Desde hacía ya unos cuantos meses, solían
sentarse siempre en el mismo banco de
madera. Ambos lo habían elegido porque era el que, desde su colocación, menos
deterioro había sufrido por la humedad derivada de la proximidad de la orilla
del río de la localidad, que enseguida, un par de cientos de metros más
adelante, se confundía con la ría, salina y marina ella; aunque lo hacían uno en cada extremo del mismo
y no acostumbraban a socializar entre ellos, que sí reflejaban en sus caras y
cuerpos el deterioro, no ya por la humedad, sino por el paso inexorable del
tiempo.
Aquella jornada, hacía ya tiempo que el
Sol nos engañaba haciéndonos pensar que se había ido a dormir, cuando la
realidad era que había cambiado nuestra compañía por otra a la que ofrecía en
estos momentos su calor y su color. La oscuridad se había adueñado del entorno
y ni siquiera la Luna, a un par de días de presentarse llena, lo evitaba,
visitada como estaba por un mar de nubes, componiendo, eso sí, una estampa
embaucadora digna del mejor pintor impresionista.
Nuestros dos protagonistas amaban,
aunque es muy posible que por diferentes motivos, ese momento de la jornada que
sucede y antecede a los sueños, a los dos tipos de sueños: los que soñamos
despiertos, y también los que soñamos dormidos. Pero en esta fase de sus vidas,
a ambos se les hacía difícil expresar a los demás sus porqués, aunque por
fortuna sí eran capaces de percibirlos e interiorizarlos perfectamente.
Un día… mejor dicho, una noche, el hielo
se rompió y surgió una conversación:
— ¿Tiene usted hora?, preguntó uno de
ellos, el más moreno, al otro, el más rubio, cuando se percató de su presencia.
—Pues deben de ser ya las... a ver que mire... sí, las «Oscar menos diez».
—Pues deben de ser ya las... a ver que mire... sí, las «Oscar menos diez».
— ¡Huy, qué tarde se ha hecho ya para
mí!, yo suelo retirarme antes, sobre las «Patxi y media» como muy tarde. Será
mejor que me vaya yendo ya para casa, que si no me espera regañina…
—Sí, yo también me retiraré en breve, en
cuanto las nubes dejen de danzar alrededor de la Luna y me dejen despedirme de
ella, como intento casi todas las noches y la mayoría consigo —dijo el más
rubio y alto, mientras encendía el penúltimo del día.
La escena completa había sido
presenciada de cerca, de muy cerca, por una joven que, como ellos, también había
escogido hacía tiempo aquel paraje fluvial para su particular relajación
pre-descanso nocturno. Y lo había hecho desde un banco contiguo al de ellos con
la única intercalación de una farola de baja intensidad lumínica, lo que hacía
más entrañable y misterioso el ambiente. Pero no era la primera ocasión en que
esto pasaba, raro era el mes en que no se repetía la escena cinco o seis veces,
y siempre en su presencia.
Nuestra joven llevaba siempre consigo un
libro bajo el brazo, o en el bolso, según el tiempo que hiciera; era una novela
que le regaló su madre años atrás, y a la que tenía especial cariño después de
haberla «devorado» en más de una ocasión.
No tenía prisa, ninguna, aunque esperaba
una ocasión especial, aquella en la que se diera la situación de que ellos dos se
percataran al unísono de su presencia y la invitaran a una conversación que en
esos momentos entablarían los tres…
Ese sería el momento que ella
aprovecharía para pedirles a ambos un favor, que se convertiría en el mejor de
los regalos…
No era otro que el que le dedicaran la
novela, novela que, a cuatro manos, habían escrito ellos dos hacía ya bastantes
años durante un loco y fructífero verano de vacaciones conjuntas en las costas
onubenses: La hora de (antes de) dormir
de Oscar y Patxi.
Cuando por fin lo consiguió, no supo identificar
qué le emocionó más, si tener ¡por fin! la tan deseada dedicatoria, o ver el
abrazo de oso que se dieron los dos amigos al reconocerse después de bastantes
meses de sequía neuronal, cuando, asiendo a la vez el libro como dos
chiquillos, se reconocieron en el retrato de su contraportada, reviviendo en aquel
mismo instante mil y una vivencias conjuntas.
© Patxi Hinojosa Luján
(09/10/2014)
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