(Imagen extraída de la red Internet)
Aún
estamos en invierno y a pesar de ello, como en anteriores días, hoy hemos
amanecido con un cielo azul tan intenso y despejado que el Sol lo ha agradecido
perfilando con nitidez el contorno de su cegadora esfera amarilla.
De un tiempo a esta parte, cuando no llueve, algunos miembros de la
familia aprovechan para salir de paseo conmigo. Esta mañana, al pasar cerca de
la consulta de una psicóloga conocida de no he entendido bien quién, hemos
entrado por algo relacionado con una campaña gratuita de no sé qué tipo de concienciación,
o algo parecido... En el último instante se ha optado por que yo no entrara y me
he quedado en la sala de espera cuidando de una de mis nietas; mejor así, no he
dicho nada, pero estaba ya notando la extraña sensación en la cabeza, esa especie
de cinta rodeando y rozando mi cerebro. No llego a sentir dolor, no es eso, es
más bien que pierdo parte del control sobre mí misma, como si se escurriera
arena de mis relojes entre mis dedos temblorosos. Ya me había pasado antes en
varias ocasiones, y me preocupa constatar que esa sensación se queda cada vez
más tiempo conmigo.
Ellos han salido al cabo de media hora, más o menos. Lo han hecho algo
serios. Al verme, sus semblantes han recuperado el brillo al momento, aunque no
han entrado en detalles sobre la reunión y a mí me ha dado cosa preguntar.
Después hemos seguido paseando hasta llegar a casa y yo, aprovechando un
momento de respiro de esa cinta, y que ahora me encuentro sola en mi cuarto, estoy
garabateando estas cuatro palabras con una sonrisa bobalicona.
*
Lo pensé anoche antes de dormir, cuando ya no tenía este diario a mano
y reinaba la oscuridad: debo anotar aquí, antes de que el huésped que anida en
mi cabeza me impida expresarlo, que tengo una hija maravillosa, y que el resto
de la familia también lo es; cada vez me hablan con más dulzura y paciencia y ya
no se enojan tanto conmigo cuando me despisto por algo. No sé si ellos se dan
cuenta de que esto yo lo agradezco de corazón.
*
Parece que ya no me necesitan como antes, cuando yo necesitaba que me
necesitaran. Desde hace un tiempo ya no me encargan el cuidado de nadie; será porque
se han hecho grandes todos: estas personas tan amables que me llaman mamá, y
los chicos que deben de ser sus hijos, porque me llaman abuelita. ¿Cuántos eran…?
¿Serán todos del pueblo?
*
Ahora tengo miedo, pero no sé de qué, y por más que busco y rebusco no
encuentro a mi madre. ¡Madre!, ¿dónde está uste…?
*****
Estoy leyendo con el filtro de
una cortinilla salada que me nubla la vista cuando llego al repentino final y debo
frenar en seco para no precipitarme al blanco vacío; mientras, una impotencia
que reincidió sin compasión amenaza con volver. Las palabras que acabo de leer han
despejado algunas de las dudas que nos angustiaban, y quién sabe si en
sucesivas relecturas lo seguirán haciendo. Mas ya se acabaron las frases, estos
arañazos en el alma que escuecen en la misma medida que consuelan. Las hojas que
ahora voy pasando con parsimonia, todas en blanco, se relevan entre sí hasta
llegar impolutas a la contratapa evidenciando con amargor todo lo que no pudo ser.
Cierro el block cuando ya he
hecho lo propio con mis ojos. Dos lágrimas resbalan por mis mejillas, mas no aparece
el gesto reflejo de mis manos para frenar su caída y se estrellan en la tapa dura
de aquél dejando dos manchones tan oscuros y desiguales como tantos y tantos
destinos. Con la cara humedecida me pregunto si mamá no habrá dejado escondida
alguna sorpresa más, aunque ésta ya lo sea en grado superlativo y tenga, tengamos,
para una larga temporada con ella.
*
Hoy es uno de esos días ―¡y van unos
cuantos…!― en que me sorprendo asomándome a la ventana con la mente relajada, puede
que algo dispersa, pensando que la esfera amarilla quizá pudiera tener algún
mensaje más de mamá, pero enseguida me digo que no, que ella prefería la Luna…
Al igual que otras veces, busco dentro
de mi abarrotado bolso las gafas de sol que tanta tristeza han disimulado en mi
rostro estos últimos años. Me las pongo y miro al Sol de frente, como retándolo;
pero es sólo un instante, debo evitar que me deslumbre. No veo nada. Pero al
retirar la vista, hacia la izquierda, unas nubes blancas cual nieve recién
caída, y que no sé de dónde han salido, bailan ingrávidas hasta garabatear lo
que parece una gigantesca «d» que se mantiene formada el suficiente tiempo para
que se quede fijada en mi memoria. Me engaño diciéndome que es la que le
faltaba a su última palabra, y me lo creo, aparentando una naturalidad que no hay
por dónde cogerla. Y para reafirmarme, recuerdo que ella, la «ella» de antes de
la cruel enfermedad, nunca hubiera dejado sin escribir una letra.
Y es entonces cuando mi sensatez,
que lleva un buen rato agazapada ante tamaño ejercicio de fe, asoma con cautela
y se anima a preguntarme: ¿no será sólo que crees haberla visto…?; a lo que yo
le respondo con aparente seguridad: ¡y qué importará!, pues sospecho que ya nunca
se retirará de mi rostro esta sonrisa bobalicona.
© Patxi Hinojosa Luján
Dedicado
a Susan, no sólo la mejor compañera que uno pueda imaginar, sino también la
mejor hija que una madre podría desear, la mejor madre que unos hijos podrían tener…
(26/02/2019)