(Imagen extraída de la red Internet y modificada)
Ahora ya es tarde. Ahora, cuando recuerdo que lo
olvidé enseguida…
Recuerdo el preciso instante en que
nos envolvió un silencio tan ensordecedor como perturbador, y que de un plumazo
descartó la posibilidad de pensar en cualquier otra cuestión que no fuera evaluar
la gravedad de lo que estaba por sucedernos.
Me encontraba leyendo mi ejemplar
de El exorcista, así que no tuve más remedio que cerrarlo y abandonar su
lectura para retomarla ―planeé, iluso― en una mejor ocasión que nunca llegó. No
es que ello representara entonces un problema demasiado importante en sí mismo,
ya había leído esa novela tiempo atrás, pero sí lo hacía el hecho de que algo evidenciara
que se avecinaban cambios… para siempre, y no para mejor. Viéndolo con
perspectiva, hoy considero que quizá Regan tuvo mejor suerte que todos nosotros,
como también sé ahora que el discreto silencio que nos envolvió los días
anteriores no era sino una prueba que anticipaba la presencia mientras
continuábamos con nuestra normalidad, tan discutible vista desde esta nueva
perspectiva. En aquellos momentos no nos podíamos imaginar ni lo uno ni lo otro.
Ahora aquel silencio ya no lo percibimos,
no igual, forma parte de nuestra nueva naturaleza.
Confieso que me obsesiono con
las obsesiones, como la que tengo con la noción de ahora, pues sólo
contemplo los conceptos temporales que excluyan de raíz, aunque por motivos tan
diferentes como la añoranza y el pánico, el antes y el después.
No necesito tener frente a mí un
espejo para saber que está insinuándose en mi rostro algo parecido al garabato
de una sonrisa triste, esa que suele aparecer cada vez que recuerdo todo
aquello y acepto con resignación que lo que hicieron, lo hicieron muy bien,
casi a la perfección.
No tenían prisa, durante meses o
años, no podríamos asegurarlo, poco a poco, nos fueron invadiendo y poseyendo a
todos; o a casi todos. Eran imperceptibles a nuestros sentidos y no fue hasta
después de terminada esta primera fase cuando mostraron sus cartas en forma de
síntomas. Para entonces, ya era demasiado tarde, habían conseguido su
propósito, habían vencido, y sólo restaba que todos nosotros decidiéramos
nuestro destino en forma de reacción física o mental; envolvernos en la bandera
blanca de la rendición o desaparecer para siempre, una de dos: derrota en forma
de pérdida de la dignidad, o muerte que, aunque pudiéramos revestirla de victoria,
no sería sino una forma radical de derrota rápida. Derrota cruel, en cualquiera
de los dos casos.
Y en éstas estamos, en una nueva
normalidad tan diferente a la anterior como puedan serlo las disputas en
democracia y la tranquilidad tutelada en dictadura. ¡Joder, qué necios y ciegos
fuimos! Mientras viajábamos, con los ojos bien abiertos, pero sin ver, por la
autopista de nuestra vida social, no nos dignamos en coger la salida que
indicaba «felicidad»; claro,
como en los carteles estaba indicado con pequeñas letras escritas en minúsculas,
no nos atrajo su propuesta y nos dejamos seducir y arrastrar por el deslumbrante
brillo de las grandes letras mayúsculas que formaban la palabra «DESASTRE». Y en él estamos mientras nos dirigimos hacia
uno mayor.
Tengo que dejar ya de
reflexionar; él, mi dueño, está a punto de terminar su visita exploratoria periódica
con el séquito de unidades invasoras que le acompaña y actúa como su guardia personal,
y en breve llegará de vuelta a mi cerebro, no soporta que evidencie mi malestar
por su presencia o la cuestione. Y yo no quiero enfadarle, ya sabemos hasta
dónde son capaces de llegar los de su especie con las represalias.
Por cierto, ¿os he dicho ya que a
veces pienso en él como mi inquilino?, y no pasa nada. Parece que no es
capaz de procesar la fina ironía; eso, o que no le molesta en absoluto, una vez
que se ha adueñado de mi cuerpo, de mi ser y me ha dejado claro que, para estos
casos, no hay exorcismos que valgan.
Interrumpo mis cavilaciones, intuyo
llamada al frente. Percibo cómo va a activar la palanca del control total de un
momento a otro; no hace el más mínimo esfuerzo por disimularlo, se le nota
demasiad…
*
Debemos neutralizar y exterminar
―así lo ordenamos― al último reducto de humanos que no presentan síntomas de
sometimiento, a esos insensatos que creen aún en una justicia natural, los malditos
inmunes que amenazan al éxito total de nuestro plan.
*
Hace ya unas cuantas lunas llenas
que ellos dejaron de ser entes individuales. Los huéspedes acabamos conquistando
sus fascinantes, aunque vulnerables cuerpos, los mismos que infrautilizaron
durante siglos hasta que conseguimos perfeccionar la técnica que nos permitió
llegar a monitorizarlos. Los adaptamos a nuestra naturaleza hasta convertirlos
en nuestros trajes. Les prohibimos e impedimos pensar y hablar en
términos de posesión. Les aconsejamos usar el concepto cohabitación, aunque
lo tilden, cuando creen que no estamos presentes en su consciencia, de ironía poco
elegante. Pero, ¡qué sabrá de ironía una especie que despellejaba con severas críticas
a sus políticos menos preparados y acababan nombrándolos sus líderes después de
votarles y regalarles mayorías, a veces tan insultantes como son las absolutas!
Ironía es que se crean sus
palabras cuando se dicen y se repiten, a solas o en los reducidos grupos de
reunión que les permitimos, que todo acabará aquí, cuando saben desde hace
tiempo a ciencia cierta que esto no es más que el principio, el principio de su
fin…
© Patxi Hinojosa Luján
(29/04/2020)