(Imagen extraída de la red Internet)
Imagino a mis vecinos señalándome con unos índices
tan temblorosos como acusadores, cuchicheando a mi paso, murmurando que me he
convertido en una suerte de espectro; no les culpo. Les deberá extrañar, y
mucho, mi extrema palidez, pero sobre todo el extraño, nocturno y antisocial comportamiento
que gasto esta última temporada. Yo, que siempre fui una persona de trato
afable y generoso, lamento compartir que a mí, llegados a este punto, eso me
trae sin cuidado.
Por ello hoy también saldré de
casa aprovechando que el Sol sigue obstinado en su periódica ronda de visitas
por la superficie terrestre y un día más se ha deslizado por detrás de nuestro
horizonte. Además, esta noche tampoco la Luna estará visible, estrena piel nueva
lo que aprovechará para esconderse tras ella; podría decirse que espera así saciar
su furtiva curiosidad, pero todos sabemos que en el fondo es una romántica.
Dentro de quince días lo confirmará cuando envuelva con su brillo llena de luz,
pero esa deberá ser la historia de otro relato.
De este modo, con la oscuridad y
el silencio pugnando por alcanzar el nivel más extremo, reflexiono negándome a
creer que los astros se hayan confabulado sólo para que algunos depredadores
puedan salir de caza; acepto que me es imposible evitar liberar una mueca de
sonrisa cargada con algo más que un poso de amargura mientras continúo con el
plan previsto.
Voy caminando con cierta ligereza
y el repiqueteo de mis tacones en la acera no es sino la llamada que incita a
mis miedos a acompañarme; es paradójico, pero sólo ellos me aportan la seguridad
que necesito, aunque esto no lo haya asumido hasta hace bien poco.
Debo confesar que nunca creí que
los toleraría tan bien, pero aquí vamos mis tacones, mis miedos y yo hacia nuestro
acotado particular en el sórdido polígono desde donde puedo observar lo que
ocurre en los otros. Y nunca me gusta lo que veo, no podría gustarme.
Mientras avanzo hacia allí examino
mis convicciones. Me hiere constatar una vez más que no consigo afianzar
certezas desde aquella noche, desde aquella llamada con el archivo adjunto más
perverso que se pueda portar: la notificación de la pérdida de un ser querido
de manera violenta.
Acabo de llegar a mi puesto y sigo
teniendo todas las dudas del mundo y alguna más. Con la respiración aún un
tanto forzada por la caminata a paso ligero, me inclino por pensar que seguirá
sin aparecer, pero no desfalleceré hasta que lo haga. Quizá se huela algo, o
sólo sea que está dejando por precaución que el tiempo corra a su favor; un
tiempo valioso en su escala, no lo dudo, pero no tanto como el que él nos
arrebató de un plumazo.
De repente, un latido falta a su
cita en mi corazón y éste me da un vuelco: lo estoy viendo acercarse a la
penumbra del acotado de enfrente con los aires chulescos que ya le presuponía;
es él, no cabe duda, los informes policiales que le sustraje del archivo de «clasificados»
a aquel policía vicioso, ¡pobre diablo!, lo han descrito a la perfección.
Respiro con dificultad, intentando
ajustar la cadencia para dejar de hiperventilar. Cuando por fin lo consigo, me
acerco hasta allí con sigilo, tacones en mano, lo que agradezco. Improviso en
mi imaginación el teatrillo de pugnar con mi «compañera» por el cliente, o de pedirle
fuego a éste para un cigarrillo que nunca fumaré; cualquiera de estas situaciones
me servirá antes de que él pueda siquiera sospechar algo.
Por cierto, estoy cayendo en la cuenta de que antes me ha
faltado sinceridad, de que en cierta medida he mentido, o no he dicho toda la
verdad: debo confesar que también me aporta seguridad esta pistola con la que ahora
lo encañono, en unos momentos en los que aún no puedo predecir si, al final, acabaré
apretando el gatillo…
Y justo en ese instante me sorprendo buscando en el cielo un
guiño cómplice que me ayude, con escasas esperanzas de encontrar ese rostro que
era clavadito al de su madre… si no fuera por el halo de profunda tristeza que reflejaba
el fondo de su mirada y ese afeitado tan apurado que, ahora lo sé, disimulaba para
sus noches más especiales a base de maquillaje sin que yo lo llegara a intuir. Corrían
unos tiempos en los que acumulé pocos méritos para poder compartir sus más
íntimos sentimientos; mi tolerancia andaba aún en pañales, aunque a día de hoy ya
conseguí perdonármelo al reconocerme cambiado.
Y no encuentro su imagen ni siquiera en el fugaz destello que
acompaña a la detonación y que ilumina por un brevísimo instante la escena. Pero
esto ya poco importa...
Mi sangre impregna el suelo de cemento mientras me tambaleo
antes de caer. Debí suponerlo, él se encontraba alerta y ha disparado antes. A
punto de cerrarse mi mente para siempre, constato que en este último suspiro dispongo
de un lapsus de tiempo precioso, y por una vez lo aprovecho; es tiempo
suficiente para afianzar una certeza, la de que en esta ocasión sí intentaba hacer
lo correcto.
© Patxi Hinojosa Luján
(12/06/2018)
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