domingo, 14 de mayo de 2023

Antonio

 


(Esta magnífica imagen, que ha servido de inspiración para el relato, es propiedad de Marcos Gestal @mgestal, y se reproduce con su permiso)

El destrozo era bastante mayor del que se adivinaba cuando acabaron de atravesar las capas más altas de la atmósfera terrestre y sobrevolaron diferentes áreas del planeta; y, sin duda, mucho más importante de lo que predijeron al programar la misión. Después de seleccionar una zona en concreto y de unos minutos de búsqueda en ella, la nave aterrizó en el único lugar más o menos despejado y liso que encontraron en varios kilómetros a la redonda trazando una trayectoria perpendicular a un suelo que les esperaba indiferente. Los tres ocupantes cruzaron unas miradas tristes cargadas de resignación y un suspiro triple resonó en cada pieza metálica del reducido habitáculo. Se dieron un tiempo para hacerse a la idea; el informe que deberían entregar a la vuelta al que era su nuevo hogar desde hacía unas pocas décadas iba a ser desalentador: la raza humana no había cambiado en nada, no era sólo que no se habían desecho de aquel espíritu autodestructivo que provocaron las inevitables misiones de exilio, sino que lo habían aumentado a la vista de los primeros destrozos que observaron. El final se intuía cercano, si es que no se había producido ya. Allí donde habrían resonado infinidad de explosiones y disparos, ahora reinaba un silencio ensordecedor. Esperaron a que la densa nube de polvo y cenizas provocada por el aterrizaje hubiera acabado de depositarse en la superficie de nuevo y abrieron la puerta decididos a salir.
         Podían hacerlo vestidos con la indumentaria de «paseo», tan diferente de su traje de viajeros espaciales y sin el molesto casco, pues al fin y al cabo estaban en «su» Tierra respirando «su» aire, aunque en esta ocasión aún más contaminado que la última vez que lo inhalaron, unos veinte años atrás; y así lo hicieron. Ya fuera, sellaron la nave y se apartaron de ella hasta llegar a un punto que les pareció adecuado. Entonces, formaron con sus espaldas algo parecido a un triángulo equilátero y empezaron a girar en el sentido de las agujas de un reloj analógico que al mayor del grupo, al Mando, le recordaba al que consultaba, sacándolo de su bolsillo, una persona muy querida para él en un tiempo que le pareció de otra era. En un determinado momento, éste dio la orden de parar, algo le había llamado la atención. Les indicó el lugar a sus compañeros y empezaron una perezosa marcha hacia aquel lugar. Mientras lo hacían, su pensamiento se permitió ir por libre y acercar recuerdos que habían marcado, o no, su estancia allí años atrás, pero que, en todo caso, tenían un significado especial.
         El muchacho empezó a correr en cuanto percibió que tres desconocidos uniformados con la misma vestimenta, a la manera militar según interpretó, se dirigían a su encuentro. Ya había tenido bastantes encuentros con gente así y no deseaba ninguno más. Ellos le imitaron y, desde una prudencial distancia, le indicaron que parara, que no iban a hacerle ningún daño, más bien al contrario, que le ayudarían en lo que fuera que estuviera en sus manos. El chico frenó en seco al reconocer su idioma, lo que le serenó hasta el punto de girarse y ofrecer una mirada asustada, pero orgullosa. No era tan joven como supusieron, rondaría los cuarenta años; bien llevados a pesar de la evidente malnutrición, paradoja que sólo podría darse en un superviviente. Se dirigieron hacia él con sus manos bien visibles y vacías para generarle confianza; mientras, él parecía ocultar algo en las suyas, lo que les mantuvo en alerta hasta que al llegar cerca de su posición comprobaron que no era nada que pudiera producirles temor o alarma, era un simple papel impreso enrollado.
         El Mando se adelantó a sus compañeros y le repitió al lugareño, esta vez gesticulando también, que venían en son de paz, que querían ayudar, ayudarle; el efecto fue inmediato: la serenidad se añadió al ambiente palpándose como un elemento más de aquel cuadro hiperrealista y duro; unos momentos después, la curiosidad le obligó a pedirle que le enseñara aquello que con tanto cuidado sostenía entre sus manos. Éste accedió y desenrolló con parsimonia y delicadeza el pliego hasta mostrarle lo que en realidad era: el póster de una fotografía, maltratado por el tiempo, pero con una magnífica fotografía, en blanco y negro. A aquél le dio un vuelco el corazón y palideció de repente…
         Sus dos compañeros, que permanecían con discreción un par de metros por detrás, tuvieron el tiempo justo de adelantarse y lograr que éste pudiera apoyarse en ellos antes de dejarse caer al suelo debido a lo que supusieron una repentina bajada de tensión arterial. Pasados unos instantes, el Mando recuperó el color, las fuerzas y la vertical, y se pasó la bocamanga por la frente para hacer desaparecer las gruesas gotas de sudor frío que habían aparecido de golpe. Tartamudeó unas palabras inconclusas, carraspeó y, ahora sí, pudo formular la pregunta que le golpeaba la cabeza por dentro pugnando por salir. Se dirigió al portador de la fotografía y le preguntó:
         —¿De dónde has sacado esto…? —interrogó señalando el póster ante la extrañeza de sus compañeros, que se miraron incrédulos opinando, sin abrir la boca, que se podrían encontrar mil y una preguntas para hacerle a aquella persona antes que aquélla.
         —Yo… yo no la he robado. Ya no queda nada en pie. Todos están muertos, que yo sepa. Ya no queda nada —repitió matizando de manera inequívoca su respuesta anterior—. Era la única que quedaba en la pared y me pareció que iba a desprenderse en cualquier momento. Me gustó mucho en cuanto la vi y, bueno, nadie me la reclamaría, o eso pensé yo…
         El Mando meneó la cabeza y, mientras un par de lágrimas correteaban por sus mejillas, murmuró:

