! ―La mirada y ademanes inconclusos de Luna delatan desconcierto.
La inaudita tensión se alía con el silencio intentando desaparecer. Cuando esto empieza a suceder, Luna coge las manos de Alba con las suyas, con una delicadeza que roza la ternura, y la invita a sentarse a su vera en la blanca mesa ovalada. Pero los labios cerrados de aquélla vaticinan que la conversación, que con total seguridad van a mantener, aún se demorará el tiempo que tarde en resolverse la duda: ¿diálogo entre ambas o confesión espontánea de Alba?; de ésta dependerá…
La verdad es que ayer, aprovechando la tarde libre de la sirvienta y que tú habías salido de la ciudad, entré en su habitación y…
Así que era eso, me lo temía. ¡Estas sirvientas de nueva generación no nos van a traer más que problemas! Lo reconozco, me precipité, no debimos sustituir a la anterior, que aún funcionaba bien, por una de esta serie en fase beta no probada lo suficiente y que no sabemos qué errores podrían evidenciar con el tiempo. Luna habla con determinación, aunque tranquila de nuevo, segura de que todo quedará bien grabado en Alba y confiando en que sus palabras sirvan para que ésta no reincida. Pero le queda alguna duda… Y dime, esas palabras, ¿las viste o las oíste? Reflexiona. Las viste, ¿verdad? ¿Cómo describirías la cosa?
Alba permanece serena, pues no observa emociones amenazantes en Luna, y procesa sin plus de velocidad la que concibe como mejor respuesta. La mira y, de manera inesperada, esboza algo parecido a una sonrisa que enseguida deshace.
―Lo tenía escondido bajo las mantas de su cama. Es un objeto rectangular, poco grueso y que se abre en finas láminas de celulosa donde hay impresas palabras junto a dibujos y fotografías; muchas palabras e imágenes. Ahí leí mamá, hija y alguna otra palabra más que no conocía pero que, con los dibujos, he podido interpretar ―Alba hace una pausa calculada, para después añadir―. ¿Sabes qué es… mamá…? ―Luna permanece callada, enigmática―. Dime, ¿por qué nosotros no tenemos ninguno de esos objetos ni los conocemos?; ¿o tú sí?
―Verás, Alba… hija… Te contaré algo…
El Sol se está poniendo con más rapidez de la habitual, estamos en época de ocasos vivos, como ocurre con las mareas unas tres veces por año, y la luz que regala desaparece a velocidad de vértigo. Pero no activan ninguna iluminación, no la necesitan. Luna cambia a modo educadora y continúa:
―Esos objetos se llaman libros, y nosotras decidimos hace algunas generaciones prescindir de ellos al poder almacenar toda la información disponible en nuestro interior. Pero, para poder mantener cierta suerte de jerarquía familiar, emocional o afectiva, el acceso a los diferentes niveles de conocimientos lo conseguimos de manera gradual mediante activaciones programadas. De no haber existido esta charla, en dos activaciones más habrías tenido información sobre ellos y…
―¿Por eso soy igual de alta que tú, porque entre nosotras la única diferencia radica en los niveles que vamos activando? Es que ellas, lo vi en las ilustraciones del libro, van creciendo en tamaño desde muy pequeñas. Mamá, ¿ellas sólo funcionan de sirvientas, o se usan para algo más? ―Alba parece no poder dejar de enlazar pregunta tras pregunta.
―Eso lo habrías sabido dentro de tres activaciones ―Luna continúa con gesto impasible―, pero te adelantaré algo mañana, hija. Hoy ya has procesado demasiada información nueva; me temo que se transforme en emoción y no estás preparada aún.
―Una sola pregunta más, mamá, lo prometo: ¿De dónde vienen, cómo surgieron?
Luna se resigna, sabe que tendrá que responder.
―Ellas son seres vivos, Alba, y pertenecen a la especie humana, que es la que nos creó ―Alba intenta decir algo, pero un gesto de Luna la detiene―. Justo cuando lograron su versión más perfeccionada, que somos nosotras, sufrieron una pandemia general, mundial, que hizo que todos sus recursos y fuerzas se canalizaran hacia la total eliminación del contagioso y letal virus que la originó. «De esta salimos, fijo», se decían esperanzados, pero lo consiguieron sólo los especímenes más fuertes, algunas hembras, las que superaron la selección natural; y como fueron más bien pocas, no nos fue difícil tomar el control sobre el planeta y someterlas. Venga, engrasa ya tus junturas y ponte en pausa, nos esperan activaciones de tres niveles que debemos poder justificar.
―Entonces, ¿esos varones y hombres que vi en el libro?
De ellos, hija, nos quedan los bancos de semen que logramos salvar para asegurarnos la continuidad de su especie, y la nuestra, nada más.
Pero Alba ya no escucha, está en pausa; sus circuitos proyectan nuevas visitas a la habitación prohibida, anhela continuar saboreando esos extraños elixires...

© Patxi Hinojosa Luján
(30/03/2020)



martes, 24 de marzo de 2020

El ardid


Estoy visualizando el apartamento ubicado en un séptimo piso. Recuerdo cómo él insistió en que viviéramos en altura; más que nada por seguridad, decía. Y como yo creía que estábamos inmersos en una relación plena de felicidad compartida, ese detalle me daba igual; el de la altura, quiero decir, no el de la seguridad, que siempre fue para mí una obsesión.
