Érase una vez unas fiestas locales. Encontrándome yo en el baile de su
plaza principal, de repentemente apareció de la nada un hada; y en cuanto
nuestras miradas se cruzaron me hechizó a perpetuidad. Yo entonces no lo sabía,
no me lo podía ni imaginar, pero llevaba ocultos bajo la manga no uno, sino
varios regalos, todos ellos de un valor incalculable.
Pero no me referiré hoy aquí a su compañía para
toda una maravillosa y feliz vida en común, ni a los dos tesoros que me regaló
en forma de unos seres que acabaron de confirmar desde que hicieron acto de
presencia entre nosotros que pasar por este mundo había merecido la pena, ¡y
mucho!, no… Hoy y aquí quiero hablar del doble regalo que con ella venían de
serie, sus padres, mis muy queridos suegros. Un regalo que ni siquiera la
inevitabilidad de la muerte conseguirá que llegue a caducar. De Feli ya hablé en
el momento de su partida en un par de relatos que salieron de mis entrañas, mas
ahora, por los recientes acontecimientos, le toca el turno a Manolo…
Érase una vez un hombre bueno, porque Manolo siempre
lo fue. Un hombre que facilitó y endulzó la vida a propios y extraños hasta extremos
insospechados, que intentó con su íntegra personalidad que viviéramos en un
cuento desprovisto de maldad, y que salió triunfante de su misión sin permitir el
menor signo de alarde por su parte. Por eso este humilde texto merece, a mi
modesto entender, el título que lo encabeza.
Manolo era así, no concebía la malicia, por eso
no la entendía; por descontado que era poseedor de unos valores que desde un
principio le ganaron la batalla a aquélla hasta el punto de que todos los que
tuvimos el privilegio de compartir tramos del Camino con él olvidábamos su
existencia en su presencia.
Manolo lo daba todo, y no me estoy refiriendo
sólo a lo material, que también; por eso los que le queríamos, que éramos
muchos, intentábamos devolverle parte de esa generosidad, aunque ello fuera
mediante migajas de admiración, compañía y cariño que, por descontado, él nunca
se permitió dejar de agradecer. Ahora ya es tarde, pero admitámoslo, me temo
que siempre nos quedamos cortos, era inevitable…
Me viene ahora el recuerdo de un dicho gallego
que compartió conmigo en una de las muchas escapadas que tuve la suerte de compartir
con él, la había oído de joven en su querida y añorada tierra natal: «Cuando éramos vivos, andábamos por estos caminos; ahora
que somos muertos, andamos por estos desiertos». Yo sólo espero y deseo
que, con las acertadas palabras que me regaló mi Hermano Óscar, sus desiertos
se conviertan en maravillosas playas, como la de Hendaye y a la que tanta
le gustaba visitar para pasear por ella mientras respiraba una brisa marina que
le reconfortaba en grado máximo. Por desgracia, en los últimos tiempos estas
visitas se fueron espaciando en el tiempo hasta desaparecer; otra vez la
inexorabilidad del fin de cada existencia haciendo de las suyas.
Por todo lo anterior, no he querido resistirme a
rendir este humilde homenaje que, tengo que reconocerlo ya, se queda muy, pero
que muy lejos de su propósito inicial; espero que su alma sepa leer entre
líneas y esboce una sonrisa como hago yo mientras escribo, aunque la mía esté
acompañada de esta maldita humedad que tanto me dificulta escribir y leer lo
que escribo…
Recuerdo con todo el cariño su particular sentido
del humor: ¡qué risa!, acertó a decir un par de veces con voz apagada,
susurrando, después de sufrir episodios de tos que le robaban la poca energía
que le iba quedando ya en sus últimos días. Yéndome atrás en el tiempo, recuerdo
su disposición innegociable para cualquier trabajo, ya fuera haciéndolo él en
primera persona o ayudando a terceros. ¡Recuerdo tantos detalles de su
personalidad y enorme humanidad, tantos viajes compartidos, tantas anécdotas,
tanta felicidad a su lado…! Y recuerdo tantas y tantas historias que gustaba
contarnos a cuantos nos prestáramos a oírlas que me sería imposible reflejarlas
todas. Mas me quedaré con el episodio que puso en escena toda su grandeza: cuando
la vida le (nos) golpeó arrebatándole a su amor, a su queridísima Feli, primero
a nivel de comunicación con ella, cortada de raíz demasiado pronto, y más tarde
también a nivel corpóreo, no dudó en asir con fuerza los mandos de la situación
y, con todo el cariño y ternura, ocuparse de ella como la gran persona que ya
sabíamos que era, aunque no por ello dejó de maravillarnos tamaño ejercicio de
sacrificio, dedicación y paciencia. Incluso, como propina, descubrimos su
faceta culinaria, que toda su familia pudo disfrutar, en especial sus nietos.
Pero, aunque estemos tristes por su partida, nos
queda el alivio de saber que ya está descansando en el lugar en el que
descansan las personas buenas, ese lugar para el que hay que opositar y que
exige una nota de corte alta, tan alta que sólo consiguen superarla los
elegidos, como él.
No quería terminar sin compartir una última apreciación: ahora que el niño que un día fue (y que nunca dejó de estar presente tras la fachada adulta) ya no debe preocuparse por las ánimas y lobos que poblaban las noches de sus senderos y bosques gallegos, espero que al fin pueda descansar en paz, ¿quizá en compañía de Ella…?
Manolo, esté seguro de que no le olvidaremos
jamás. Porque, insisto, de usted sí que se podrá decir siempre con voz bien
alta:
«Érase una vez un buen hombre».
© Patxi Hinojosa Luján
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