El viento sopla aquí con tanta insistencia que
forma parte ya desde tiempos inmemoriales de la banda sonora de nuestras vidas.
Esto llegó a ser desesperante para algunos; otros, ingenuos, creímos vislumbrar
en la partitura de sus tonadas diferentes mensajes de promesas esperanzadoras.
***
La enfermería —es preciso etiquetar
de alguna manera esta habitación— carece de las condiciones mínimas de equipamiento
sanitario que serían exigibles en cualquier zona del primer mundo; pero el
lugar en el que nos encontramos no pertenece al primer mundo, juega un par de
divisiones por debajo…
Dos jóvenes nativos entran sin
prisa empujando con un entusiasmo mal balanceado una camilla con ruedas que
sitúan en el centro de la estancia, justo debajo de la única bombilla que la
ilumina y que, por sus esporádicos guiños, no debería de tardar en fundirse. En
ese momento reparo en su presencia, es un joven algo pálido que no presenta
mucho mejor aspecto que la lámpara, imagino que extenuado por la falta de
descanso y el exceso de horas de trabajo. Aprecio que, desde la esquina donde
está situada la única silla, examina la camilla metálica con toda la concentración
que le permite la intermitencia de sus cansados párpados antes de levantarse;
entonces se acerca y se dirige a mí, su ocupante, con la frase que intuyo utilizará
siempre para romper el hielo: «Se me va a
quedar quietecito mientras me ocupo de usted, ¿de acuerdo?». Cuando los
auxiliares salen en busca de nuevas tareas, lo hacen meneando sonrientes sus
cabezas al oírle, está claro que ellos conocen de sobra su particular y terapéutico
sentido del humor.
Enfrascado en una bata que ha
debido de sufrir unos cuantos lavados para presentar esa tonalidad tan poco
vistosa, suspira a pesar de la mascarilla que acaba de colocarse y, con suma
delicadeza y respeto, recoloca mis ropajes, acaricia mi frente con un guante a
través del cual siento el compasivo calor de sus dedos y echa un penúltimo
vistazo a un cuerpo que ha estado expuesto a la epidemia mortal. A
continuación, procede a desinfectarlo siguiendo lo que sin duda es el protocolo
adoptado por su organización, hay que cortar de cuajo la propagación en todos
los frentes posibles. Y mientras me habla y me pregunta, y vuelve a hablarme, no
espera respuesta; ese proceder es un mecanismo que, estoy convencido, activa
como protección ante la posibilidad de perder la razón a base de tanto luchar
contra la sinrazón. Porque, sin tiempo para un descanso reparador, la posibilidad
de que sigan llegando más cuerpos no es sino una triste realidad.
En el exterior, el viento no
para de soplar.
***
La muerte sigue empeñada en
ganarle la partida a la vida, sabedora de que se quedó con las mejores cartas y
de que nunca estamos preparados cuando, tramposa, se saca de la manga su as
ganador, el de la inevitabilidad…
No es necesario buscar lejos, ayer
fue mi turno: cuando se me sellaron los ojos, se abrió de golpe ante mí la
percepción de nuevos e inimaginables sentidos. Fue en aquel preciso instante cuando
me inundó la certeza de que aquellos susurros para la esperanza no eran más que
mentiras, las mentiras del viento.
© Patxi Hinojosa Luján
(27/12/2017)