Inspiré profundamente. Tenía la
impresión de que mis pulmones se habían quedado sin una sola molécula de las
que componen el aire, y necesitaba con urgencia llenarlos al máximo, como si me
fuera la vida en ello. Sin duda alguna, mi cuerpo estaba pagando la ansiedad
producida por el estado de estrés en el que me encontraba desde hacía ya un
tiempo, que se me antojaba demasiado a estas alturas. Pero un día más, con la
oscuridad de la noche como cómplice fiel y parapetado detrás de mi columna
favorita de los soportales del ayuntamiento, la única con capitel románico, esperé
como era ya mi costumbre a que te alejaras lo suficiente para poder seguirte a
prudencial distancia sin que, una vez más, sospecharas nada. Me estaba
convirtiendo en un experto y ya no dudaba de que de nuevo seguiría siendo
invisible para ti, en los dos sentidos; gestos como el de encender un
cigarrillo ocultando la cara entre mis manos y la generosa capucha del anorak
me salían ya que ni pintados, sobre todo teniendo en cuenta mi condición de no
fumador. Pero un actor tiene que meterse por completo en su papel y yo estaba
dispuesto a dejarme la piel por representar a la perfección el mío, el que yo
mismo me había adjudicado meses atrás, y por el que esperaba ganar el inexistente
Oscar para los actores sin el correspondiente carnet de su gremio.
***
Llegados a este punto, bueno sería aclarar
que, mientras duró nuestra relación —estarás de acuerdo conmigo—, nos acompañó
la felicidad y que aquella tuvo su secuencia lógica: nació cuando la chispa de la
pasión nos prendió a la vez, duró mientras estuvo encendida con el esfuerzo de
ambos y, muy a nuestro pesar, desapareció cuando nos alcanzó ese dardo envenenado
que el Cupido del desamor lanzó, aún sigo creyendo que por error, pese a mi
equivocación… Aunque de nada sirve lamentarse, la vida sigue para los dos,
sobre todo para ti. No pretendo que estas palabras sirvan de excusa por mi comportamiento,
no es mi intención disculparme, asumo mis actos y sus posibles consecuencias con
la misma naturalidad con la que asumí nuestra ruptura.
***
Has emprendido la marcha desde «nuestro»
portal y sigues el mismo itinerario que de costumbre, el que te lleva a
encontrarte con esa persona que no te conviene lo más mínimo. Tú aún no lo
sabes, o no quieres saberlo, pero con mi ayuda llegarás a comprenderlo más pronto
que tarde; yo solo quiero tu bienestar, tu felicidad, aunque ya nunca más vayas
a compartirlos conmigo, lo tengo asumido, no tienes por qué preocuparte por
ello. Pero a lo que iba, desconoces aspectos de tu nuevo acompañante que te
pondrían los pelos de punta, y sé que tarde o temprano te va a hacer sufrir. Yo
solo quiero estar ahí para, llegado ese momento, intentar evitarlo.
He observado que de un tiempo a esta
parte te recibe sin la efusividad de las primeras veces, tú lo llevas
padeciendo en silencio varias semanas sin querer aceptarlo, tal y como hiciste
conmigo, aunque esa es una historia pasada que no removeré porque ya no viene a
cuento. Hoy no es una excepción e imagino muy bien un gesto de decepción en tu
rostro que intentas disimular. Se ha girado antes de que llegaras a su altura y
casi has tenido que correr para situarte a su altura hasta poder agarrarle del
brazo y continuar paseando como si fuerais esa pareja de enamorados que, sé
sincera, ya no sois… Después, casi te empuja para «invitarte» a pasar a ese
tugurio de mala muerte que siempre odiaste, y no te queda otra que acompañarle.
Y a mí se me está revolviendo el estómago.
—Tranquilo —me digo—, no se atreverá a
más, no traspasará esa frontera, todavía no…
¡Pero, qué equivocado estaba! Esta vez su
maldad, unida al alcohol ingerido, le ha trastornado más que en ocasiones
anteriores y desde mi discreta y privilegiada posición en el exterior he podido
comprobar cómo te ha menospreciado con gestos e insultos, que hasta yo he podido
oír a la perfección. No he podido evitar unas ligeras arcadas.
Se recompone la situación y salís a la
calle. Tú no quieres ir de su mano pero él te obliga. Tú te sueltas y él te
empuja contra la esquina de la pared de esa calle que está tan escasamente
iluminada. Caes al suelo y él te levanta con malas maneras mientras tú intentas
evaluar tus daños y taponar tus heridas sangrantes; entretanto él sigue
zarandeándote y menospreciándote. Ahora es cuando sé que tú ya no puedes más. Yo
tampoco…
Cuando consigues recobrar tu dignidad,
aceleras el paso hasta adelantarte unos metros, benditos metros, momento que
aprovecho para hundirle a ese malnacido uno de los cuchillos de cocina, ese
jamonero que me tocó en el reparto de bienes de nuestra separación, en la parte
superior izquierda de su espalda, en pleno corazón. Sí, por paradójico que
pueda parecer, también tienen uno este tipo de individuos. ¡Hasta la empuñadura!,
y allí lo dejé, cayendo al abismo de la justicia eterna, mientras yo huía en sentido
contrario hasta que, creyéndome a salvo de curiosos y exhausto por la carrera, tuve
que parar; en ese instante vomité la comida de una semana entre dos autos
aparcados en la negrura de la noche. A pesar, o quizá por ello, creo que nunca
me he sentido tan en paz conmigo mismo. Yo he puesto rumbo a mi apartamento,
sin premura, contento y satisfecho, dispuesto a escribir estas palabras.
***
He impreso dos copias de esta
declaración: una para enviártela a ti, la otra a modo de «nota de suicidio». Aunque,
según escribo esto último, acabo de cambiar de parecer… esta segunda la voy a
quemar, sin prisas, con un último cigarrillo que voy a encender para, como los
anteriores, tampoco fumármelo mientras, con la tranquilidad del deber cumplido,
los espero; ellos… ya no tardarán mucho.
© Patxi Hinojosa Luján
(28/03/2015)