         
«¡Acabaron presentándola al concurso a mis espaldas y, por lo visto, fue seleccionada para que fuera expuesta…!».

         —¿Qué dice, jefe?, no se le ha entendido. —gritó el más joven de los recién llegados, que al momento se arrepintió.
         —¡No me diga, jefe, que usted ya ha estado aquí! —agregó su compañero frotándose las sienes en espiral unos segundos mientras elucubraba...—A usted, como a nosotros, nos tocó hacer el traslado a la Colonia desde la Tierra; pero así como nosotros lo hicimos de bebés, usted lo hizo de adulto; apostaría a que no obedeció la orden de borrar sus recuerdos, y estos provienen de aquí en concreto, ¿me equivoco?
         El Mando parecía ausente pero, aunque no lo pareció en aquellos momentos, había estado atento a las palabras de los dos. En cuanto acabaron de hablar, intuyendo la escasez de alimentos que sin duda reinaría por allí, les ordenó que entregaran al lugareño una caja de píldoras de supervivencia y a continuación se dirigió a éste indicándole que se tomara una, sería suficiente para cubrir los requerimientos mínimos diarios; en un par de días se sentiría más fuerte. Así lo hicieron, y la primera cápsula no tardó en ser ingerida evidenciando confianza, desesperación, o ambas cosas.
         En esta situación, el Mando aprovechó para solicitarle que le cediera el póster, asegurándole que se lo devolvería sin causarle más deterioro del que ya de por sí tenía. Lo desplegó sobre el capó de un coche en ruinas, después de quitar todos los cascotes que le molestaban, y lo observó con una expresión de cariño reflejada en su mirada. Estuvo contemplando la imagen mientras los otros tres guardaban un respetuoso silencio. Al rato, los buscó con la mirada y volvió a hablar:
         —Es Antonio. Mejor dicho, sus manos apoyadas en un bastón que ellas mismas tallaron. —No pudo evitar suspirar como si le fuera la vida en ello, antes de añadir…— ¿sabéis?, cuando se hizo esta fotografía contaba con 96 años de edad y estaba hecho un chaval, fresco como una lechuga, como decíamos por aquí; aún vivió diez años más con la misma dignidad que todos los anteriores, porque os diré que su vida no fue fácil, tuvo que ganarse el pan de mil maneras, trabajando de peluquero, conserje y varios oficios más hasta que le tocó ser albañil, empleo al que dedicó la mayor parte de su vida laboral. Es curioso cómo todo eso lo veo reflejado en la textura, pliegues y arrugas de la piel de sus dedos, de sus manos; para mí son como una enciclopedia abierta, un tesoro difícil de igualar, si no imposible. Nunca lo olvidé en el exilio a la Colonia y nunca lo olvidaré pues, como estáis confirmando vosotros ahora mismo, conseguí esquivar la orden y el programa de borrado de recuerdos.
         Su mente se perdió enumerando todo lo que esa imagen le había hecho rememorar y, por un instante, el tiempo y el espacio dejaron de tener significado y valor.
         Al lugareño la escena anterior le acabó emocionando, y se animó a sí mismo y a los otros dos a acercarse al coche para ver mejor los detalles mencionados por el Mando. Éste lo entendió al instante y se retiró hacia un lado dejándoles vía libre. A aquél le bastó con intentar apreciar esos detalles, ahora con otra mirada, y se retiró también. Los otros dos se fijaron en algo distinto, y se giraron para preguntar al unísono:
         —Jefe, ¿ha visto la firma…?
         —Sí, claro —contestó el Mando que, de repente, recordó algo y buscó con un impulso frenético entre sus pertenencias; algo que al final encontró.
         Sacó una fotografía que llevaba a modo de amuleto, y cuya visión en contadas ocasiones se permitía contemplar, y la colocó al lado. No cabía la menor duda, era una copia idéntica a la del póster, aunque ésta fuera una ampliación.
         En ambas la firma era nítida y legible: podía leerse «Marcos Gestal», y era la misma que a día de hoy seguía usando el Mando Marcos Gestal, el orgulloso nieto de Antonio.

© Patxi Hinojosa Luján
(08-14/05/2023)

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