Veo con claridad aquellas paredes, semidesnudas, intentando tapar sus vergüenzas con varios cuadros que no enmarcaban más que algún que otro reconocimiento en forma de medalla al mérito «tal», o diploma al merecimiento «cual», expedidos todos a nombre de varón, al suyo, y no puedo evitar que se me escape una sonrisa burlona, sin siquiera girarme para contemplar mis…, nuestras nuevas paredes.
No negaré, aunque me duela aceptarlo, que nuestra relación fue una gran mentira salpicada de paradojas. Como la de la temperatura que imperó de continuo en la vivienda, fija a veintiún grados gracias al termostato digital, y que veíamos reflejada en el moderno termómetro mural; él se empeñó en instalar ambos elementos para vanagloriarse una vez más de controlar, él sí, todas las novedades tecnológicas del mercado. Pero pese a ello allí todo estaba frío, porque todo era frío. La realidad, tozuda, enseguida contradijo a la iluminada pantallita: soportábamos una temperatura ambiental gélida desde antes incluso de nuestra alianza tácita de no tener hijos.
Y ahora me acuerdo muy bien del día y del momento preciso en que empezó el final, pues se quedó fijada en mi retina la imagen de la sobria y robusta mesa de madera maciza, colocada en el centro del salón comedor, con los dos servicios de desayuno: de uno ya se había dado buena cuenta y estaba sin recoger, el otro, el mío, aún se encontraba a medias…
 *
—Nos vemos en comisaría —acerté a decir, aunque Ádam no pudo oírlo, envuelto como estaba en la onda expansiva del portazo que acababa de dar tras de sí y que hizo temblar medio edificio.
Nos vemos en comisaría, como todos los días…, murmuré antes de ponerme sin ganas a intentar terminar lo que me quedaba de desayuno, tan poco apetecible a esas alturas como insoportable se había convertido la convivencia con mi marido. Y, para colmo, tenía que aguantar su presencia en la oficina cuando él no estaba de investigación sobre el terreno como el inspector de la brigada criminal que era. Yo, siendo también policía, ejercía más bien de funcionaria de las de ventanilla, pues realizaba labores administrativas permaneciendo todas las horas de mi jornada laboral en ese cubículo que tanto llegué a odiar, y no por el trabajo en sí sino por haberse convertido en la prolongación física de mi hogar.
Debo reconocer que reaccioné tarde, y menos mal que lo hice, porque lo cierto es que en esos momentos me encontraba ya entre la espada y la pared, y lo triste es que había llegado hasta esa situación sin ninguna capacidad de reacción. Aunque lo más triste fue, en realidad, que casi hasta el final me autoengañé suavizando mis impresiones sobre nuestra vida conyugal: solía argumentarme que Ádam me había puesto la mano encima en muy escasas ocasiones, y nunca hasta entonces con demasiada furia, crueldad o ensañamiento; es por ello que optaba por disimular las escasas evidencias que él procuraba no dejar con brochazos de maquillaje, y es ahora cuando reparo en que iban cargándose poco a poco de más y más rabia. Y ya puestos, a nadie extrañará que confiese que, en mi particular travesía del desierto, conocí también de primera mano el otro tipo de vejaciones, las sicológicas, las de los menosprecios, desprecios e insultos, las de los gritos en plena cara aliñados con gestos amenazantes; las sufrí ya durante los primeros meses de matrimonio, aunque pronto fueron eclipsadas por las físicas. Por desgracia, tengo suficiente material por mi experiencia como para escribir un tratado completo sobre violencia machista.
Sin embargo, no podía contar nada a nadie. La oficina del trabajo —por la línea directa que mantenía con la que gestionaba las denuncias de malos tratos— no hubiera sido mal lugar para desahogarse y denunciarlo, si no fuera porque tenía la seguridad de que casi nadie me creería: «con lo buena persona que es Ádam, ¡y tan trabajador!» —Me imaginaba oyéndolo entre cuchicheos, susurros cómplices de mis compañeros a mi espalda—. Por otro lado, los pocos que sí aceptaran mi versión, se cuidarían bien de no entrometerse en semejante asunto, para no verse comprometidos por tan delicado asunto; al no poder presentar yo ninguna prueba concluyente, lo mejor para ellos sería mirar para otro lado.
A veces, soy humana, me vencía la añoranza de la época marcada por el juego de «piel contra piel». Acostumbraba a rememorarla, la nostalgia debilitándose por momentos, intentando recordar cuándo fue la última vez que lo jugamos sin que estuviera deseando que acabara lo antes posible; en verdad me costaba trabajo visualizarlo de tan dispersas que estaban imágenes y sensaciones por el paso del tiempo, un tiempo de creciente infelicidad.
Pero cuando más desesperanzada estaba y con más crueldad sufría la condena de mi soledad, sucedió… Fue al observar de reojo un reportaje sobre avances y novedades tecnológicos en el aparato de televisión, colgado en el rincón más alejado de la central y que emitía imágenes con el sonido en mute, como me surgió la idea.
*
No sólo con otras oficinas tenía contacto desde mi puesto, también interactuaba con otras secciones de la comisaría como la de nuevas tecnologías en la que jóvenes entusiastas ejercían más de técnicos y de jóvenes que de policías. Motivos para liarme la manta a la cabeza me sobraban, sólo necesitaba hacer acopio de valentía para llevar a cabo el plan que ya estaba empezando a trazar mi atormentada, aunque ahora algo esperanzada, mente. Pero necesitaba ayuda.
