El siguiente texto es el resultado de una
«Propuesta de Trabajo» que lanzara hace un tiempo en Falsaria el compañero Fernando
Adrián Mitolo y en la que, finalmente, hemos participado también la compañera
Susana Pons Rubio y yo.
Aquí os
presentamos nuestro «Cadáver exquisito», esperamos que os guste.
***
Aquel día no había amanecido aún,
cuando, de pronto, alguien llamó al timbre varias veces. En esos momentos, yo estaba feliz viviendo otras vidas
que no eran las mías, o quizá sí, no podría decirlo, y fue cuando empecé a
sentir esa interacción exterior que hizo que, al final, acabara despertándome y
abandonando mis fantasías. La insistencia del timbre a aquellas horas de la
madrugada, no hacían presagiar nada bueno, pensé, mientras acudía a la puerta
restregándome los ojos para intentar parecer más despierto de lo que realmente
estaba ante mi inminente interlocutor. Pero, antes de llegar a abrir, el sonido
del timbre cesó y pude oír el ruido de unos tacones que se alejaban con paso
acelerado. Sólo tuve tiempo de ver por la mirilla unas elegantes piernas
femeninas que, efectivamente, calzaban unos imponentes tacones, cuando
desaparecían al entrar en el ascensor. Lancé un bufido —no sé si por
haberme despertado o por no haber podido ver de frente a la portadora de esas
piernas— y me encaminé de nuevo hacia la cama. Pero, de pronto, un ruido en el
pasillo hizo que volviera con rapidez hacia la puerta. Acerqué mi ojo izquierdo
a la mirilla y los vi. Ahí estaban, murmurando, aquella mujer y el vecino del
piso de arriba, el dueño del pastor inglés; menudo personaje.
Desde que me había mudado hacía seis
meses, él siempre buscaba una oportunidad para entablar conversación, por
cualquier cosa: que si el tiempo, que si la crisis, que si pásate a tomar una
birra. ¡Qué me importaban a mí el tiempo, la crisis y sus benditas birras! El
caso es que, en medio de aquel remolino de ideas sobre el vecino, vi que la
rubia estaba mirando fijo hacia mi puerta —al final no era tan bonita como me
habían sugerido sus piernas, más bien algo tosca— y que él hacía unos extraños
gestos en el aire con los brazos. ¡Gilipollas! Al cabo de unos segundos, se
despidieron con un apretón de manos y ella se metió en el ascensor. Pero antes
de irse, él dibujó con su dedo índice el número siete sobre la pared y también
miró hacia mí, al igual que ella, como si hubiese sabido que yo estaba
observándolo todo desde detrás de la puerta. Acto seguido, se encaminó hacia
las escaleras, pero en lugar de subirlas para ir a su piso, bajó por ellas. Fui
corriendo hasta el salón. Era el único lugar de mi vivienda que tenía una
ventana que daba a la calle. Protegido detrás de la cortina, aguardé para ver
qué caminos tomaban, tanto el uno como la otra. Diez minutos después, ninguno
de los dos había salido. Desconcertado, encendí un cigarrillo y, habiendo
descartado la posibilidad de volver a conciliar el sueño, pensé en salir a
correr. Haría un par de kilómetros y después tomaría un buen desayuno en la «Cafeta
del Tino». Pero un acceso de tos me disuadió de la idea: fumar y correr no
casaban bien. Por si eso no bastara, se puso a llover. Un poco, al principio;
después, con furia. En ese instante, en el piso de arriba, el pastor inglés se
puso a ladrar con desesperación.
