viernes, 29 de enero de 2016

Te presto...


Tiempo ha que me preocupa
Lo que oculta tu mirada
E investigo con presteza
Y lo que expones interpreto
Tu marcador es el que indica
Todo lo que ya intuía:
¡Lo necesitas con apremio!
Tanto hastío acumulado
No supo poder ni pudo saber
Cómo seguir en la sombra
De la sumisión ni un llanto más.

Te presto uno de mis adioses
Quédate con el que elijas
Los tengo de diversos sabores:
De decepción, de engaño
De mentira, de crueldad,
De apatía, de traición…

No te aconsejo el desamor
Demasiado amargo es su sabor
Actores principales y secundarios
Interpretan siempre el mismo acto
Tan triste, tan dañino y cruel
Del que nadie saldrá ganador
Sea cual sea al final el reparto.

Menos aún el que sabe a rencor
Y que con su aroma a derrota
Nos embauca para nuestra ruina
Debilitando cuantos corazones encuentra
Tanto como los carcome y enferma
Porque el odio, en su malignidad, corroe
Siempre desde lo más adentro.

Cuando tengas elegido
El adiós más adecuado
Tú solo reúne el coraje
Que valores necesario
Y se lo estampas en la cara
Decidida, sin temor
A aquel que por no merecer
No mereció nunca tu desvelo
Tu complicidad, tu cariño
Tampoco la lucidez para entender
Que ya por siempre faltarás
Que nunca más su estrella serás.

Y ya de poco le servirá
Lamentarse ante los dioses
Intentando engatusar a toda dama
Siempre extraña, siempre estrella
Presente, pasada o futura
Puesto que yo siempre intentaré
Con modestia y humildad
Seguir prestando por doquier
Los mencionados adioses.

© Patxi Hinojosa Luján
(29/01/2016)

jueves, 28 de enero de 2016

¿Qué os estaba diciendo…?


… ¡Ah, sí!, que teniéndola ahí, tan disponible, como el más preciado as en la manga, no echamos mano de ella —yo el primero— cuando el momento lo demanda, no ya por ser necesaria en muchas ocasiones, sino por imprescindible. Sería fundamental iniciarnos en el hábito de su compañía para así disfrutar del beneficio que nos proporciona cuando nos animamos a utilizarla. No quiero ni pensar que esta laguna proceda del hecho de pertenecer al grupo de todo aquello que no tiene coste material alguno, y que por tal motivo la ninguneamos, no. Me inclino a pensar que más bien pudiera ser por alguno de estos otros motivos: porque no la tenemos todo lo presente que sería preciso, o porque no nos atrevemos ni a reconocer su necesidad ni a su uso en público para así no tener que justificar el echar mano de su potencial; pero es claro que si insistiéramos en su empleo todo nos iría mejor; mucho mejor, oso sentenciar.
En muchas de las ocasiones el problema reside en recordar, engañándonos, que necesitamos un factor desencadenante para activar su puesta en marcha. Pero una vez hecho esto todo va sobre ruedas. No es tan difícil buscar entre las celdas cerebrales que mantienen encasilladas y ordenadas nuestras neuronas hasta llegar a encontrar aquellas que pudieran interesarnos, agrupadas para formar el conjunto que compone dicho factor y dispuestas a actuar, a ayudar. Y en todo caso, si el día indicado despliega una catarata entre nosotros y nuestra concentración y reflejos, siempre podremos acudir al exterior para aprovisionarnos de los detonantes necesarios para disfrutar de tan preciado tesoro, porque lo es.
Me estoy refiriendo a la «risoterapia». Sí, ya sé que esta palabra no está aceptada aún por la RAE, pero visto lo visto, lo bajo que ha sido colocado el listón para la aceptación de nuevas palabras, no creo que siga estando «sin papeles» por mucho tiempo, ¿no es cierto, ArTuro?
Y es que hay que intentar sonreír más, estar haciéndolo el máximo tiempo posible, por los incontables beneficios que nos aporta. Y hay que hacerlo aunque no haya motivos para ello, aunque sea más bien al contrario. Solo así estaremos en el punto de partida para reír de verdad, a carcajadas, sin límites de ningún tipo. Sacándole el máximo partido a la risoterapia.
Sí, ya sabemos que la vida puede llegar a ser muy cruel, que las arrugas con que nos va marcando bien pudieran, llegado el caso, convertirse en profundas grietas, cierto es. Y, cuando soportamos situaciones de este porte, lo primero que tenemos que recordar es que bajo ningún concepto debemos permitir que esas fisuras se llenen con el agua de la autocomplacencia, de la resignación, porque si las condiciones derivasen en muy adversas y se congelase, bien podría llegar a romper nuestro corazón, nuestra alma; a rompernos desde y por dentro como a esas duras rocas que jamás podrán resistir el aumento de volumen del agua helada.
Así es que, riamos, amigos, demos rienda suelta a todas esas carcajadas que llevamos dentro esperando ser liberadas. Riamos solos o acompañados. Con ropa o descalzos hasta la nuca. Por nada y por todo. Con la excusa de un vídeo de Les Luthiers o por el mero hecho de recordar la sonrisa de aquel vagabundo agradecido. Porque tu mascota, sin darse cuenta, te hace cosquillas con su cola juguetona y tú no osas intentar que cambie de postura.
También porque aunque tú tienes uno, tus seres queridos, familiares «por decreto» o de los otros, de los elegidos, tienen muchos más de dos para disfrutar.
Y riámonos de nosotros mismos, pocas terapias hallaremos más reconfortantes.
Yo lo estoy haciendo en este mismo instante, ¿y tú?
Querido amigo que me regalas tu valioso tiempo leyendo mis cosas: te envío una sonrisa —como dice mi hermano pequeño—, limpia, despejada y sincera, hasta que llegue el oportuno momento en que pueda reír contigo, a carcajadas.

