[…] Accedió a citarse con él en
aquel paraje tan poco accesible cuando de personas urbanitas estamos hablando:
el final del sendero que une las inmediaciones del monte Muganix (758 m) con el
primer pico de Peñas de Aya, el Irumugarrieta (806 m). Quizá fuera solo un
capricho, o un cambio de ritual que pretendiera dar por terminada su relación
contractual. Fernando, que ya había tenido acceso a gran parte de los capítulos
de la novela que Humberto estaba escribiendo por encargo para él, estaba seguro
de que esta obra era la que le iba a dar el espaldarazo definitivo hacia el
éxito multitudinario, la que le iba a convertir en uno de los grandes
vendedores del momento, en el padre de un nuevo best seller; el que le iba a
apartar, por fin, del circuito de escritores mediocres con ventas aún más
mediocres.
—Llegas puntual, como siempre—le
dijo Fernando a Humberto, teatralizando una forzada sonrisa, nada más verle
aparecer al otro lado de la roca.
— ¡Hombre!, siendo yo el que te he
citado en este lugar, lo lógico es que incluso hubiera llegado antes que tú.
Pero lo importante es que ya estamos aquí los dos —matizó Humberto mientras, entre
jadeos, terminaba la ascensión y buscaba el lugar menos incómodo donde poder
sentarse—. ¿Has traído lo convenido? —dijo enseñando las páginas impresas de la
novela con discreción, al hacerlas visibles extrayéndolas unos pocos centímetros
por una esquina de su portafolio, lo que no dejó de ser una provocación para
Fernando…
— ¿Cuándo no he cumplido yo lo
pactado, eh? —Dijo Fernando, y su tono de voz le delató nervioso e irritado.
—Eso es cierto, tranquilo —trató
de serenarlo un Humberto que ya casi había recobrado su frecuencia cardíaca
normal—, siempre has sido muy puntual… al pagarme esas miserias con las
que solías valorar mis trabajos —en este punto no pudo ya evitar un repentino
ataque de desahogo emocional, cual desagravio de su herido, durante tantos
años, amor propio.
—Pero esta vez es diferente,
¿verdad Humberto?, esta vez has conseguido embaucarme, no sé cómo, hasta
sobrevalorarte, consiguiendo que solo predominara tu criterio, por encima de mi
opinión y de mi valoración…
— ¿No estarás intentando regatear
el precio, verdad?, porque ya te dejé bien claro a la lectura del tercer
capítulo que el valor en que tasé mi trabajo era esta vez innegociable… El tema
es clarísimo, tú me das lo convenido y bajas de Peñas de Aya con una obra
maestra bajo el brazo, permíteme la inmodestia por una vez; y si no es
así, el que lo hace soy yo, con lo que se podrá conocer y reconocer al
verdadero autor de la historia que contienen estos folios, e incluso de las
anteriores, para hacer justicia literaria, por primera vez en nuestro caso…
—Bueno, no te pongas así, entre
«amigos» —y pronunció la palabra con gran parsimonia, separando en exceso las
sílabas— no deberían producirse estos enfrentamientos, ¿no crees, Humberto? —se
apresuró a dejar caer Fernando aparentando tranquilidad, aunque con poca
credibilidad, todo hay que decirlo—, y tú, nunca me harías eso, ¿verdad?
—Prueba a incumplir tu palabra, y
sabrás de lo que soy capaz y de lo que no (por primera vez en mucho tiempo, Humberto
se permitió tirarse un farol).
La conversación estaba llegando a
un extremo tal que la tensión reinante en el ambiente, húmedo y algo neblinoso
a esas primeras horas de la tarde, era tan elevada que bien podría cortarse
con un cuchillo… Y un cuchillo fue lo que apareció en ese preciso instante en
escena, más en concreto en la mano derecha de un Fernando que, con los ojos
rojos de ira, se dirigió (dialéctica y físicamente) hacia Humberto…
—Mira Humberto, yo habría
preferido que esto no hubiese acabado así, pero vista tu actitud poco
colaboradora, me obligas a zanjar este asunto a «mi manera». ¡Venga! dame ya el
maldito portafolio con la novela, al fin y al cabo me pertenece, yo he sido el
que te he estado alentando todo este tiempo para que siguieras escribiendo la
historia. Sin mi protectorado económico y mi seguimiento constante, no habrías
sido más que un vago sin ambición, y un borracho, aunque he de reconocer que
con un gran talento —dijo cuando ya el filo del cuchillo rozaba a un inmóvil
Humberto y le producía un hilillo de sangre en su cuello… inmóvil hasta que unos
instantes después, y de un certero golpe en las «partes nobles» de su atacante,
hizo que a este se le escapara el arma de la mano en dirección de un precipicio
situado en un lateral, muy cerca del camino, y en un gesto instintivo al
intentar recuperarla, acabó acompañándola en el largo descenso por y hacia el
vacío definitivo de la nada.
