(Imagen extraída de la red Internet)
Benito era… entrañable. Sí, ese es el adjetivo
que tanto se me resistía cuando dudaba entre escribir estas líneas o no hacerlo;
el que mejor le define, sin duda. El otro, el que utilizaba la gente al principio
como mofa para después quedarse como su mote, no me hacía demasiada gracia,
aunque con el tiempo fui encontrándole un sentido. Benito era tan buena persona
que en el pueblo enseguida dejaron de reparar en sus rarezas, olvidando así de
echárselas en cara. Tan pronto ayudaba a los vecinos con las pequeñas chapuzas
del hogar como en las siegas o en sus modestas vendimias, que aquí ya sabemos
que no hay mucha uva, pero la poca que hay produce un vino exquisito; y en vez
de dejarse convidar después de unas horas de duro trabajo, era él quien lo hacía
pues siempre tenía en cuenta el llegar con bebidas frescas y las mejores viandas
de su despensa allí donde se demandara su presencia. Y qué decir de su querido
y famoso tractor, heredado de su progenitor pero que parecía nuevo de lo bien
cuidado que lo tenía…, siempre estuvo a disposición de quien pudiera
necesitarlo, aunque lo cierto es que nunca nadie aceptó su ofrecimiento alegando
diversas excusas, la mayoría poco creíbles.
Él acostumbraba a decir a todo
aquel que quisiera escucharle que su conducta carecía de mérito, que era la
normal entre los de su especie, los nativos de la Luna, porque siempre juró y
perjuró que él era un extraterrestre llegado desde allí. Quien más, quien
menos, achacó tal delirio al tremendo golpe que se dio al caerse desde lo más
alto del tractor de su padre cuando aún era un jovenzuelo que se afanaba en
colaborar con él en cualquier tarea que surgiera. Y sólo por ello, el mencionado
vehículo, cuyo tamaño era bastante mayor que el de los pocos que constituían el
escaso parque de nuestra localidad, se ganó la fama de funesto que aún hoy mantiene.
Ahora mismo, sentado en uno de
los bancos de la única plaza de nuestra aldea desde donde escribo en mi
desgastada pero querida libreta estas palabras, mis recuerdos y reflexiones,
miro de reojo a la lustrada placa que la adorna y lamento que él no llegara a
verla renombrada. «Plaza de Benito», se puede leer hoy, y debajo de las letras,
y en un gris plata intenso y brillante, una reproducción de la Luna Llena nos
confirma que, a pesar de que nadie lo quisiera admitir de manera oficial, a muchos
convecinos les quedó bien grabada en su interior la gran duda, ¿y si… y si siempre
nos dijo la verdad? No así a mí, o por lo menos no desde que hace unos meses
Benito me guiñara un ojo desde la preciosa, brillante y cercana esfera y lo
haya repetido cada veintinueve días desde entonces…; pero me temo que si comento
esto por aquí, todos piensen que yo también me haya caído del tractor o bebido
toda la producción de tinto del año de un plumazo…
He sobrevivido a muchos de mis amigos, y sé que él me
consideraba uno de los suyos. Recuerdo como si fuera hoy mismo —y
han pasado ya veinte años— el día de su entierro y cómo el
pueblo entero se volcó para acompañarle en su último recorrido por estas calles
que le vieron crecer procurando hacer el bien hasta que le llegó la hora de morir,
lo que hizo con total discreción.
Y así, no puedo evitar pensar en algo que me genera una gran inquietud:
A saber qué pensarán los que como yo se mantienen con vida cuando, como
contempla la ley municipal, en unos días se acceda a su sepultura para exhumar
sus restos y llevarlos al osario provincial, y alguien grite, con el terror que
generan algunas confirmaciones de sospechas silenciadas, que allí no hay nada
que pueda llevarse a ninguna parte…
© Patxi Hinojosa Luján
(19/09/2018)
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