miércoles, 23 de marzo de 2016

Vacío


Despierto confundido, no sé dónde estoy. Tampoco quién me ha traído hasta aquí ni por qué. La sensación de mareo es insoportable, casi tanto como la de este gélido vacío que me envuelve cuerpo y mente. Intento incorporarme pero es imposible, una maraña de cables y tubos lo impiden. En un principio parecería que me tienen preso e inmovilizado, pero no es así. Lo descarto gracias a un doloroso giro de cabeza que hace que mil martillos golpeen sin compasión mi cráneo, y entonces lo entiendo: me tienen monitorizado, estoy en una unidad de cuidados intensivos; ¿qué me habrá pasado?
Mi visión es borrosa, pero no tanto como para no distinguir que unas personas con batas se han percatado de mi despertar y posterior gesto de inquietud. Se acercan, son tres. Por cómo se disponen alrededor de mi cama deduzco que son una doctora y dos enfermeros. Éstos se sitúan en una discreta posición y aquélla hace un gesto a sus compañeros, carraspea y se prepara para decirme algo:
—Hola, buenas noches. Procure no alterarse por lo que le voy a anunciar. Ha sufrido un accidente grave y está usted ingresado en un hospital. Tiene que intentar estar tranquilo, aquí le vamos a tratar lo mejor posible. Si todo va bien, en un par de semanas podrá regresar a su domicilio. Quizá no se acuerde de nada, es normal, no debe preocuparse, ha sufrido un fuerte trauma pero poco a poco irá recobrando la normalidad y con ella el recuerdo de lo que le ha pasado esta mañana en…
La voz de la doctora ha ido bajando de volumen poco a poco hasta hacerse inaudible. Pero yo no necesito escuchar nada más. Me es suficiente con lo que consigo apreciar en mi cama. Cierro los ojos, me agota tenerlos abiertos aunque sea sólo un momento.
Siento picor y pinchazos, y me duele mucho, aunque tendré que aguantarlo, no se puede hacer ya nada para evitarlo. Ese vacío se me hace insufrible, pero cuanto antes lo acepte mejor irá todo. Vuelvo a mirar allí donde las dos sábanas no deberían estar tan pegadas. El vacío que delata esa presencia incorpórea martillea mi mente con el recuerdo del momento en el que el mundo desapareció.
Me aborda la idea de que tarde o temprano lo aceptaré y me adaptaré a vivir sin una pierna, la que me sesgó aquel trozo de metal que voló, junto con otros cientos, destrozando todo lo que encontró a su paso, pero también a personas que no se encontraban allí. Ahora lo recuerdo… antes de perder el conocimiento, y en el silencio del terror, pude oír con claridad los profundos lamentos de quienes aún no tenían noticias de lo que acababa de ocurrir pero que lo iban a sufrir por el resto de sus días.
Sí, soy consciente de que peor suerte tuvieron otros; otros perdieron a algún ser querido, a los que en una milésima de segundo se les situó el interruptor vital en «apagado» con inhumana violencia, y para eso no encontrarán nunca consuelo…

© Patxi Hinojosa Luján
(23/03/2016)

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