© Patxi Hinojosa Luján  
(28/01/2016)

lunes, 25 de enero de 2016

¡Gracias!


Hoy que veo alejarse mi juventud con los papeles de su jubilación bien asidos, sin el menor sentido de culpabilidad ni compasión alguna, sin tan siquiera pararse a mirar atrás ni de reojo, lo hace sin percatarse de que he osado apropiarme de cerca de la mitad de los atributos de su mochila, lo que aprovecho para interrelacionarlos con esta templanza recién adquirida que tanto voy a valorar, intuyo.
***
Hoy agradezco que tu dedo de la fortuna se parase, durante aquel loco giro, justo en mi ubicación, que me eligieras para lo que para ti no fue sino un juego mientras yo lo convertía en una cascada de puros sentimientos que al final acabaron desapareciendo como las estelas de los fuegos artificiales más espectaculares.
Hoy te doy las gracias por aprovecharte de mi inocencia y hacerme creer, con tus justitas dotes de actriz —aunque de eso no me di cuenta hasta pasado algún tiempo— que se estaba creando un nuevo universo cuyo centro habitaríamos solo nosotros dos.
Hoy te doy las gracias, también, por esa frialdad que apareció enseguida y que mi ingenuidad no acababa de entender al estar aún eclipsada por los últimos restos de esos fuegos tan coloridos como falsos.
Tampoco puedo dejar de agradecerte hoy, ya puestos, el que escondieras tu cobardía en el silencio y tus miedos tras las espaldas de tu tutor, en un intento de evitar enfrentar la verdad. Lo que hiciste cuando me cerraste con un portazo en las narices esa puerta, que al final hubiera sido la de mi desdicha, es de un valor incalculable para mí. Créeme.
Tarde supe que tus expectativas eran de altos vuelos y que yo, a tu parecer, no podría moverme con soltura a esas alturas. Te soy muy sincero al confesarte cuánto me alegro hoy de ello.
¡Muchas gracias, de verdad!
Aquella experiencia me permitió descubrir, primero, y percutir con la esculpida aldaba de una fascinante entrada, después; entrada que al final acabaría traspasando con el oportuno permiso del hada que la vigilaba para dirigirme a inexplorados espacios donde fijaría mi existencia futura, plena de dicha y vacía de la falsedad y engaños que un lejano día trataste de esconder, con éxito momentáneo; en el momento presente puedo afirmar que nunca ha surgido la necesidad de buscar señal de salida alguna.
No, ya no esperaré a mañana para darte las gracias por todo ello.
Quiero decírtelo hoy bien alto, chica de ojos vidriosos y falsa mirada. Sin ninguna acritud: ¡Gracias, de corazón!
Y vuelvo a dar las Gracias, pero en esta ocasión ya no a ti, sino a la Vida que me han regalado tanto mi entorno familiar como el de mis amigos. Si los conocieras, lamentarías no haber tenido la clase necesaria para ganarte el derecho a pertenecer a ninguno de los dos; aunque ahora que recapacito, quizá no, no frecuentan tan altos vuelos como tú exiges.
***
Hoy, que a mi vida el otoño ha llegado con el objetivo de quedarse por, espero, un largo período de tiempo, contemplo con pícara sonrisa todo aquello que fui capaz de sustraerle a ese verano que huyó sin comprobar su equipaje. En el fondo soy un nostálgico.


