Eulalia vive sola, ya no le queda familia ni un
círculo de amistades que le pueda hacer más llevadero el tiempo que le quede de
vida. Es anciana, y no sólo por haber vivido ya demasiados años terrenales, que
también, sino porque hace más lunas llenas de las que puede o necesita recordar
ha perdido todo interés por disfrutar con aquella magia nocturna, o se lo han
robado… Y, para colmo, está lo de esa voz…
Eulalia no duerme mucho por la
noche, quizá por ello se pasa la mayor parte del día en un duermevela
superficial que es incapaz de diferenciar del resto de la jornada.
Hace tiempo que algo o alguien pulsa
en su cerebro el botón de pausa de manera aleatoria, aunque con una frecuencia
en aumento, y en un visto y no visto se ha desapegado de las responsabilidades
de su hogar y de su propio cuidado; por suerte, poco antes de fallecer su
marido de repente, éste había solicitado a los Servicios Sociales ―que respondieron
actuando con celeridad― una ayuda a domicilio con la que logra mantener una
existencia digna al sobrepasar dicha tutela el umbral de lo mínimo necesario.
―¿Sabe, joven…? No me acuerdo
ahora de su nombre… ¿Sabe que esta mañana, justo antes de despertarme, lo he
vuelto a oír?
La joven a la que hoy le ha
tocado el turno de la cena, quizá no vuelva a cumplir los sesenta, quien sabe, y
qué más da, pero la anciana no puede referirse más que a ella, están solas en
el apartamento. Deja lo que está haciendo en ese momento y se acerca, solícita,
a escucharla.
―Flor, me llamo Flor. Y dígame,
señora Eulalia ―Aprovecha para acariciar su pelo blanco recogido en un moño―, ¿qué
es lo que ha vuelto a oír?
―¡¡¡Pues al señor de sieempree!!!
Ese que me pregunta si yo también lo oigo, y yo me asusto porque no lo veo, ni
sé quién es, ni a qué se refiere.
Es entonces cuando a Eulalia le invade
un ligero temblor que Flor se apresura a minimizar con un abrazo no correspondido,
aunque agradecido por la sonrisa con que la anciana sustituye a aquél. Enseguida
vuelve a su recurrente somnolencia, lo que Flor aprovecha para seguir con sus
quehaceres: le está preparando una sopa de verduras que lleva como principal
ingrediente el cariño, mucho cariño.
Cuando Flor se dispone a abandonar
el domicilio de Eulalia, ésta está ya en su cama. La ha dejado dormida, después
de haberle dado a tomar sus medicinas junto con la cena y de haberla aseado
para dejarla «como una reina» en una broma que Eulalia siempre agradece con su
mejor sonrisa. Flor mira su plan de trabajo semanal y comprueba que no volverá
a esa casa hasta dentro de dos días, para el primer servicio, el del desayuno. Cierra
la puerta y se dirige a su domicilio, ha acabado una jornada laboral que bien
podría calificarse de solidaria.
Al día siguiente, Flor no tiene
servicio en casa de Eulalia, a la que ha cogido un cariño especial, pero recuerda
que la verá en el siguiente desayuno, y sigue tarareando una canción que no se
le va de la cabeza mientras navega entre medicinas, alimentos y productos de
limpieza en otro de «sus» domicilios.
El nuevo día llega con un par de
nudos ocupando por sorpresa la garganta y el estómago de Flor. No recuerda
haber sentido nunca tamaña desazón, y ésta no desaparece con su frugal desayuno.
Ya se pasará de camino a casa de Eulalia, se miente. Llega y entra abriendo con
su copia de llave. Enseguida lo nota, nota esa sensación como de desgarro, ese
silencio ensordecedor. Vuelve a mentirse al pensar en otra cosa mientras se
anuncia…
―Buenos días, señora Eulalia, ahora
mismo voy a ayudarla a levantarse y ya verá qué rico le sabe el desayuno que le
voy a preparar. ―Pero los nudos siguen ahí, cómplices de ese silencio aterrador
que cada vez lo es más.
Flor no se da cuenta de que se
dirige a cámara lenta hacia el dormitorio, queriendo retrasar su llegada, cada
vez más encorvada por el peso del temor a la verdad. Pero tarde o temprano
tenemos que enfrentarnos al destino, al nuestro y al de los demás que tantas
veces compartimos, y acaba por franquear la puerta del dormitorio de Eulalia.
Flor se acerca a su cama, se inclina para fijarse en un gesto que no le
reconoce, y al darle un beso en la frente salta disparada para atrás como un resorte:
está fría como una lápida de mármol en Siberia. La confirmación del presentimiento
desanuda su angustia antes de correr hacia el baño. Después de refrescarse, coge
su móvil y da parte de lo sucedido; ella, trámites y declaraciones
protocolarias al margen, no tendrá más servicios en el día, un día que
recordará hasta que se empiece a pulsar su botón.
Es su último sueño. Eulalia se
encuentra bajo un precioso cielo estrellado, en las ruinas de una pequeña borda,
acompañada, cuando una estrella le recuerda lo fugaz que han sido sus vidas
también. Pero ahora vuelve a ser aquella joven que quedaba con su chico cada
noche que podían escaparse de casa para retar allí a su tiempo y a las costumbres.
Y así es como escucha la pregunta por última vez:
―¿Lo oyes ahora, cariño, oyes al
fin el silencio?
© Patxi Hinojosa Luján
(24/07/2020)
Precioso texto. La atronadora llegada del silencio. En ocasiones antesala de la calma, en ocasiones antesala de un miedo atávico.
ResponderEliminarMuchas gracias, amigo Marcos, por pasarte a leer y dejar tu generoso comentario; y no olvido el regalazo que para mí ha supuesto el préstamo de tu excelente fotografía.
EliminarUn fuerte abrazo.
Las emociones como personajes principales, una narrativa característica que manejas sin perder de vista la coherencia de la historia. Sin aspavientos y hecha con realidades tan nimias como el silencio absoluto de la eternidad. Me gustó
ResponderEliminar¡Oh!, muchas gracias, Javier, por pasar y dejar tu valioso comentario, todo un detalle.
EliminarPor cierto, gracias a la distancia temporal hoy te puedo confesar que mis últimos siete puntos fueron para tu excelente "Cae el telón", ¡me encantó!, que lo sepas...
Un fuerte abrazo, compañero.