De
súbito, me encontré en un lugar que no reconocía. Mi instinto me decía que
nunca antes había estado allí. No podía negar que aquel era un bello lugar para
perderse, y eso era lo que en un principio pensé, que me había perdido. Esto me
produjo tal estado de ansiedad que cuando ya conseguí recobrar la consciencia por
completo, aquella aumentó hasta su grado máximo.
Estaba
solo, no localizaba a nadie conocido entre la muchedumbre que me rodeaba y que,
de momento, también me ignoraba mientras disfrutaba de aquel precioso entorno
natural, un parque donde no faltaban poblados árboles de muy dispares especies,
junto a cuidados setos de verdes arbustos y diversos jardines aquí y allí floreados
con multitud de colores, cual accesible arcoíris abstracto. Y todo ello
enlazado mediante herbosos caminos que invitaban a cualquier persona a caminar
con la libertad de ir descalza por ellos.
Aunque
me iba serenando algo mientras recorría con mi vista todo ese entorno en un
giro de trescientos sesenta grados, no lo logré del todo puesto que una vez
finalizada mi rotación no llegué a atisbar a nadie de mi mundo, de mi reducido
mundo. Me dirigí a lo que desde mi posición me pareció un aparcamiento para
vehículos de esos «en batería», por las paralelas rayas blancas que divisé a lo
lejos, quizá allí pudiera encontrar alguna pista que me ayudara en mi búsqueda.
Y lo hice, ¡vaya si lo hice!
Mucho
antes de llegar ya lo percibí con claridad, estaba tan presente en una de las
plazas de aparcamiento que distinguí a la perfección su fragancia, ese
persistente y dulce olor del perfume del que no podía prescindir cada vez que
salía de casa. Una fragancia que se había alejado con ella en su coche desde el
punto al que me acercaba, con toda seguridad para no volver a compartirla nunca
más conmigo…
Cuando
llegué a comprender la verdadera magnitud de lo que había ocurrido, algo del
todo inesperado para mí, dejé mi mente en blanco y dejé también que pasaran las
horas con una apatía que no era sino fruto de la decepción por la recién
adquirida desconfianza en la raza humana, la más absoluta.
Ahora
lo veía todo claro, ya recordaba. Con falsas promesas de pasar un día
inolvidable en un paraje idílico para ella y para mí, supuse que se las había
ingeniado para suministrarme algún fuerte somnífero, casi con seguridad
mezclado con mi desayuno y, una vez aquí, cuando se aseguró de que Morfeo me
abrazaba con fuerza, me dejó tirado en el suelo entre dos arbustos y me
abandonó…
Ya
es noche cerrada, noche de luna llena, y a esta le aúllo demandando respuesta a
una concisa pregunta: «¿por qué tanta ingratitud?»
No
me quedan fuerzas para ladrar…
© Patxi
Hinojosa Luján
No hay comentarios:
Publicar un comentario