© Patxi Hinojosa Luján
(25/01/2016)

martes, 19 de enero de 2016

Seducción eterna


Sabía qué era lo que le excitaba sobremanera a su pareja, por lo que solía esperar a que a este le venciera el sueño para iniciar su protocolo de caricias. Aguardaba con sigilo al cambio en su respiración, de sobra conocido por habérsele hecho tan familiar con el paso de los años; era desde hacía tiempo la señal que daba el pistoletazo de salida a sus estrategias de seducción.
Empezaba centrándose en su cabeza, con calma, muy despacio, partiendo desde la nuca para ir subiendo sin prisa alguna. Las yemas de los dedos índice, corazón, anular y meñique de su mano izquierda se adentraban en la selva de su suave cabellera ejerciendo la presión justa para conseguir su propósito que no era otro que el rozar con levedad su cuero cabelludo en una caricia que pareciera levitar. Mientras, su mano derecha exploraba la sinuosa superficie del familiar y masculino tórax simulando encontrar a la altura de su ombligo una frontera, que teatralizaba en un principio como infranqueable, que impedía el paso hacia el prohibido universo que al final siempre acababa encontrando allí abajo, más al sur. Para esos momentos, sus labios y sus lenguas ya jugueteaban por libre con el beneplácito de ambos actores.
Toda esta puesta en escena, tantas veces ensayada como ejecutada, surtía en breves instantes el efecto deseado, para satisfacción de los dos miembros de la pareja, al percibir con claridad en esos cuerpos ávidos de lujuria un ejército de vellos de punta y algunos otros signos más, más elocuentes por su carga en exclusiva erótica. Y eso que ya no eran unos niños, llevaban varias décadas con sus juegos amatorios.
No, ya no eran unos niños, y es por eso que empezaban a flojear capacidades, como por ejemplo la de la memoria. Sin ir más lejos, no hará ni una semana, ella comenzó su ritual como tenía por costumbre, con toda naturalidad y tranquilidad, sin advertir un pequeño pero muy importante detalle: era noche de luna llena y llegó un momento en que esta se dejó ver en todo su esplendor a través del despejado ventanal de la habitación. Cuando se percató de su olvido, reaccionó a tiempo de cesar en sus caricias para que su pareja no notara el brusco cambio de sus suaves dedos convirtiéndose en afiladas garras. Salió de la habitación antes de que le pudiera delatar también su aspecto general cuando huía por la puerta mostrando un peludo y oscuro rabo y un andar diferente, ahora a cuatro patas. El hecho de que la habitación se mantuviera en penumbra se convirtió en su aliado, tanto como el que él durmiera sin sus gafas progresivas. Para suerte de ambos, también su sueño era profundo si no mediaba la provocación de la piel y para cuando fue abandonado por la compañía de Morfeo, la visita matutina del Sol acabó por normalizar la situación.
No lo dejaría pasar más —pensó, decidida, ella—, al día siguiente iría sin falta a visitar al doctor, aunque sabía de sobra que le iba a diagnosticar un principio de la enfermedad de Alzheimer para la que, de momento, no le podría dar ningún remedio eficaz. Lo otro no se lo mencionaría, en pura lógica, era su sino y tendría que convivir con él durante el resto de su eternidad. Además, no era cuestión de revelar su secreto ni de alarmar a sus vecinos ahora que, después de varias relaciones, había conseguido adquirir un autocontrol derivado, sin duda, de la nacida necesidad de conservar la relación con su último compañero durante el resto de los días y, ¡cómo no!, de las noches que le quedaran por disfrutar a este.
          Pero una cosa estaba clara: esa enfermedad iría avanzando y mientras la luna llena les seguiría visitando cada veintinueve días y medio: tendría que hacerse con una buena agenda, de esas que no escatiman en profusos datos gráficos, y que pudiera tener siempre bien visible sin levantar sospechas; y, ¡claro está!, acordarse de consultarla a menudo…