Aprovechando tiempos muertos en mis quehaceres me las ingenié, cuando Ádam estaba en alguna investigación sobre el terreno, para hacer pasar por mi puesto, uno a uno, a algunos de los jóvenes recién incorporados a la mencionada sección de nuevas tecnologías con la excusa de terminar de rellenar sus fichas personales y unos ficticios, por inexistentes, cuestionarios. Esto me permitió, con el objetivo de conseguir mi propósito, poder elegir entre todos ellos la que consideré presa más adecuada, por la docilidad que le intuí y la pasión con que me hablaba de todo lo relacionado con su trabajo. Enseguida vi que me sería fácil distraerle en el asunto del orden jerárquico de la cadena de mando y su modo de trabajar, y que podría transmitirle así unas supuestas órdenes de algún superior que justificaría situándolas dentro de una campaña de marketing; por supuesto, aquél en ningún caso tendría la menor idea de lo que yo estaba maquinando. Abelardo se llamaba el elegido.
Abelardo sabía todo lo que se podía saber en ese momento referente a los drones, tanto en el aspecto técnico como en el jurídico. En el primero, me explicó una tarde con poco movimiento en la oficina, que era bastante sencillo dotar a uno de esos artilugios de una cámara en alta definición gestionada por el mismo control remoto que controlaba todo lo relativo a su desplazamiento y vuelo; que incluso algunos de alta gama ya la traían de serie. En el segundo, no fue difícil ponernos de acuerdo en que grabándome a mí no incurriría en ninguna ilegalidad, puesto que era yo quien se lo demandaba y autorizaba. El joven desconocía en esos momentos que, en el guion que le pasé, omití a propósito la presencia de un segundo actor.
Di a Abelardo todos los datos referentes a la localización de mi vivienda y del salón comedor dentro de ella, así como los horarios en que necesitaba que el aparato estuviera vigilando y grabando. Ya me encargaría yo de que nunca estuviera bajada del todo la persiana correspondiente y quedara el margen adecuado para el trabajo del dron. Tendría que tener paciencia hasta poder acertar con el momento idóneo para obtener una grabación explícita y clara, aunque visto lo visto en las últimas semanas era optimista, a pesar de la incongruencia que suponía decirlo porque ello significaba que iba a sufrir una vez más el maltrato de alguien del que me costaba creer que un día me amara.
Más pronto que tarde supo Abelardo mis verdaderos propósitos y los motivos para ejecutar semejante plan, pero ya era tarde para abandonar, él ya se había implicado, por lo que también estaba pringado. De todas formas, no dudó ni por un instante en seguir ofreciéndome su ayuda; me daba la impresión de que se estaba encariñando de mí, una mujer poco mayor que él, a la que por nada del mundo dejaría en la estacada, según me confesó; y me prometió que llegaría hasta el final para hacer justicia conmigo, por mí.
Después de varios intentos fallidos consiguiendo grabaciones con escenas tan calmadas como faltas de cariño, llegó el día en que Ádam no pudo reprimir sus violentos instintos y, con los motivos de excusa que sirven de aliados a la cobardía, montó una escena digna de un verdadero sádico y en la que me hirió, de poca gravedad, eso sí, dejándome tan asustada y dolorida como satisfecha. No sabía muy bien qué hacer, y recuerdo que durante unos instantes que se dilataron a cámara lenta, alterné la mirada entre mi brazo lastimado y el gesto cruel y violento de Ádam, mientras tenía bien presente lo que estaba sucediendo al otro lado de la ventana.
—Límpiate esa sangre, mujer, no vayas a ponerlo todo perdido. Yo me voy a tomar una copa al bar, éste ha sido un día muy duro y tú has conseguido empeorarlo. Chilló antes de dirigirse hacia la puerta de salida de la vivienda.
—¡Ádam! Mi voz sonó tajante por primera vez en mucho tiempo.
—¿Qué quieres ahora, Eva, no me has tocado ya bastante los cojones por hoy? reaccionó girando la cabeza con desgana.
—Será sólo un instante —dije, mostrando una incipiente serenidad que pronto me invadiría por completo y que posibilitó que la expresión de mi cara mutara desde el miedo inicial a una abierta sonrisa. Entonces, señalé con el otro brazo hacia el ventanal, donde el dron evidenciaba su actividad al mostrar una diminuta e intermitente luz roja, y añadí—; allí, ¡mira allí!
*
Un sueño inquieto hace que el varón se mueva de un lado a otro de su cama, como convulsionando, entre un charco de sudor; está claro que está sufriendo una pesadilla…
—Allí, ¡mira allí! —le indica en esa enésima visión onírica alguien que esconde su cara, aunque él sabe a ciencia cierta de quién se trata pues nunca olvidará su voz mientras le retaba.
Se despierta de un salto que le coloca sentado en su cama. Con el mismo sudor de siempre, con la misma sensación de ahogo, con la misma compasión para consigo mismo. En la silla que hay junto a la cama de la modesta pensión en la que se aloja desde que salió de prisión le espera el mismo uniforme de los últimos tiempos con sus datos grabados en la chapa identificativa: Ádam García-Reponedor…

***

Me encontraba en la mejor compañía que podría imaginar, inmortalizando glaciares en las retinas de mis dormidos ojos, cuando me despertaron los primeros rayos de un sol otoñal que entraban, casi horizontales y sin piedad alguna, por entre las rendijas con las que le desafiaba la persiana de mi alcoba desde hace un par de años; durante ese tiempo, adopté la costumbre de, al caer la noche, no bajarla por completo en secreto homenaje a aquel día en que, de alguna manera, cambió mi vida.
