martes, 14 de octubre de 2025

Bondad. Maldad.

 


Aquella llamada al rato de despedirme de mis padres me heló la sangre: habían chocado contra un árbol en una recta, un accidente tan extraño como absurdo. De repente era huérfana, sin más familia en la que refugiarme. Esa fue la primera bofetada de realidad que recibí. Después vendrían más.

Tras semanas de reflexión, rota por el dolor, decidí abandonar mi país con dirección a los EE.UU. Mi intención era abrirme paso en el mundo de la moda, y perfeccionar mi inglés, muy básico por entonces. Contaba con aliados: la indemnización del seguro de vida de mis padres y la insensatez propia de mis diecisiete primaveras.

New York, New York. No llegaban demasiadas canciones occidentales a nuestra amada tierra, pero ésta había logrado colarse en nuestro imaginario de libertad; del sueño, no ya americano, sino de cualquier persona con un mínimo de pasión en su existencia. Tenía, y tiene a día de hoy, cuando escribo estas líneas apresuradas, un no sé qué que me reconciliaba con la Vida, así con mayúsculas.

***

Al ser menor de edad, no podría ir sola, pero mi vecina Dobromyla, que por edad bien podría ser mi abuela, en cuanto conoció mis planes se convirtió de la noche a la mañana en mi sombra y se ofreció a pagarme la parte del billete que me faltaba, a acompañarme y protegerme; estaba viuda y no tenía ataduras, aseguró. Acepté enseguida, la soledad no deseada araña el alma hasta producir desgarros emocionales irreversibles, y yo necesitaba una figura que fuera un referente en tales circunstancias; hoy sonrío al recordar cómo, en ocasiones, me dirigía a ella como abuelita.

Al llegar a Nueva York, quedé maravillada por el mundo multicolor que descubrí. Yo quería verlo todo de golpe, tal era la excitación que sentía.

Pasados unos pocos días, me indicó que iríamos a Manhattan, pues había contactado, dijo, con alguien que me abriría todas esas puertas que yo anhelaba derribar.

Dobromyla me guio hasta un edificio del extrarradio de Manhattan. Allí me acompañó hasta una oficina donde me presentó a un par de hombres, y me dejó a solas con ellos. Entonces, todo atisbo multicolor despareció de un plumazo y maldije lo falaz de su nombre: «Amante del bien», ¿en serio? Esa fue la última vez que la vi. Semanas después oí su voz en alguna ocasión, pero ya no sonaba igual. La dulce voz de corderito había mutado a la de un fiero lobo; pero era ella, habría apostado mi cuerpo, lo más valioso que tenía en aquellos momentos.

*****

La estrecha rendija bajo la puerta de mi calabozo vuelve a dejar pasar un rayo de luz, como cada mediodía, y mi mundo en blanco y negro se estabiliza en el gris oscuro que tiñe mi existencia desde hace… ya ni me acuerdo. Sé que en breve el grandullón, como siempre sin atreverse a mirarme a la cara, me traerá la mísera bandeja de comida que me ofrecen a diario, lo justo para que pueda aguantar sin correr el riesgo de perder mi figura; ellos, los que se apoderaron de mi pasaporte y de mi vida, necesitan que la conserve, dicen que así habrá más ingresos y la deuda que aseguran mantengo con ellos estará cada vez más cerca de saldarse. Yo ya no les creo, no les creo nada. Estoy segura de que eso no ocurrirá hasta pasados unos cuantos años, bastantes… Pero no volveré a revelarme, no soportaría más suplicios.

***

Hoy hay más alboroto del habitual en el pasillo de las habitaciones. Distingo la voz del lobo intentando convencer al grandullón de que la chica sería capaz de complacer a varios hombres a la vez, aunque fuera su primera vez, y que lo propondrían esa misma noche. Intuyo que se refieren a mí y me entra una arcada que no expulsa nada, porque nada queda que pudiera expulsar. Escucho cómo el grandullón protesta mientras propina un puñetazo a la pared que hace temblar medio edificio, y por primera vez desde mi cautiverio un detalle me reconcilia con la especie humana. Después vuelve el silencio y acabo por dormirme.

Me despierta el sonido de la puerta abriéndose con sigilo, y caigo en la cuenta de que aún no ha llegado la hora de las «visitas»; es el grandullón que me apremia para que le acompañe, garabateando en su cara una expresión que nunca habría imaginado ahí. Confiada, obedezco y salimos, de puntillas al principio, a la carrera en cuanto atravesamos la puerta de salida.

Y en ese momento regreso al mundo multicolor.

 *****

Nunca supe cómo recuperó mi pasaporte, no me importa; ni cómo consiguió el billete disponiendo de tan poco tiempo, y no pregunté. Ya en la terminal de embarque, después de recorrer una docena de pasos, me giré y corrí hacia él; le planté dos sonoros besos, uno por mejilla, y volví sobre mis pasos sin pararme a comprobar si, como yo, él también estaba emocionado. No soy tan ilusa como para no pensar que él los hubiera deseado más centrados y apasionados. Pero ambos sabíamos que algo así no tendría sentido, y que ese no sería el final adecuado para este cuento. Al final, mi historia quedó como un cuento imprevisible, con cierto parecido a aquél que tantas veces escuchamos de niños, con una representación de la bondad y la maldad en que aparecen desubicadas, en cuerpos impensables a primera vista.

***

Despegamos. Bye, bye, Nueva York.

 

© Patxi Hinojosa Luján

(14/10/2025)

1 comentario:

  1. Muchas gracias, Patxi, por participar con este relato en el homenaje a Carmen Martín Gaite. Mucha suerte.

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