© Patxi Hinojosa Luján
(19/01/2016)

miércoles, 13 de enero de 2016

Expulsión


La estancia, con decoración minimalista y toque femenino, está sumida en una penumbra artificial que le otorga una agradable sensación de serenidad. Una dama, ataviada con un cómodo atuendo, parece estar disfrutando de ella en posición relajada hasta que algo y alguien la inoportuna; tan indignada como alterada, abre los ojos y responde a su interlocutor:
—¿Pero esto qué es?, ¡no entiendo nada!, ¿cómo que lo expulsan, por qué motivo?
—Ya sabe usted, señora, que la nuestra es una morada muy exclusiva y que quién entra ya no sale. En este caso, excepcional a todas luces, se han dado unas circunstancias fuera de lo normal que han sido las que nos han hecho tomar tan extrema medida.
—Pero… yo ya me había hecho a la idea y acostumbrado a la nueva situación, comprenda que todo esto me sobrepasa y trastoca por completo mi vida. ¿No podrían reconsiderar el asunto y readmitirlo, por favor? ¡¡¡Se lo ruego!!!
—¡Imposible!, no podemos, en serio, la decisión está tomada y créame que ha sido muy meditada por parte de todo el consejo, con su máximo representante al frente. Es definitiva. No es que él no se haya acostumbrado a su estancia allí, es que su inaudito comportamiento ha revolucionado y alterado en grado superlativo la correcta marcha de nuestra organización y esta no puede soportarlo ni un instante más. Quizá en otro momento, más adelante, cuando este tema se haya enfriado con el olvido del tiempo…
De las tres figuras que recortan sus siluetas en la habitación, la de la sorprendida anfitriona, inmóvil, no acaba de entenderlo mientras intenta hacerse a la idea. Otra, la segunda, desaparece tal y como había llegado, pero ahora sin compañía y tarareando algo. En el giro previo a su partida, los negros harapos que constituyen su indumentaria dejan entrever el filo de una afilada guadaña que desaparece junto con su portador, no sin antes proyectar el reflejo de un tímido rayo que entra por la ventana y que va a iluminar una de las esquinas del cuarto.
Allí, hecho un ovillo en el suelo sin pronunciar palabra alguna, un hombre parece haber olvidado la estrategia utilizada para contravenir a su destino y, recordando la reciente escena, se arrepiente de tan descomunal y sobrehumano esfuerzo.
Ella observa a su marido y reflexiona un instante sobre lo inverosímil de todo aquello, pero también sobre su nueva situación. Advierte que aquel mantiene las vestimentas con que ella misma le acicaló para su, creía entonces, último viaje, ahora sucias y ajadas. Se levanta, rompiendo su postura de relax, y va en busca de él haciendo acopio de toda la ternura de que es capaz:
—¿Quieres que hoy cenemos pronto?

© Patxi Hinojosa Luján
(13/01/2016)

lunes, 11 de enero de 2016

Sencillo


Lo suyo no fue un fallo multiorgánico, murió haciendo gala de la misma modestia con la que vivió. Se lo llevó al otro barrio un fallo biorgánico: primero le falló el de la cabeza, después el corazón.
Él era sencillo, así de simple.

© Patxi Hinojosa Luján
(11/01/2016)

