Se acercaba el mediodía, aunque el
aire sólo tenía la luminosidad de un día de otoño algo entristecido. Una figura
humana salió a la calle por la puerta de una oficina bancaria, su sucursal habitual.
Se movía torpe y pausadamente, como si tuviera dudas, muchas, tantas como
preguntas. Se paró de golpe. Volvió a mirar el documento en el que se
reflejaban los últimos movimientos de su cuenta, que acababa de obtener de la
impresora del despacho de Andrés, el director de la sucursal, quien le había
citado mediante una llamada personal a su móvil el día anterior.
No era urgente, al menos no para el
banco —le
había dicho—
aunque sí importante para él. «No
siempre lo urgente es lo importante»
le recordaba su —desde hacía ya algún tiempo— amigo Fito, el de los Fitipaldis,
aunque lo cierto es que no sabía muy bien cómo aplicar la cita en ese momento. De
todos modos, ese momento lúdico al relacionar los dos adjetivos no logró evitar
el estado de máxima alerta en el que, obedeciendo a la lógica, se sumió.
Se esperaba lo peor, ¡cómo no!, las
continuas referencias a la crisis mundial (y por ende local) tanto en prensa
escrita y digital, como en radio y televisión, y sus múltiples consecuencias
para el ciudadano de a pie, sobre todo las relacionadas con esas tan
impopulares actuaciones bancarias, no le permitían pensar con nada de
optimismo.
Pero no, no había nada de lo que
asustarse en lo que oyó decir a Andrés, que en líneas generales era lo que se
reflejaba en el impreso, más bien todo lo contrario...
Y entonces lo volvió a mirar, todavía
incrédulo, y alzó los ojos al cielo, un cielo en el que las nubes se separaban
unas de otras como si quisieran dejar paso a su mirada, una mirada que buscaba
una respuesta, o que sólo quería dar las gracias a no sabía quién...
En ese mismo instante, al otro lado de
la calle, otra figura tan humana como la anterior utilizaba el cristal del
escaparate de un establecimiento con escasa iluminación como improvisado
espejo, con lo que pudo ver reflejada en él toda la escena anterior, tan breve
como intensa y emocionante para él; le fue imposible, o más bien no quiso,
disimular una mueca de satisfacción*
en su rostro en el instante mismo en que empezaba a alejarse de allí, con toda probabilidad
para siempre... Iba tarareando The
Captain and The Kid, de Elton John, que al cabo de un rato también sonó en
su móvil, aunque no se inmutó y lo dejó seguir. Daba igual que cada nota de la
canción le indicara la insistencia de su contacto, no pensaba responder, esta
vez no.
*al más puro estilo de Anthony, el personaje de Chris Ludacris Bridges en Crash, justo en el momento de arrancar la furgoneta robada, previo
a la colisión final
©
Patxi Hinojosa Luján
(28/12/2013)