Doy vueltas como un perro enjaulado. Como conozco el recorrido al milímetro, lo hago con los ojos cerrados: del salón a la cocina, de la cocina a mi cuarto, y vuelta al salón; a veces paso por el baño, cuando me apremia la vejiga, pero enseguida retomo la ruta habitual hasta que, cansado de intentar cansarme, acabo por serenarme.
Resulta que mi doctora me ha recetado con toda delicadeza que me recluya en casa. Dice que, en mi caso con más razón si cabe, no debemos exponernos lo más mínimo a este virus que nos ha declarado la guerra; quedarme además sin los sentidos del gusto y el olfato, aunque fuera sólo de manera temporal, reduciría a niveles mínimos mi calidad de vida. Comprendo su preocupación: el abuso de auriculares con la música alta ha mermado mi capacidad auditiva; lo otro, de lo que yo no soy culpable pues vino de serie conmigo, no hace sino agravar el conjunto.
A pesar de todo ello, le estoy agradecido a la vida: no todo el mundo tiene la suerte de tener tan desarrollado el sentido del tacto como lo tenemos nosotros. Porque en ocasiones, aunque no me toque revisión médica, ella se abre para mí como el más apetecible de los libros para que mis dedos puedan leer en su piel la receta más maravillosa, esa en la que me confiesa que desea tanto mi cuerpo como yo el suyo; y entonces pierdo otro sentido, uno que no figura entre los cinco.
© Patxi Hinojosa Luján
(10/01/2021)