viernes, 8 de enero de 2016

La última


La elegante fachada de piedra nos anuncia un establecimiento de principios del siglo pasado que no es sino el típico bar de larga barra en la que no se escatimó el uso del mármol, detalles de madera tallada por doquier y techos inalcanzables, en una de cuyas esquinas una araña de considerables dimensiones ha tejido su trampa mortal con la tranquilidad de que María Fernanda, la chica ecuatoriana encargada de la limpieza, no la destruirá; no podría hacerlo ni subiéndose a la escalera más alta de entre las pocas que pueden poner a su disposición allí.
Hoy es día laborable y, debido a la crisis, la clientela escasea en contraste a los tiempos de esplendor; de eso no hace tanto. Sentada a una de las mesas, la que está más alejada de la puerta de entrada y en la que hay una consumición sin empezar, una joven con porte elegante mira varias veces seguidas el reloj. Lo hace de forma inconsciente al no fijarse en la hora que ve, aunque de sobra sabe que él llegará ya con retraso. Su gesto denota resignación, más que impaciencia, y acaba por dejar encima de la silla contigua a la suya el ejemplar del Quijote y la rosa roja que hasta entonces portaba en su mano izquierda. Justo en ese momento hace entrada en el local un joven con maneras apresuradas. Busca a alguien y enseguida la ve, sentada a lo lejos. Se dirige hacia su posición, no sin inquietud.
—Buenas tardes, señorita, ¿le importa si me siento aquí con usted?
—No. Como quiera, estoy sola y no espero a nadie. Mi nombre es Angelina —indicó la chica sin reflejar el más mínimo entusiasmo.
—He visto su libro y la flor y me he dicho: ¡qué casualidad, tenemos los mismos gustos! ¡Ah!, mi nombre es Leonardo.
—¿Sí?, ¡pues qué pena que no sea Brad y que yo no haya podido darme cuenta de lo mismo porque usted no porta ni libro ni rosa! —soltó, enfadada.
Se hizo el silencio mientras la pareja se miraba a los ojos sin mediar palabra alguna. La situación se iba tensando por momentos cuando él tomó la iniciativa. María Fernanda se percató de que se avecinaba tormenta y, antes de dirigirse al almacén, guiñó un ojo, cómplice, en dirección a la esquina de la telaraña.
—Lo siento, cariño. Al salir del trabajo me he liado con los amigos y se me ha echado la hora encima. He tenido que venir corriendo y no he podido traer lo que acordamos.
—¿Ca-ri-ño?, ¡pero si no te acordabas ni del nombre que acordamos para ti, ca-ri-ño! La verdad es que he sido una ingenua al pensar que simulando esta especie de encuentro fortuito, como si fuéramos dos desconocidos con algo en común, se podría reavivar algo de lo que hubo entre nosotros… hace tanto tiempo ya que ni me acuerdo.
—Podemos seguir con el plan previsto, ¿no te apetece?, seguro que todo se arregla.
—De eso puedes estar bien seguro. Todo se va a arreglar porque lo nuestro se ha acabado para siempre. Esta era una nueva oportunidad, una más, la última, y la has vuelto a desaprovechar, como todas las anteriores. ¿No te das cuenta de que ya no puedo más, de que ya no tengo fuerzas para seguir poniendo todo de mi parte sin recibir nunca nada a cambio?
—Pero, cari…
—¡No me vuelvas a llamar así, acabo de decirte que entre nosotros ya no hay nada! Y te diré más, esta noche ni se te ocurra venir a casa a dormir, necesito estar sola. Tú verás dónde la pasas, aunque no dudo de que tus amiguetes te rifarán para que lo hagas en sus casas.
—¡Lo siento, de veras que lo siento! —sollozó al levantarse de su plaza.
—Pues yo no, ya ves. Y doy gracias a quien sea que haya propiciado que no tuviéramos hijos. ¡No sabes cómo lo agradezco! Por cierto, mañana no pases muy pronto por casa, quiero antes tener contactada cita con un abogado para que nos tramite la separación cuanto antes y así poder comentarte los detalles que sepa para entonces. Si estás de acuerdo conmigo y nos la lleva el mismo nos saldrá más barato, ¿te parece?
—Haz como mejor veas, yo no tengo ni la cabeza ni el ánimo para pensar en nada en estos momentos —acertó a decir a la vez que intentaba darle un último beso, en la mejilla.
—Ahora no te despidas, desde hace tiempo estás ya demasiado lejos de mí para poder hacerlo —soltó ella, con dureza, apartando la cara para retirarse de la violenta escena.
Él sale del bar y de su vida sin mirar atrás, cabizbajo. Ella paga una consumición que sigue intacta en su mesa y también se dirige a la salida, pero en su caso con la cabeza bien alta presta a comenzar una nueva vida.
El local se ha quedado vacío de clientes y María Fernanda aprovecha para limpiar sin tener que incomodar a nadie. Mientras, en un rincón inalcanzable para ella una araña se pregunta qué cenará esta noche, su red sigue tan vacía como lo están el bar y el cuaderno de propósitos de Leonardo, Brad o como en verdad se llame.