Estaba
claro: mi vecino de arriba tenía mejores cosas que hacer que atender a su
mascota. Como eso acabaría perturbando mi equilibrio interior, intenté aislarme
de los pesados —por repetidos y potentes— ladridos, y me puse a elucubrar sobre
la escena de la que acababa de ser testigo. Algo olía mal, y ahora no me estoy
refiriendo a mi cuerpo, que después de una agitada y sudorosa noche demandaba
una ducha urgente. Me la di y me sentí mucho mejor. Al rato, volví a oír los
lamentos del pastor inglés pero ya no me incomodaban, máxime confundiéndose con
el atronador chaparrón; tenía otras cosas a las que prestar atención. Así que
anoté mentalmente la lista de datos y dudas que poseía hasta entonces:
·
Mi vecino, a partir de ahora el Sr. X, ni había subido a su apartamento ni
había salido a la calle.
·
Tampoco lo había hecho la rubia de los tacones, porque era rubia ¿verdad?
—me pregunté.
·
No sabía dónde se encontraban ninguno de los dos, ni qué pudieran estar
haciendo, juntos o por separado.
·
Había tensión en fuera cual fuera el tema que trataban, aunque también
acuerdo entre ambos, a juzgar por el apretón de manos.
·
El número siete significaba algo, pero, ¿qué?; yo no tenía ni idea. ¿Qué
querrían de mí, un humilde trabajador del almacén de las aduanas portuarias?
·
Por último, pero no por ello menos intrigante y perturbador, algo tenía que
ver yo en todo aquello, aunque no tenía la menor idea de qué podría ser. Si no,
no hubieran llamado a mi puerta, ni señalado esta, ni…
No sabría indicar muy bien para qué,
pero anoté todo esto en una libreta y encendí otro cigarrillo.
Desde ese día, dejé de verlos; pero
empecé a oírlos. Y digo oírlos, sin poder arriesgar a ciencia cierta si los
elementos acústicos que comenzaron a anidar en el interior de mi cabeza tenían
su correspondiente correlato en la realidad. El fin de semana decidí pasarlo
dentro de la casa, y no solo porque la lluvia no cesó ni un solo segundo, sino,
sobre todo, porque el miedo a encontrármelos en el rellano de la escalera, en
el ascensor, o en la calle, me paralizó por completo. Estaban arriba; lo
presentía por los ruidos de los tacones de ella. ¿O quizás tendría que decir
los de él? No sé por qué se impuso una absurda ocurrencia: él, contoneándose al
ritmo de una canción de Bryan Ferry, vestido como una prostituta de burdel,
maquillado de una forma exagerada y desprolija, y lanzando entrecortados
grititos de colegiala en celo mientras ella, gozosa de observar el espectáculo,
se masturba con la cabeza de una estatuilla de ébano cogida del estante de una
biblioteca.
Una ligera excitación se fue apoderando
de mí, así que decidí llamar a Ana, la secretaria del muelle, para invitarla a
cenar. Solíamos quedar de vez en cuando; no estábamos enamorados, pero lo
pasábamos bien juntos. Buen sexo, sin compromisos; era lo que necesitaba. Mientras
buscaba el móvil para llamarla, me percaté de que el ruido de los tacones
ya no lo oía en el piso de arriba sino que ahora sonaba más cerca, casi al otro
lado de la puerta. Mi excitación desapareció y fue reemplazada por el
miedo. Pude sentir que allí había algo maligno. Aun así, abrí la puerta,
de golpe. Lo que vi en el rellano me paralizó: la rubia estaba tirada en el
suelo, respiraba entrecortadamente y una estatuilla de ébano sobresalía de su
falda. Lo que me hizo gritar fue darme cuenta de que de la cabeza de
la chica manaba sangre de forma abundante y, a su lado, un enorme número siete
parecía burlarse de mí.