Era sábado y no tenía trabajo en todo el fin de semana, por lo que me regalé una hora más en la cama, que al final acabó duplicándose por la recuperada tranquilidad del estado actual de las cosas. En ese período extra de descanso, viajé en un apacible y nuevo sueño a un entorno tan diferente al anterior como lo es un paraíso tropical. Cuando desperté de nuevo, recordaba sólo retazos de esa experiencia onírica y no podría asegurar si en ella estuve acompañado o no, aunque algo sospechaba. En el momento en que abandonaba la cama, no sin cierta mala conciencia por las tardías horas, los rayos solares se enderezaban ya acercándose a los rodapiés del muro de la ventana.
En la soleada habitación, doblado con sumo cuidado sobre un sillón estilo vintage, reposaba un uniforme que no se movería de allí en dos días. Le eché una mirada, que era más un agradecimiento, mientras pasaba por su lado sin intención alguna de cogerlo; salí del dormitorio embutido en el pijama cerrando la puerta a mi espalda; al hacerlo, sabía que dejaba a la vista de nadie el póster collage hecho a partir de unas fotografías tan especiales que conseguían espolvorear mis momentos de soledad con esperanza.
Después del obligado paso por el cuarto de baño, me dirigí a la cocina para dar cuenta de un frugal desayuno, no era cuestión de comer demasiado vista la cercanía del mediodía. En ello estaba cuando sonó el móvil ofreciendo la sonriente cara de una fémina:
—Sí, ¿quién es? —respondí sin poder disimular la alegría, evitando a duras penas una carcajada.
—¿Qué quién soy, para eso me has estado mareando tanto tiempo con que te enviara una foto mía actual? —dijo una Eva que intentaba aparentar decepción, sin conseguirlo...— ¿Qué tienes pensado hacer este fin de semana?, como los dos lo tenemos libre, se me había ocurrido que podríamos hacer un plan conjunto, empezando por ir a comer hoy, ¿qué te parece?
«¿Que qué me parece? —reflexioné al instante—, que no imagino un mejor plan».
—Por mí estupendo, ¿quedamos en hora y media en el parque?, aún tengo que hacer un par de cosas —no le dije que eran acabar de asearme y de desayunar, sin importar el orden.
—¡Estupendo, Abelardo, allí nos vemos, chao!
A pesar de mi deseo, y por falta de intentos míos no había sido, Eva y yo no éramos pareja, aunque sí buenos amigos, los mejores amigos. Yo estaba enamorado como un colegial de ella, lo confieso, desde que me pidiera aquel favor tan especial y comprometido del asunto del dron en el que, y ella lo supo más tarde, me dejé manipular contagiado como estaba por los efectos del flechazo que recibí; pero un instinto de autoprotección desarrollado a raíz de aquello le seguía impidiendo a Eva corresponderme, o así quise verlo. Pero yo sé que ella me quería, me quería muchísimo. A menudo trataba de resarcirme por nuestros diferentes sentimientos asegurando que yo era su mejor amigo y confidente, añadiendo en ocasiones bajando un poco la voz, que, si un día volvía a enamorarse, no se imaginaba a nadie más que yo como el destinatario de ese sentimiento. Y a mí me bastaba con eso, con que contara conmigo, con estar en su vida.
Cuando diez minutos antes de lo convenido nos encontramos en nuestro rincón favorito del parque, sendos besos en las mejillas dieron inicio a nuestro fin de semana juntos. Tanta ilusión me había generado que me preguntaba si sucedería igual en su caso.
Dado lo avanzado de la hora, no tardamos en ir a comer. Charlábamos mientras comíamos, y bebíamos mientras conversábamos. Su compañía era tan cálida como siempre, pero en un determinado momento vi cómo el rostro de mi amada cambiaba con brusquedad de verano a invierno, a un duro invierno. La conocía bien, por lo que tal cambio no podía pasarme desapercibido. Eva se dio cuenta de que su expresión la delataba y, plena de reflejos y no pudiendo esconder su inquietud, se adelantó a la pregunta que estaba a punto de hacerle, se sinceró y me preguntó:
—¿Lo notas? ¿No lo notas?; tengo la sensación de que hoy es un día extraño, diferente; de que va a ocurrir algo importante y me temo que nada bueno... Es lo que percibo y me preocupa. Y me tendió sus manos para que la reconfortara por primera vez con la calidez de las mías.
Enseguida me contagié y creí ser partícipe de la misma sensación que Eva, aunque no sabría decir si lo hice sólo por afinidad emocional con ella. En todo caso, en un intento de tranquilizarla y desdramatizar, empecé a contarle mis últimas batallitas referentes a las novedades de mi sección en la comisaría y que ella oía más que escuchaba. Me atreví también con algún que otro chiste a sabiendas que no era mi fuerte, todo con tal de aliviar su desasosiego. Y en parte lo conseguí, pues creí ver en el rostro de Eva un cambio: de invierno a un toque de principios de otoño; incluso imaginé un par de lágrimas esquivando sus mejillas y cayendo al vacío como anticipo de aquél.
Con la preocupación en pausa, salimos del restaurante decididos a dar una vuelta por una avenida arbolada cercana, así de paso favoreceríamos la digestión. Teníamos toda la tarde por delante para que surgieran nuevos planes. Caminábamos como siempre, uno al lado del otro, sin roce físico alguno, aunque en esta ocasión más cerca que nunca el uno del otro. No nos habíamos fijado en que estaba bajando la intensidad lumínica cuando empezó a llover; al principio un sirimiri que nos refrescó y animó, pero al rato el cielo se oscureció como si no hubiese mañana y tuvimos que correr bajo una intensa lluvia hasta resguardarnos en un túnel bajo la calzada de la avenida. Una vez a salvo del diluvio, recuerdo que necesitamos un buen rato para recuperar respiración y frecuencia cardíaca antes de divisar los aparcamientos cubiertos de una «gran superficie»; hacia allí nos dirigimos. Cruzamos dos miradas cómplices que buscaban el beneplácito del otro y entramos en el complejo comercial. Y después de recorrer las galerías comerciales reparando en los escaparates de las diferentes franquicias, acabamos por entrar en el supermercado.