© Patxi Hinojosa Luján
(08/01/2016)

jueves, 7 de enero de 2016

El viento del cambio


De un tiempo a esta parte, y siempre que los tiempos me lo permiten, me obligo a ir caminando al trabajo. ¿Que por qué escribo «tiempos», así en plural?, porque quiero indicar que, aparte de que no tiene que hacer muy malo, para no llegar empapado, también necesito disponer del suficiente margen de minutos que me permita no tener que ir corriendo y llegar a la oficina sudando por cada poro de mi piel y con el corazón acelerado a mil cuando aún no ha comenzado la jornada laboral. No ofrecería una imagen digna, no lo haría.
Pues bien, cuando se dan las circunstancias favorables intento disfrutar de mi paseo con tranquilidad mientras carteras, bolsos y codos de muy diversos colores y orígenes confraternizan de una manera fugaz pero violenta con mi cuerpo al grito, a veces, solo a veces, de un «¡lo siento!» o un «¡disculpe!». Yo no me enfado, es más, compadezco a sus propietarios por no haber sabido ajustar sus tiempos, y continúo mi camino, ufano, como si no hubiera pasado nada.
Hace unas semanas reparé en ti al verte recogiendo tus pertenencias, con premura, del espacio destinado a un cajero automático, pensé que en un intento de eludir cruzarte con los empleados más madrugadores de la sucursal y evitar así conversaciones tan desagradables como inútiles, que yo imagino como frases girando en un círculo vicioso sin llegar a ninguna solución práctica. Desde aquel día te he visto varias mañanas más, siempre en la misma entidad bancaria cuyo pequeño habitáculo has convertido en incómoda pero gratuita pensión.
Cuando al atardecer de esos días con tiempos favorables, cansados cuerpo y mente, vuelvo hacia mi hogar con parsimonia, realizando el mismo recorrido pero a la inversa, suelo volver a verte embutido en tu papel de músico callejero y me permito detenerme unos momentos, algo alejado de ti por discreción, para disfrutar con las notas que extraes de esa vieja guitarra acústica mientras las acompañas con tu voz. He de reconocer que el conjunto suena muy agradable. Es cierto que no eres ni un Paco con el instrumento ni un Miguel con la garganta, ¡ni lo tienes que ser! Joaquín, por ejemplo, tampoco, a él le sobra con las mágicas letras que extrae de su cabeza mientras se apoya en una barra de bar o, ahora cada vez más, en su escritorio vintage. Como él, usas sombrero, pero en tu caso colocado del revés en el suelo presto a recibir nuestra caridad. Este momento lúdico, que se me hace ya tan familiar, ayuda a que regrese a casa con algo más de paz interior de la que poseía al salir de la oficina, aunque me sienta impotente al ser incapaz, por el momento, de hacerte partícipe de ello.
Hoy tampoco ha amanecido lloviendo ni me han seducido las sábanas más de lo necesario, por lo que espero volver a verte. En mi segundo paseo del día, el de vuelta, has conseguido alegrarme una jornada más. Esta tarde tu rostro dibuja un gesto menos nublado y creo adivinar una sonrisa, sospecho que donde nadie más lo hace. Pero sospecho mal. No retiras la vista de un grupo de atentos escuchantes. Al focalizar bien, has identificado en él, con total nitidez, a una elegante mujer que, al igual que yo, también la ha apreciado; intuyo que el hecho de que la barrera del orgullo mal entendido que le acompañara durante tanto tiempo haya desaparecido por completo de su ser ha ayudado lo suyo a propiciar tan emotivo reencuentro.
Yo también he identificado a nuestra madre.
¿Sabes?, papá nos dejó. Bueno, ya sé que lo sabes. Pero te eché en falta a mi lado aquel día cuando le despedimos, ¡no sabes cuánto!... a no ser que fueras tú el que se resguardaba del fuerte viento y de la lluvia bajo aquel apartado y hermoso ciprés. En muchas ocasiones sueño que hacéis las paces los dos, él lo estaba deseando y hasta se sentía orgulloso de que te hubieras llevado su guitarra, aunque no acumuló la valentía para hacértelo saber; en otras muchas que aquella fatídica discusión (a estas alturas, ¡qué importa quién tuviera razón!), y a modo de desagravio, no presenta el tres contra uno que fue en realidad.
¡Ojalá hubiera una manera para que pudiera prestarte mis sueños…! ¿Me pasas tu dirección de correo onírico?
***
Al igual que mamá, aún no estoy preparado para dar el paso definitivo de la reconciliación, aunque lo desee tanto. Quiero que lo sepas…, ya veré cómo me las ingenio.
***
Es casi noche cerrada y se ha levantado un molesto viento. Mientras un grupo de personas se aleja de él, un cantor callejero se apresura a recoger sus pertenencias empezando por su ajado sombrero, no vaya a ser que se dispersen y pierdan las ganancias del día; hay que evitarlo como sea, corren tiempos difíciles. Se extraña al ver entre las monedas un sobre cerrado. Enseguida descarta que contenga billetes, acaba de darle la vuelta y leer que lleva algo escrito: «El viento del cambio». Su cuerpo se estremece y no puede evitar empezar a llorar de emoción sin saber todavía por qué. Es en ese preciso instante cuando cae en la cuenta del extraño tipo que acababa de acercarse a depositar algo, nervioso, parapetado detrás de una bufanda que le llegaba hasta los ojos y al que todavía, aunque en la lejanía, cree distinguir. Esos ojos, está seguro, han recuperado para él la memoria del brillo que tenían cuando ambos se miraban como hermanos.