Cogí el teléfono e hice la pertinente
llamada. Justo al colgar lo vi claro: en el almacén del puerto yo era el
encargado de uno de los muelles, el número siete, sí el siete. Y de repente me
vino a la memoria, como un fugaz disparo, un hecho al que, hasta ese momento,
no le había dado ninguna importancia. Resulta que el gerente de la empresa que
explotaba los muelles de ese almacén, mi jefe directo, había reservado un
contenedor para no sé qué gestión futura, una gestión de la que yo no me
tendría que ocupar ni de la cual debía preocuparme, según dijo. Me indicó que,
hasta nueva orden, no podría contar con él, por lo que descartara utilizar… ¡el
contenedor número siete! Aquello no podía ser casualidad y empecé a elucubrar
diferentes teorías, a cuál más macabra. Pero todas ellas acababan igual: con el
Sr. X intercambiando un maletín con mi jefe, con un cadáver de pelo rubio
viajando hasta quién sabe dónde, camuflado dentro de una carga que yo no
prepararía ni de la que gestionaría su envío, y yo, no sé cómo, implicado en
tan delictivo acto. Temblé, pero no de frío, y me encendí otro pitillo sin
haber acabado el anterior. La Policía no tardaría en llegar.
***
—Que no, Raúl, ya te he dicho que no me
apetece un cine; hoy no. ¡Ay, quita al perro, hazme el favor, que me llenará la
falda de pelos!
—Bueeeno… ¡Y tú, Nerón…, venga, quita,
que a “mamá” no le gusta! Oye, por cierto, que me acabo de acordar, ¿encargaste
aquello para el sábado?, no te duermas, que faltan dos días.
—No te duermas, que faltan dos
días…, No te duermas, que faltan dos días…, ay, mi vida, ya está
todo más que listo, ¿qué te crees? En cuanto Ana me lo dijo me puse manos a la
obra. Tú ya sabes lo que me encantan estas cosas. Y más aún cuando se trata de
socializar a un “rarito” como tu vecino. Al fin y al cabo es lo que hice
contigo.
—Que gilipollas que eres. Oye, ¿hablaste
ya con el tipo aquel del puerto? Morato se llama, ¿verdad? Por lo del
contenedor lo digo. Esperemos que no se le escape la lengua y le de pistas
sobre lo que viene adentro.
—Qué sí…, está todo controlado. Enrique
no sospecha nada. Es más, al parecer está súper paranoico con lo del siete. No
te imaginas la película que se armó desde que te vio hacer esa morisqueta
detrás de su puerta. ¿Se puede saber de dónde sacaste esa idea?
—Mía no fue; fue de Ana. Ya sabes con
qué cosas se divierte.
—Ya. Qué hijaputa. Será por eso que la
quiero tanto.
— ¿Qué la quieres tanto? Venga, no me
hagas reír.
***
Y esto fue ni más ni menos lo que
escuché ese domingo por la tarde por la claraboya de la cocina mientras
esperaba a la policía. “¡Un momento!” —me dije—. Si los que hablaban en el piso
de arriba eran el tipo del perro y la rubia, ¿quién era entonces la chica que
yacía en mi rellano? Una sospecha empezó a germinar en mi mente: Ana… a quien
yo no había ayudado, la había dejado tirada en el suelo y después me había
encerrado en casa, a la espera de la policía. Salí. La chica seguía ahí, pero
ya no respiraba. Era Ana, en efecto. Quise, de alguna manera, devolverle la
dignidad y le quite la estatuilla de entre las piernas. Me sorprendió lo que pesaba.
Volví a entrar a mi casa con una rara intuición. En esa figura de ébano había
algo; estaba seguro. Así que la rompí. En su interior había siete bolsitas de
terciopelo rojo. Con manos temblorosas abrí una de ellas. Dentro había siete
piedras preciosas: diamantes. Lo decidí en ese mismo momento: agarré las siete
bolsas y volví a salir al rellano. Salté por encima del cuerpo de Ana y bajé
corriendo las escaleras. Al salir a la calle, me crucé con una pareja de
policías que se dirigían a mi edificio. No los miré. Al doblar la esquina
de mi calle, tuve claro lo que tenía que hacer. Eché a correr.
FIN
© Susana Pons Rubio, Fernando Adrián Mitolo y Patxi Hinojosa Luján
(21/03/2015)
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