Si hay un sitio privilegiado, en mi
opinión, para la observación de las distintas reacciones humanas ante
diferentes estímulos, este es sin duda una estación. Bueno, para ser preciso debería
concretar más: me refiero a una estación de ferrocarril. Si tienes paciencia, y
el tiempo no te apremia, al final tus expectativas se ven satisfechas, e
incluso superadas. A mí en concreto, lo que más me gusta y motiva es ver llegar
a su destino, en este caso a mi localidad, a toda esa gente que viaja en los
trenes.
No ha mucho me dispuse, libreta en mano,
a llevar a cabo el manido ritual de tantas otras veces: sentarme en cualquier
banco de los que adornan el andén primero de nuestra estación y, mientras
esperaba a que llegara el siguiente convoy cargado de historias, de anécdotas… de
múltiples vidas en definitiva, me deleitaba, como siempre, con la contemplación
de diversas locomotoras en su ir y venir, cambiando de vías, hasta completar
las formaciones de trenes que, en ese momento, ya tendrían adjudicado unos
acompañantes pasajeros y un destino; y a veces también un cambio de destino
para aquellos. Siempre me ha seducido sobremanera ese mundo tan
extraordinariamente heterogéneo donde casi todo es posible, con ese halo de
magia...
Esa tarde-noche de viernes llegó, con la
puntualidad a la que en los últimos tiempos nos tiene acostumbrados, el tren de
siempre, con parte de su pasaje ansioso de abandonarlo para reencontrarse con
su mundo, y la otra parte ilusionado por visitar y conocer uno que todavía no puede
catalogar como tal, aunque a veces algunos corazones acaban recibiendo ese regalo
tan especial…
Me llamó la atención, por su descoordinación,
lo que al final pareció ser una pareja. Mientras él se movía nervioso por el
andén, recorriéndolo impaciente de un extremo al otro, esperando a la que yo
presumí su chica, ella, por el retraso que le ocasionaba el desproporcionado
volumen de su equipaje, porque iba en el último vagón, oculto tras la curva del
final del andén, o por ambas cosas, para cuando hubiera sido visible para su
pareja, este ya había abandonado, desconsolado y desesperanzado, la estación. Anoté
en la libreta en cuatro trazos un esbozo de la escena, a la espera de
ampliarlos en casa con tranquilidad, y me apresuré a ayudar a la chica con sus
bultos a la par que le indicaba que un joven, ¿quizá su chico?, acababa de
abandonar cabizbajo el recinto de la estación. Ahora que caigo, ¿una pareja
joven sin comunicarse con teléfonos móviles…? Hummm, supongo más bien que
alguno de los dos se habría quedado sin batería…
También tuve la suerte de asistir al emocionado
encuentro de un señor, que rondaría la cincuentena, con el que con toda
seguridad sería su padre, por las atenciones con el que aquel lo recibió al pie
del estribo de la puerta lateral del vagón por el que apareció. Antes de que el
anciano pudiera darse cuenta, su hijo ya le había ayudado a bajar a tierra
firme, a la par que se había adueñado de sus pertenencias para evitarle su
peso. El abrazo que se dieron ya en el andén no denotaba sino un cariño extremo
fruto sin duda de una convivencia llena de dicha y respeto mutuo. A pesar de
todo lo indicado a resultas de mi intuición, cuando se alejaban de allí oí, con
menos perplejidad de la que cabría esperar, cómo uno se dirigía al otro
llamándole yerno. Había errado en el parentesco, sí, lo reconozco, aunque no en
todo lo demás, y de eso estoy seguro… Todo esto también quedó reflejado en la
libreta con la oportuna corrección de última hora.
Alguna que otra historia más cupo en las
páginas de aquel día, para mi gozo. Y ya en casa, me dispuse a componer con
todas ellas una especie de relato como homenaje a mi querida estación. Y así lo
hice. Una vez leído y revisado un par de veces el texto, o tres, y justo cuando
iba a compartirlo con mis amigos de la red literaria, algo me detuvo. Me llamó
la atención el título del texto de un nuevo miembro, recién publicado: «El
observador observado». En él pude leer, mientras aumentaba mi asombro, entre
otras cosas…
[…] Cuando mi tren llegó a la estación, allí
estaba él, como casi siempre que regreso a casa después de mi semana laboral.
Y, como casi siempre también, lo observé interrelacionándose con algunos de los
pasajeros que llegaban conmigo, ayudando incluso a algunos con sus equipajes.
Él, anotando mil y un detalle en su inseparable libreta, él, el observador
observado… ¡por mí desde hace tanto tiempo ya! Él, que no sabe que ya no
trabajo en la misma población que antes y que me las ingenio para llegar en un
tren que ya no es el mío solo para poder verlo unos minutos que se me antojan
escasos segundos. Él, que no ha reparado en mí hasta el día de hoy, en el que
ese cruce de miradas ha hecho saltar la chispa en mi interior que me ha animado
a escribir estas líneas tan personales como sinceras, con la esperanza de que
pueda leerlas aquel a quien van dirigidas con todo mi amor […]
Leí ese texto, lo releí; y una vez más
todavía, y después una sonora carcajada salió de mi garganta. «El cazador
cazado», me dije aún entre risas. Después volví a leer mi texto y, sin cambiar
nada salvo el título, al que ya podéis intuir, lo publiqué, confiando en que
también lo leyera aquella persona a la que, ahora sí, estaba dedicado. Pero lo
que yo no podía saber en ese momento era si mi deseo se iba a cumplir, y si cuando
ella leyera el párrafo con el que desde un principio concluía mi relato…
[…]
Hoy, por fin, la chica de los grandes ojos azules, que llega siempre en el mismo
tren, cuando ya el viernes, bostezando, nos insinúa que se quiere ir a dormir,
se ha fijado en mí y ha cruzado una mirada conmigo tan sensual que me ha
alegrado el día, como poco… […]
… seguiría
con la misma rutina, ahora confesada como forzada. Faltaba ya menos de una
semana para comprobarlo, una semana que se me haría eterna por mi renacido
sentimiento; una semana en la que mi semblante no perdería ni por un solo
instante esa bobalicona sonrisa que, en algunos casos, tienen los enamorados
primerizos.
© Patxi Hinojosa Luján
(10/12/2014)
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