© Patxi Hinojosa Luján
(07/01/2016)

miércoles, 6 de enero de 2016

Detrás de la puerta


 La ancha avenida ha estado jalonada desde su proyecto e inauguración por cientos de árboles de diferentes especies, posando orgullosos cual estatuas en un jardín botánico. Olmos y plátanos se intercalan con diversas familias de palmeras, otorgando al entorno una gran belleza natural que se añade a la alta calidad ambiental. Si fijamos la vista hacia el final de la misma, según se inspira a la izquierda, un grandioso a la par que antiguo y ajado edificio nos anuncia que ya estamos saliendo del núcleo urbano. Su algo deteriorada puerta principal, toda ella en madera tallada representando diversos seres desconocidos para un neófito, y de una dimensión fuera de lo corriente, nos recuerda la belleza que lució en tiempos pasados monopolizando en gran medida la vista general.
Tú lo habrías negado sobre la Biblia si hubiera sido necesario, pero siempre supiste qué había detrás de esa puerta. Por eso le tenías pánico y aparecía en tus peores pesadillas. A pesar de ello, frecuentabas sus dominios. Lo hacías anteponiendo a tu voluntad esa temeraria curiosidad que suele prestar el miedo, siempre esperando cobrar su factura tarde o temprano. Parecías un investigador privado en su etapa de aprendiz más preocupado por lo que no podías ni deseabas ver que por la valoración que pudiera hacer un supuesto mentor de tu trabajo, tales eran tus irreflexivos movimientos.
En numerosas de esas ocasiones observaste, con horror, cómo decenas de personas, en su mayoría jóvenes, traspasaban ese umbral prohibido y tú empezabas en ese mismo instante a temerles también a ellos por el cambio que a buen seguro iban a sufrir allí dentro; tú lo sabías bien, aunque no quisieras aceptarlo ni difundirlo, en un intento tan desesperado como efectivo de protección de los tuyos.
Los tuyos, ese grupo homogéneo de personas que, por paradójico que pudiera parecer, encontraste y conociste al traspasar otra puerta tras la que todos, tú incluido, se creían a salvo, y así está siendo durante un ya prolongado período de tiempo; una puerta, sí, aunque con bastante menos categoría que aquella. Qué importa que estuviera situada en una calle cuyo nombre alguna relación tiene con uno de los violinistas más célebres de todos los tiempos, aunque las melodías que de allí salen día sí y día también chirríen en la mayoría de oídos sensibles, o en otra que nos evoca a la España isabelina más militar, aunque ahora el pueblo se desgañite por la paz, ¡qué importa! Lo que de verdad importa es que en nuestros mares el viento está rolando, se avecinan vientos de cambio y las miradas de la gente van recuperando, poco a poco, ese brillo que otorga la autoestima que se les usurpó por la fuerza.
Tú siempre supiste lo que hay detrás de esa puerta: un monstruo al que intentaste ahogar intentando por todos los medios impedir la difusión de su existencia y su acceso a él. Un monstruo de múltiples cabezas: educación, cultura, formación, tolerancia, dignidad, igualdad, valores en general a los que te empeñaste en dejarles añadido el mayor de los obstáculos, el más alto e injusto de los impuestos. Pero con ello conseguiste también el mayor de los desprecios, te quedaste sin aprecio alguno por parte de toda esa gente formada e informada. Esto no acabas de entenderlo, no lo harás jamás, tu mente no está abierta como la de todos ellos; es obtusa como pocas, como las más injustas.
Ahora deberías explicar a los tuyos que tanto miedo, silencio y mentira han acabado explotándote en la cara y que no tienes más muecas ni muescas de recambio. Pero ellos ya presentían que algo así iba a suceder, ¿verdad?, y ahora, negándote, cada uno hace la guerra por su cuenta buscando su cómodo retiro. De ahí que haya aflorado en tu consciencia un nuevo concepto de pánico, tu futuro nuevo monstruo.
De momento no tienes por qué inquietarte, aún hay mucha gente que, por ignorar, ignora la necesidad de frecuentar esa mansión maldita o, incluso, su existencia misma y, contra toda lógica, te seguirán apoyando; aprovecha antes de que el viento se convierta en huracán y te dé de lleno en la cara, en plena cara dura.
Estas palabras no deberías verlas como una amenaza, este tipo de acciones no se incluye en nuestro manual de estilo, pero volveremos a escribirte si es que sigues sin abrir la mente a la justicia social. Piensa que tenemos el poder de la imaginación y que no nos será tan difícil sacar de la chistera nuevas puertas tras las que temas mirar.  

