(Imagen extraída de la red Internet)
Los bancos están situados a lo largo de unas largas
rectas imaginarias que aparentan converger allí al final, donde los letreros se
me tornan ilegibles. Son líneas paralelas, como las que trazan las vidas de
algunas almas que, extrañas entre sí, podrían coexistir buscándose sin saberlo,
con todas las probabilidades de fracasar si nos atenemos a la principal característica
de aquéllas. Pues bien, yo me propuse ponerle una zancadilla a tal destino…
El aspecto renegrido, debido al
tratamiento especial que recibió la madera en su anterior vida, no me ha disuadido
de utilizar uno de aquellos asientos, tampoco su incómoda dureza. No tengo
compañía, pero los demás bancos tampoco presentan mayor nivel de ocupación, la
mayoría están vacíos. Supongo que será porque hoy aquí hace frío, aunque es la
sensación de humedad la que destaca, calando hasta los huesos.
Estoy sentado ―¡y menos mal!, me
digo―, así consigo disimular este temblor de piernas tan evidente que podría poner
en aprieto mi equilibrio. Decido serenarme y respiro hondo; enseguida parece
que amaina el hormigueo en el estómago que también me acompaña desde que salí
de casa hace la eternidad de once minutos pues, en cuanto fue viable, me
trasladé a vivir cerca de este lugar. Pero debo confesar que, durante el
trayecto, se me ha pasado por la cabeza abortar la tentativa, y al conjugarlo
así ha retornado un pensamiento doloroso y recurrente.
Mientras espero, reflexiono sobre
el camino recorrido para llegar hasta aquí: conversaciones telefónicas,
búsquedas en diversos medios, entrevistas, visitas, reuniones, citas… y la fortuna
de encontrar respuesta a mi petición de ayuda, cuando creía que ya estaría perdida
y escondida entre las banalidades de aquella red social.
¿Vendrán?, me sigo preguntando,
y no sé si quiero conocer la respuesta, si ni siquiera tengo la certeza de cómo
reaccionaré ante cualquiera de las dos posibilidades. Mas el runrún familiar que
acerca el viento me indica que pronto saldré de dudas, y mi nerviosismo lo aprovecha
para ascender un peldaño más.
***
Acaban de bajarse de sus vagones
los últimos viajeros, todos ajenos a nuestra cita, y el tren retoma su marcha,
quien sabe si en busca de nuevas alegrías, o decepciones, como la que me inunda
en estos momentos. Intento distraer mi atención pensando que hace tiempo que añoro
aquel nostálgico «¡viajeros al tren!», que anticipaba el silbido del factor de
circulación indicándole al maquinista que podía comenzar o continuar viaje,
pero debo volver al presente y resignarme a aceptar que, al final, la respuesta
que resuelve mi duda ha sido ese «no» que tanto temía. Así las cosas, con la
decepción ha desaparecido el temblor de mis extremidades y me incorporo con
lentitud dispuesto a regresar a casa en compañía de mi autocompasión. Y entonces,
justo antes de girarme hacia la puerta de salida después de que el último vagón
haya despejado mi campo visual, los veo: han bajado por el andén de enfrente. Cogidos
de la mano, buscan juntos y encorvados a aquél al que un día juntos, y quiero creer
que rotos por el dolor, abandonaron en esta misma estación; de eso hace tantos
años como vueltas al Sol he conseguido completar sin su compañía. A veces he
reflexionado que, en aquellos tiempos, el Gran Hermano aún no contaba con los innumerables
ojos con que nos vigilan hoy en casi cualquier lugar, y con el tiempo he
llegado a convencerme de que no hubo testigos, sólo gente sorprendida por el insólito
hallazgo que, por suerte para mí, hicieron lo que debían hacer.
Es de locos, pero estoy visualizando
la estela de humo que desprende la chimenea de una locomotora de vapor que ya
se aleja, y donde se han formado con claridad unas letras que se ordenan hasta
formar la palabra «perdónalos». Entonces me fuerzo a abrir los ojos, que he
mantenido cerrados escasos segundos, a la par que me recuerdo que eso ya lo hice
antes de plantearme encontrarles. Y sobre todo recuerdo que lo que necesito es saber
que ellos también lo han hecho, que ellos también se han perdonado.
Abandono mi posición y me sitúo
de forma que ahora estamos frente a frente; nuestras miradas ya se han cruzado cuando
empiezo a presentir que ha merecido la pena. En ese momento me invade una
extraña sensación: es como si me desprendiera del traje imaginario de bufón tras
el que me he parapetado toda la vida para observarla de incógnito; ahora se lo
dejo a otros, yo no quiero necesitarlo más. Lo que sí necesito es concederme un
par de segundos más que dejo transcurrir sintiendo cómo aumenta la adrenalina en
mi cuerpo. La puerta de la estación se haya ubicada en el andén que ocupo, a mi
espalda, y yo corro en sentido contrario, disimulando la que la cirugía
pediátrica redujo a una leve, aunque permanente cojera, esquivando pasajeros que
se dirigen hacia la salida; intento atravesar el subterráneo en su busca antes
de que ellos se planteen siquiera moverse, y lo consigo. En una décima de
segundo desfilan ante nosotros rasgos que nos relacionan por la genética, y el
abrazo a tres rompe el hielo sin miramientos.
Sé que el paralelismo de vías y andenes
seguirá ahí por mucho tiempo, mas el de los renglones que separaron nuestras
existencias acaba de volar en mil pedazos terminando de perfilar, al fin, esa
sonrisa que siempre se me quedó a medias.
Ha merecido la pena.
© Patxi Hinojosa Luján
(08/08/2020)
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