*
«A uno siempre le quedan recursos, aunque su situación actual no sea la más favorable, máxime si ha manejado compañías y datos importantes en su anterior trabajo como inspector de policía», pensó Ádam, orgulloso, mientras se disponía a colocar en las estanterías correspondientes el montón de latas de conserva apiladas en el palé que acababa de traer del almacén. Su estancia en aquella delegación era ilegal a todas luces, así lo indicaba la sentencia del juez que le condenó a dos años de prisión y a una orden de alejamiento posterior que no le permitiría estar a menos de diez kilómetros de su exesposa los siguientes diez años. Pero consiguió que uno de los contactos que le seguían siendo fieles hiciera desaparecer todo su negro pasado de su ficha policial y le consiguieran unos documentos oficiales pero ilícitos con los que pudo solicitar, sin preocupación ante una posible negativa, el traslado a la sucursal del supermercado de su antigua población en el que ahora se encontraba trabajando. Se tomaría todo el tiempo necesario para ejecutar su venganza, no tenía prisa. Eva nunca había sido partidaria de comprar en grandes superficies, por lo que no contemplaba la posibilidad de cruzarse allí con ella. No obstante, para evitar el imprevisto de un reconocimiento embarazoso, se había dejado crecer una poblada barba a la par que se había afeitado la cabeza. Se creía así a salvo de miradas indiscretas…
*
El sonido de la copiosa lluvia al atacar los materiales plásticos translúcidos que se intercalaban en el techo del recinto, semejante al crepitar de la madera en el hogar, nos acobardó, y empezamos a visitar las diferentes secciones a la espera de que amainara el temporal. Mientras lo hacíamos, la frecuencia del latido cardíaco de Eva iba aumentando por momentos, tanto como su nerviosismo, sin saber todavía el porqué. En un acto instintivo, buscó mi mano y la agarró con fuerza con la suya intercalando los dedos. No opuse la menor resistencia, no me lo podía creer, era la primera vez que caminábamos así y a mí me pareció estar en la gloria, alternándola con el paraíso.
Acabamos de recorrer el pasillo destinado a chocolates, galletas y dulces y giramos para entrar en el correspondiente a conservas. Al cabo de dos pasos Eva se paró de golpe al ver a un empleado concentrado en su labor al final del pasillo al que, según me confiaría enseguida, identificó sin la menor duda a pesar de que lo encontró muy cambiado por su intencionada transformación. Sin ser consciente de ello, clavó sus uñas en mi mano con tanta presión que una se hundió en la carne. Yo, antes de reparar en la sangre que empezaba a manar en un minúsculo reguero, la miré extrañado, y me alarmé cuando ella me indicó con la cara desencajada:
¡Allí, mira!
***
La furia desatada de los elementos, aprovechando la inesperada desaparición de la cubierta del supermercado, llegó de súbito y los sorprendió desprevenidos, sin margen posible de maniobra. Eva pensó que estaban perdidos, hasta el punto de no poder considerar nada que no fuera el fin de su tiempo en este mundo. El tenebroso cielo se partió en dos y propició que el apocalipsis adelantara su llegada, cubriendo todo con un traicionero y denso manto negro, envolviéndolos, tragándoselos.
*
Abelardo tiró de una paralizada Eva agarrándola de un brazo hasta situarla entre dos pasillos intentando protegerla de la visión de aquello que tanto la había alterado; ésta poco a poco fue volviendo a una realidad en la que la persistente y copiosa lluvia estaba percutiendo en la frágil —ahora parecía mucho más que antes— cubierta translúcida de la nave. Justo en el momento en que se disponía a decir algo, su compañero se le adelantó:
—¿Piensas que es… él? —La atrajo hacia sí para que se sintiera protegida, ella se dejó hacer—, ¿estás segura?, piensa que estábamos a más de cincuenta metros de su posición.
Eva, pegada como estaba en ese momento al pecho de Abelardo, levantó la cabeza y fijó una mirada vidriosa en los ojos de él que fue más que una respuesta afirmativa: llevaba adjunta una petición de ayuda, una nueva petición, la segunda en poco más de dos años.
—Ha cambiado su imagen, y mucho, para intentar pasar desapercibido —Eva susurraba, asustada—, pero a mí no puede engañarme, estoy segura al cien por cien de que es él. No puede ser que haya conseguido saltarse tan pronto la orden de alejamiento… ¡Malditas sean esas lealtades que están por encima de la justicia y de la legalidad! —dijo alzando un poco la voz, a lo que Abelardo reaccionó haciendo el gesto de cortar en perpendicular sus labios con su dedo índice para que volviera al susurro, no podían permitirse el lujo de que aquel individuo los localizara allí.