© Patxi Hinojosa Luján
(06/01/2016)

lunes, 4 de enero de 2016

El momento


Este viaje sin billete ni retorno, que es en esencia la totalidad de nuestra experiencia vital, está formado por instantes, momentos que, enlazándose unos a otros, cada uno a su o sus anteriores, intentan ajustarse a esa embaucadora e imperfecta línea curva que vemos formarse (aunque ya perfilada de antemano según podría indicar alguien), por la que avanzamos, sin pausa ni tregua alguna, y que solemos intentar definir con ayudas ocasionales como la que nos ofrecen las metáforas.
A veces lo hacemos navegando. Qué más da si es en un modesto navío que con sus velas desplegadas nos engaña haciéndonos creer que dominamos al mar de turno, ya se presente manso o bravío; o si, por el contrario, lo es en un lujoso yate en cuya visita y disfrute casi siempre apareceremos como meros invitados. En otras ocasiones, sin abandonar el salitre del símil, puede que lo realicemos embutidos en un traje de neopreno (que, según avanzan los tiempos, van modelando contra todo deseo el avance de nuestra humanidad y aconsejan su pase en herencia anticipada a generaciones posteriores, para desagravio de la estética) surfeando algunas olas imposibles, lo que magnifica placeres y eleva los orgullos y egos de algún que otro escaparate.
Es justo aquí cuando deberíamos caer en la cuenta de algo que no es ninguna nimiedad: cuando el navegar se torna en un sueño imposible o si el mar está reñido ese día con los vientos necesarios para esos estéticos bailes, nunca debemos dejar pasar la oportunidad de aprovechar los regalos que siempre, aunque nos empeñemos en no verlos, estarán presentes, como la posibilidad de pasear descalzos por una orilla marina, aunque solo sean sesenta minutillos. Eso nunca.
Otras veces, las más, nos ajustamos al trazado como mejor podemos utilizando cualquier otro medio, el que tenemos más a mano o el que manejamos con más soltura. La lástima aquí es que en no pocos de esos momentos pecamos de conformistas y no somos capaces de asimilar enseñanza ni disfrute alguno. Es en reflexiones como la presente cuando recuerdo que siempre he pensado que en nuestra cultura, lo mismo que nadie nos ha enseñado a morir, tampoco nadie ha hecho lo propio con el arte de vivir.
Mirándolo con perspectiva, imagino que todo ese conjunto de seres que conformamos los humanos, improvisando cada momento y el mejor medio para sacarle partido, compone el elenco perfecto para la película de la que el que todo lo ve, o debería ver acomodado en su divinidad, contempla su ensayo, único, en riguroso directo. La duda que me invade y preocupa ahora es si, mientras, comerá o no palomitas, por aquello de la educación para con sus vecinos de butaca, que con seguridad tendrá. También me asalta la duda sobre la supuesta calidad del guion del mencionado filme, visto lo visto en nuestro planeta e incluso en su órbita. Bueno, que conste que queda dicho así para evitar groserías impropias del texto que nos ocupa.
***
Ante todo lo expuesto con anterioridad, mi sombra, el reflejo de mi espejo y yo mismo decidimos reunirnos hace un tiempo en asamblea extraordinaria llegando a tomar la siguiente resolución: considerar como momento más importante a aprovechar este que, acabando de llegar, ya pugna por abandonarnos exhibiendo su mejor regate. Menos mal que llevo un tiempo estudiándolo y a veces ya, aunque solo a veces, consigo evitarlo.

© Patxi Hinojosa Luján
(04/01/2016)