Humberto, que en un principio y
por la impresión y angustia generadas por el momento vivido se quedó paralizado
y asumió la responsabilidad del trágico suceso, pasados unos instantes cambió
de opinión al analizar con algo más de frialdad la situación acaecida e
interiorizó la evidencia de que lo que le acababa de ocurrir a Fernando, él y
solo él se lo había buscado. No tenía testigos que confirmaran la versión real
de los hechos acaecidos, era cierto, porque… en esos momentos no había nadie
más en aquellos parajes.
Decidió bajar de inmediato
mientras intentaba hacer «borrón y cuenta nueva». Mantenía la posesión de su
trabajo, aunque lo difícil iba a ser ahora darlo a conocer porque esa faceta
era del todo desconocida para él, mientras que sí la había dominado el
desaparecido Fernando con sus artimañas de seductor.
Y mientras bajaba dejando atrás el
peligro de la repentina niebla, tan traicionera entre aquellas rocas graníticas
que componen el colosal monumento natural, se prometió a sí mismo cuidar más su
dignidad en el futuro que, no sabía a ciencia cierta cómo, sería testigo de su
renacer, vital en general y literario en particular.
FIN
***
Se escondió detrás del buzón del
monte Muganix esperando la llegada de Armando, quería ver la expresión de su
cara antes de la conversación que tendrían por mor de su cita. Lo vio pasar y
notó algo extraño en su mirada, aunque no pudo interpretarlo. Cuando vio que
llegaba al lugar convenido, Roberto salió de su escondite y se dirigió también
hacia allí con menos signos de cansancio que aquel a causa del sigiloso descanso
previo. Al llegar, el saludo fue tan frío como el que reinaba en el ambiente
debido a la humedad con que lo impregnaba la persistente neblina.
Armando preguntó a Roberto por el
manuscrito de la novela, y este le mostró los folios que llevaba abriendo su cartera
por una esquina para extraerlos unos centímetros, los suficientes para que
reconociera el título y algunas frases que ya antes había tenido la ocasión de
leer. A Armando le empezaron a crecer, en sentido figurado, los colmillos.
Roberto preguntó que si había traído «todo», como habían convenido, a lo que
Armando contestó, para sorpresa de aquel, negando con su cabeza…
—No pensarías que sin acabar de
leerlo te iba a hacer el pago completo, ¿verdad? —argumentó, soberbio, Armando.
—Pues eso fue justo lo que
acordamos después de mostrarte los primeros capítulos, que tanto te impactaron
y entusiasmaron, según me confesaste —protestó Roberto, no sin razón.
—No seas ingenuo, Roberto,
«amigo», estas cosas no son así en la vida real —intentó apaciguar Armando,
pero su voz le delataba, sonaba más falsa que una moneda de 19 euros con 58
céntimos—, tú te llevas ahora la mitad, y en cuanto lea la novela completa, te
ingreso la otra mitad en la cuenta habitual, ¿ok? ¡Y tan amigos!
Roberto, en el fondo, y en la
superficie también, era débil, y por eso Armando había hecho siempre lo que
había querido con él. Estuvo a punto de protestar de nuevo, pero recordó la
escena final del último capítulo que él mismo había escrito para la novela en
cuestión y, no queriendo que la cosa llegara a mayores, agachó la cabeza y
accedió al desigual trueque. Se despidió de Armando invitándolo a iniciar el
descenso solo con la excusa de que él se quedaría un rato más disfrutando del
granítico entorno. Sabía que no se pondría a leer hasta estar disfrutando de la
comodidad del sillón de su despacho mientras se bebía un whisky y se fumaba un
buen puro, lo conocía bien, y eso le daba un margen de tiempo para poder bajar
por un camino alternativo y desaparecer para siempre de su vida. No quería
estar presente en la comarca cuando Armando terminara la lectura del manuscrito
que, como en ocasiones anteriores, registraría a su nombre, aunque en este caso
después de cambiar él mismo «algo» del final, quiso suponer Roberto.
Armando, satisfecho, inició el
descenso sin despedirse y casi sin mirar a Roberto. Fue justo cuando se inclinó
para salvar el primer desnivel rocoso, y debido a un fugaz rayo de sol que se
coló entre dos nubes, cuando este último pudo ver con toda claridad el brillo metálico
de la lámina del gran cuchillo que aquel llevaba asegurado, con estilo
profesional, a su cinturón…
Continuará…
© Patxi Hinojosa Luján
(21/05/2015)
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