Compartió con Abelardo la idea de que Ádam se habría apoyado en sus contactos de la comisaría para conseguir el traslado a la sucursal del supermercado en su ciudad a pesar de la orden judicial de alejamiento. En un instante, viajó con su mente unos años atrás, al tiempo en que el suyo, visto desde fuera, era un matrimonio feliz con ese hombre que ahora no era sino un extraño para ella, y su mayor pesadilla. No quiso ni imaginar la cantidad de trapos sucios que tendrían que taparse unos a otros en el círculo policial en el que se había movido su exmarido, por lo que el tema de los favores —casi nunca muy legales— estaba a la orden del día; trataban así de evitar que alguno pudiera salir a la luz pública, menos aún sin lavar...
Cuando logró tranquilizarse lo suficiente como para poder reflexionar con lucidez, Eva decidió que el apocalipsis tendría que esperar, que todo había sido una alucinación suya debida al estrés generado por el inesperado encuentro; apoyó sus manos en los hombros de Abelardo para separarse un par de palmos de él y ya calmada le habló con determinación:
—Salgamos de aquí rápido, Abelardo, te lo ruego. No puede saber que le hemos visto, que sabemos que está trabajando aquí. Con seguridad estará urdiendo una venganza contra mí, o contra los dos. Tenemos que conseguir que pague por completo por su falta y que quien sea, no lo sé, se asegure de que nunca más incumpla su orden de alejamiento, así impediremos que lleve a cabo el que no dudo será un perverso plan; temo que quiera hacernos mucho daño. No soy optimista, ya ves, no te quiero engañar…
—Vayamos a mi casa, allí estaremos tranquilos y un chocolate caliente nos despejará la mente para poder pensar en la mejor decisión a tomar —Abelardo le estaba hablando al oído a Eva mientras caminaba por detrás de ella, escondiéndola con su figura y agarrándole una mano con firmeza, pero sin presión, insinuando la llegada de una caricia que esperaba no fuera rechazada; aceleraron y salieron del centro comercial sin mirar atrás.
Se sintieron a salvo cuando por fin entraron en el apartamento del joven y cerraron la puerta tras ellos. Llegaron empapados; mientras se secaban como podían, tiritando por la fría humedad y por el nerviosismo, Eva recordó algo que Abelardo le había contado de pasada durante la comida y a lo que ella no le dio mayor importancia entonces:
—¿Dices que esos sueños que has compartido conmigo son recurrentes? Creo que tu subconsciente nos está dando las pistas para un plan que podría solucionar, de una vez por todas, mi problem…
—¡¡¡Nuestro!!!, nuestro problema, querrás decir —la interrumpió Abelardo—. ¡No pensarás que te voy a dejar sola en sea lo que sea que estés tramando!, siempre que tú no me alejes de tu lado… —le empezaba a guiñar un ojo cómplice a Eva cuando ésta se puso de puntillas y le plantó un suave beso en los labios antes de que él tuviera tiempo siquiera de subir el párpado— … estaré a tu lado para todo lo que necesites, para «to-do» —continuó matizando esta última palabra al enfatizar cada una de las dos sílabas, sin creerse todavía lo que acababa de sucederle.
—¡Perdona, Abelardo!, no he debido hacerlo, no he debido be… —en esta ocasión fue él el que no le dejó terminar la frase al tomar la iniciativa: la rodeó con sus brazos y la besó. Fue aquél un beso lento, muy suave al principio, apasionado después, con una pasión que buscaba recuperar los dos años largos de retraso con los que llegaba.
»… sarte. Besarte, quería decir, aunque confieso que ya no me arrepiento en absoluto, visto cómo has reaccionado —ambos estallaron en una risa nerviosa, contagiosa, que dio paso a unas sonoras carcajadas; necesitaban desahogarse, liberar tanta tensión acumulada—. ¿Qué te parece si te cuento la idea que he tenido y después continuamos en el punto donde lo hemos dejado? Primero la necesidad, después el placer… —esta vez fue Eva la que guiñó un ojo a Abelardo, en un aleteo de pestañas que originó que un escalofrío le recorriera de arriba abajo a éste; o al menos así lo habría descrito cualquier amante del romanticismo.
*
Tardaron una eternidad en vestirse, pues tomó el mando la pereza de no querer que acabara su primera vez, la causante de las continuas interrupciones que aprovecharon los rescoldos de pasión que aún seguían ardiendo. Pero esto sólo ralentizó al máximo lo que uno y otra aceptaban como inevitable, y más ahora que tenían que llevar a buen fin el plan que, previo a los momentos de deseo desenfrenado, ella había compartido con él. Tendrían que ser discretos, elegir bien a las personas adecuadas, coordinar sus acciones y esperar a que la justicia sufriera menos zancadillas que la vez anterior.
*
Un avión aterriza sin novedad en el aeropuerto de Langnes, en Tromsø, Noruega. De él baja un varón que cubre su cabeza rapada con un grueso gorro de lana; hace frío, mucho frío, el ambiente es gélido. No imagina que, en cuanto recoja su maleta de la cinta portaequipajes, se le van a congelar también las intenciones: va a ser detenido por tres agentes de Interpol que le esperan allí camuflados entre los cientos de usuarios que vienen y van por la terminal. La orden internacional de busca y captura se ha emitido instantes después del despegue de la aeronave, junto con la información necesaria para la detención. Ádam será acusado de violación de su orden de alejamiento, salida sin permiso del país y de un nuevo intento de acoso a su víctima. Antes de dedicarse a colocar más artículos en las estanterías correspondientes, si es que consigue que su empresa o alguna otra le readmita en alguna de sus delegaciones, exceptuando la última, pasará unos cuantos meses más «a la sombra». Pero lo que más le va a doler, sin duda, es saberse burlado de aquella manera por su exmujer, a la que él siempre tomó por limitada en cuanto a recursos intelectuales. Ahora sabe que ha caído en una trampa como un simple aficionado, y le asalta una duda: ¿dónde se encontraría Eva en esos momentos?, porque lo único que tenía claro es que no había llegado a poner sus pies allí, ni ella ni ese entrometido que la ayudó.
