―Antes de abrir la
puerta que comunica el salón con la terraza, me aseguro siempre de
cerrar la del balcón de la cocina; por las corrientes, ¿sabe usted? Es que
están orientadas a calles distintas, y ambas son acristaladas.
»Mi modesta pensión de jubilado no
da para extras como cristaleros; si apenas soporta los gastos de mi comida y la
de los gatos que me acogieron en la que yo consideraba hasta entonces mi casa, y
donde se pasan buena parte del día maullando que abra puertas a su paso…
»¡Ay!
»Pero esta vez me olvidé por
completo. La memoria de uno ya no es la que era. ¿Puede que tenga algo que ver con
ese principio de nosequé del que cuchicheaban esos jóvenes enfermeros el
otro día?
―…
―No se disguste con ellos, doctora,
¡ayayay!, intentaron que yo no los oyera, pero resulta que a mi edad tengo el
oído de un mozalbete, ¿puede creerlo?
―Seguro que hablaban de otro
paciente ―con su bata blanca a medio abrochar, carraspea para aclararse la voz en
un vano intento de resultar creíble, pero casi se atraganta con el nudo de una
emoción para la que no encuentra acomodo―. Ahora no te muevas, papá, estoy con la
última esquirla de cristal, casi no te quedará marca.
«Está decidido, reflexiona quitándose
los guantes, te mudas a nuestra casa.»
Ya en el rellano, cruzan sus miradas
vidriosas entre maullidos de impaciencia; y entretanto, unas lágrimas escapan surfeando
arrugas para caer en el olvido justo antes de abrir la puerta.
© Patxi Hinojosa Luján
(06/08/2019)