(Imagen extraída de la red Internet)
Al verme en estos momentos, un espectador
imparcial supondría que estoy paseando. En realidad, lo único que hago es seguir
dando vueltas alrededor de este imponente edificio; el móvil bien asido con la
mano dentro de un bolsillo esperando sentir la vibración que me anuncie la
llegada del ansiado mensaje. No tardará, me digo, y las pulsaciones de esta madeja
de nervios enmarañados que tengo por corazón parece que entren algo en razón al
concederme una ligera tregua.
Por fin llega. Sin siquiera sacar
la mano del bolsillo, me dirijo con tanta decisión como nerviosismo hacia la ostentosa
entrada principal cubierta de estrellas, tantas como puntas tiene cualquiera de
ellas. Al atravesarla, recibo un saludo con reverencia formal, y yo respondo
con un discreto movimiento de barbilla que ejecuto sin pararme mientras me
dirijo hacia el ascensor; intento estrechar mi visión periférica esperando que
quien esté fuera de ella ignore mi presencia, debo evitar una posible
conversación que pudiera arruinarme el plan. Pulso el botón de llamada y espero
impaciente. Una vez dentro, ahora sí, saco el móvil en busca del mensaje y lo
leo: sonrío, está en todo… Es entonces cuando selecciono el piso que
corresponde al número que acabo de ver en la pantalla. Después de unos segundos
eternos, que confluyen en una eternidad efímera, accedo a la planta solicitada
y corro al encuentro de la puerta que me separa de ella.
Estoy plantado frente a la
habitación 507 rememorando cómo y dónde nos conocimos, retrasando un momento que
he proyectado en mi mente un millón de veces. La llave-tarjeta que me permitirá
acceder al interior ya está en mi poder después de recogerla de la jardinera más
cercana según reflejaba el mensaje. Introduzco la tarjeta en la ranura y se oye
el típico sonido electrónico pintado de color verde. Entro. El familiar perfume
me descoloca un tanto, pero enseguida me concentro en su imagen y la excitación
aumenta al encontrarme sus zapatos tirados un poco más allá de la entrada; un
tacón en posición natural, en vertical, la otra aguja apuntando a la estancia
principal que intuyo ocupada al ver la fina franja de luz que impregna la
moqueta de tentación. Reconozco también como familiar el escalofrío que en ese
momento me recorre de arriba abajo, y que agradezco en cada ocasión desde que su
lucidez propuso abolir en nuestra relación tanto la rutina como el pudor.
Y accedo a sus dominios desnudándome
de inseguridades; al fin y al cabo, es mi esposa. Pero no falta a la cita el
hormigueo del primer día amenazando mi compostura antes de encontrarme con su maravillosa
simetría, perfecto objeto de deseo.
Está descalza, obvio. Descalza,
sí, descalza hasta la nuca…
© Patxi Hinojosa Luján
(07/07/2020)
Me ha entusiasmasodo tanto, que seguramente lo haga realidad, si no impoorta. Con una copita de algo.
ResponderEliminarGracias, "amigo desconocido". Lo cierto es que ya había sopesado la posibilidad de trasladar la idea del relato de la ficción a la realidad, ya veremos... En todo caso lo de la copita habría que ensayarlo antes, je, je, je.
EliminarBueno para una pelicula de corto metraje
ResponderEliminarbuenísimo abrazo
desde Miami
a tu casa
Gracias, amiga Mucha, por tu visita y motivador comentario.
EliminarOtro abrazo dirección Miami.
Interesante reencuentro.
ResponderEliminarHabría qué!
Hola, David, ¡claro que sí! Ya me contarás...
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