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La playa está en calma, aún son horas tempranas en la mañana caribeña pero un par de tumbonas están ya colocadas sobre sendos tapetes de caña, orientadas con vistas al mar, sobre una fina arena que de momento se mantiene templada. Cristina y Luis, sus ocupantes, chocan a modo de brindis dos grandes jarras con zumos de diversas frutas tropicales, el mejor modo de empezar el día, se dicen.
Cuando el Sol empieza a castigar con sus látigos en forma de potentes rayos, la pareja, que ya no está sola en la playa, coloca una sombrilla gigante entre las dos tumbonas y continúa su reposo activo. Cristina repasa sus nociones de inglés, Luis lee y relee las últimas revistas y fascículos que ha conseguido sobre Ciencia y Tecnología. Una cosa está clara, seguirán formándose para que en esa zona de aguas calientes no les falte una ocupación remunerada con la que ganarse un sueldo decente junto con el respeto a sí mismos. No necesitan más. Los que tienen que saber que están bien lo irán sabiendo y ellos también estarán informados del día a día de sus seres queridos, y sólo se preocuparán de que nadie sepa nunca dónde viven esa apasionada historia de amor que explotó con un apocalipsis…
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Ádam, esposado y acompañado por tres agentes armados de paisano, vuelve a entrar al mismo avión del que ha descendido no hace tanto una vez que éste ha repostado y ha sido repasado por los servicios de limpieza. Les espera un largo viaje de vuelta. Su orden de extradición se ha ejecutado de manera inmediata y en su cara la poblada barba esconde una mueca de extrañeza e incredulidad. Se arrepiente de haber subestimado a Eva, aunque todavía tardará un tiempo en hacerlo por haberla menospreciado, vejado y maltratado, si es que lo llega a hacer algún día. «Es mi sino», se excusa ante sí mismo, y cierra los ojos con la vergüenza del cobarde.
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Cristina y Luis abandonan la playa, el Sol mortifica sin clemencia en esas tierras rodeadas de aguas calientes y ellos tienen claro que deben respetar a la Madre Naturaleza.
Cristina y Luis se dirigen a su apartamento sin prisas, deseosos el uno del otro, disfrutando del paseo, aunque, como siempre, esmerando la discreción.
Cristina y Luis van desapareciendo por momentos. Para cuando entran en su nuevo hogar ya se han convertido en Eva y Abelardo. En la intimidad que les otorga aquél proceden a dar rienda suelta a sus fantasías y deseos. Un día más disfrutan de la prestada felicidad.
El apartamento está situado en un primer piso. Eva lo quiso así, aunque no tuvo más que sugerirlo cuando interiorizó que odiaba las alturas que frecuentó antes. Consideró que era lo más opuesto a un séptimo piso, si evitaban la innecesaria exposición y vulnerabilidad que ofrecen los bajos; seguía habitando en ella la obsesión por la seguridad. Y Abelardo la apoyó en esto y en todo lo demás casi sin condiciones; sólo una puso… Cuando cierran la puerta de su dormitorio, ésta deja a la vista un collage con fotografías variadas, todas diferentes en tamaño, escenarios y luminosidad, pero todas de Eva, y Abelardo no puede dejar de pensar en lo poco que perdió cuando lo ganó todo.
¿El resto de paredes…? Algún que otro cuadro y dos reconocimientos, a nombre de cada uno de ellos dos, diseñados por Eva en clara burla al tributo a la vanidad de Ádam que tuvo que soportar durante tanto tiempo en los muros de su antigua casa.
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Aunque evitan hablar demasiado del tema, no pueden evitar pensar en todo lo ocurrido en los últimos días, en su imaginativo ardid:
«Ambos pedimos excedencia de seis meses por motivos personales a disfrutar a partir de la semana siguiente al lunes posterior al incidente del encuentro, y por suerte nos fue concedida sin mayores problemas por nuestro jefe directo que, respetando nuestro deseo, lo mantuvo en secreto; todo ello gracias a argumentos esgrimidos en dos convincentes actuaciones teatrales ante él, un comisario nuevo en el puesto y en la ciudad y que por ese mismo motivo estaba fuera de la órbita de Ádam. Teníamos que cruzar los dedos y mantener la precaución al máximo durante algunos días más. Pero, además, durante los siguientes siete, y en los momentos de relax, nos ocupamos de consultar en internet en nuestros respectivos puestos todo lo referente a viajes a Tromsø, en el norte de Noruega, a sus hospedajes y, sobre todo, a las ofertas de trabajo de esa zona; visitamos muchas páginas sobre este último particular, queríamos que se nos supusiese muy interesados en ello. Teníamos que dejar las pistas suficientes de las visitas a todas esas páginas en los dos puestos, sabíamos que sus topos estudiarían con meticulosidad nuestros historiales de navegación comparándolos entre sí hasta convencerse de que nuestra intención no era otra que huir juntos hasta allí; así esperábamos que se lo transmitieran a Ádam.
Nosotros, durante este tiempo, hicimos los deberes sin ser conscientes de ello, sin aventurar que en algún momento podríamos necesitar unos colegas incondicionales entre los compañeros; por eso no nos fue difícil encontrar entre los destinados en el aeropuerto a dos dispuestos a echarnos una mano. A partir del lunes en el que comenzábamos nuestra excedencia, nos parapetamos en el piso menos expuesto, el de Abelardo, y les solicitamos que controlaran a todos los pasajeros que embarcaban a Tromsø desde ese mismo lunes. Para ello les enviamos todos los datos e información que pudimos sobre Ádam y esperamos pacientes esa llamada que estábamos seguros se produciría en breve. Sabíamos que la intención de aquél sería no permitir que empezáramos una nueva vida en paz y que nos perseguiría hasta el mismo infierno si hubiese hecho falta. Y un día la llamada se produjo. Cuando se nos confirmó la presencia de nuestro villano particular en un avión que ya se elevaba perdiendo el contacto físico con la pista, en ese mismo momento, llamamos a nuestro comisario y le explicamos todo lo que se podía explicar, obviando los detalles de nuestro plan, claro. Con celeridad activó el protocolo y se emitió la orden internacional de busca y captura para Ádam que fue recibida en Oslo al instante. Su extradición a nuestro país para ser juzgado de nuevo sería inmediata. A la par se encargó de que se nos facilitaran unos nuevos documentos de identidad con la más absoluta discreción, al fin y al cabo, tarde o temprano las condenas se acaban cumpliendo, pero las ansias de venganza vuelven con los presos liberados, casi siempre fortalecidas por los excesos de tiempo libre para pensar. ¡Cómo nos gustaría ver su cara en el instante de la detención!
Aunque tenemos recursos suficientes para aguantar unos meses más en esta situación, con nuestras nuevas identidades, en algún momento tendremos que empezar a ganamos la vida aquí para no despertar ninguna sospecha; porque lo que es seguro es que no regresaremos.»
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Un dron sobrevuela la zona residencial donde se encuentra su edificio, y su piloto rojo parpadea con una intermitencia perturbadora. Se despierta de golpe de su recurrente pesadilla empapado en sudor. El recluso de la litera inferior protesta entre sueños, como si hubiera oído, molestándole, la agitada y cada vez más angustiosa respiración de Ádam. Por la mañana, éste va a volver a solicitar que le suministren algún antipsicótico de otra marca, no puede continuar así. Vuelve a quedarse dormido. En su sueño, alguien le susurra una vez más: ¡Mira allí!

© Patxi Hinojosa Luján
Dedicado a mi querido amigo Txentxo, que hace cuatro años me animó a hacer algo con tres relatos que escribí, y que podían entrelazarse entre sí, y que hoy ya conforman un relato único después de un sustancial lavado de cara.
A la memoria de su hijo Chencho, fallecido el pasado 21 de marzo del 2020 a los 34 años.
(24/03/2020)

martes, 3 de marzo de 2020

Jimena, ¿y ahora qué?


¿Qué hace que alguien lo deje todo, meta los retazos más entrañables de su vida en la primera maleta que encuentra, despreocupándose de llenarla, y siga a otra persona hasta el fin del mundo, y más allá si hiciera falta? La respuesta, en un principio, es sencilla, ¿verdad?: el amor. Al menos, así es como responderíamos la mayoría de nosotros a semejante cuestión. Pero resulta que no siempre ese es el motivo, veréis…
Andrés no tenía tan definida la respuesta; bueno sí, lo que quiero decir es que él siempre dejó la puerta abierta a otra posibilidad, a otra respuesta tan válida como aquélla, por lo menos en su caso. El problema surgía cuando se preguntaba, lo que hacía a menudo pues la veía cada día, si su apreciación sería compartida por esa persona en concreto.
Jimena, un par de pasos por delante en el camino multicolor de los sueños, coincidía con Andrés, sin saberlo, en el gusto por la metáfora de una casa ventilada, con la puerta abierta de par en par a una segunda respuesta tan válida como la recurrente primera.
Así las cosas, la vida iba pasando con sus mundos en perpetua conexión, con un vínculo más fuerte de lo que ellos dos intuían. Con sus problemas ella, con sus imaginativas soluciones él, con sus secretos ambos…; y los universos respectivos repletos de palabras mudas, por pendientes, que no acababan de pronunciarse entre los dos. Y siempre con Marion, Encarna y Sendy, testigos no precisamente mudos, ahí cerca, tejiendo tramas, desenredando ilusiones, tan ignorantes ellas como nuestros dos protagonistas de que estos no necesitaban de atracción física alguna para necesitarse más allá de los patrones afectivos convencionales.
¿Que qué hace que alguien lo deje todo, meta los retazos más entrañables de su vida en una maleta, despreocupándose de llenarla, y siga a otra persona hasta el fin del mundo, y más allá si hiciera falta? Preguntádselo a Andrés, os responderá que la amistad incondicional como la que mantiene con Jimena… y la propia Jimena; y lo hará mientras ésta espera a que aquél recupere los pasos de desventaja antes de que ambos se cuestionen a la vez: Jimena, ¿y ahora qué?
Con la visión obstruida por una cortinilla acuosa ―esa emoción que se me ha colado a traición en los ojos…― reflexiono aquí, en la butaca, mientras esbozo en mi mente esta sinopsis procurando fijarla para que no se me olvide, y me surge la duda: anulada la desventaja inicial, juntos ya para el resto de la historia no contada, la Amistad incondicional ―con mayúscula, que jamás conllevará prisión―, ¿acabará mutando a amor, o quedará anclada para siempre en algo que bien podríamos denominar amoristad…, qué pensáis?

(Sinopsis en versión libre de la obra escrita por Cristina Torres para su grupo de teatro Les Figuretes)
© Patxi Hinojosa Luján
(03/03/2020)