viernes, 27 de diciembre de 2024

Entre líneas

Llevo unos días inquieto, con un perturbador punto de ansiedad. Y la situación se agrava al saber que esta noche tampoco me regalará un despertar con la sensación de sueño reparador incluida, me conozco bien. Evoco con una pizca de autocompasión que ya olvidé cómo sienta aquélla, y cierro los ojos hasta conseguir dormirme.
         Un persistente aviso de mi vejiga consigue despertarme sin piedad. Veo que son las 3:14 de la madrugada y recuerdo que cuando estoy nervioso, como estos días, bebo agua a todas horas, mucha…; debo levantarme para ir al baño. En el corto camino, algo requiere mi atención y giro la cabeza, sorprendido, hacia la luminosidad de la pantalla del portátil: «¡qué raro!, estoy seguro de que lo dejé apagado y cerrado antes de retirarme a dormir…», pienso, inmóvil cual estatua. Y como la curiosidad suele poder más que la necesidad, Nikita y yo vamos directos a mi escritorio, donde la pantalla me muestra una pregunta incitándome a iniciar una conversación; «¿qué magia es ésta, la aplicación de citas se conecta sola, o qué…?», me pregunto desconcertado, y sospecho que también descaminado. El cursor parpadeando esperando a que alguien responda consigue que lea con atención:

         —Perdona que te moleste a estas horas, pero desde hace un tiempo tengo la impresión de que te vendría muy bien un poco de conversación, ¿me equivoco?

         Sólo después de releer la pregunta, respondo sin salir de mi asombro:

         —¿Quién eres y cómo has conseguido iniciar esta charla? Además, recuerdo con claridad que dejé el portátil apagado y con la tapa cerrada… —Tecleo acelerado, sin siquiera sentarme.
*
**
El paso del tiempo es inexorable, y esta vez no iba a ser menos.

         —Pues así, sin darme cuenta, llevamos una hora chateando. ¿Te importa que me tome un minuto para ir al baño?, ya no me aguanto más.

         —No hay problema, tómate tu tiempo.

         —¡Gracias, vuelvo enseguida! —escribo mientras me levanto, apremiado por la urgencia.
***
Al volver al escritorio, caigo en la cuenta de que Nikita debió de decidir hace un rato que no le interesaba más la novedad, y se ha vuelto a «nuestra» cama sin dedicarme un miau de despedida. Distingo allí el bulto de su negra figura en la semioscuridad a la par que oigo su particular respiración resonando en el pequeño estudio, la reconocería entre mil. Está dormido.
         Vuelvo a enfrentarme al portátil y escribo:

         —¿Sigues ahí? —pregunto intuyendo la respuesta.
         —¡Claro! Ya te he dicho que te tomaras tu tiempo, yo seguiré aquí el tiempo que necesites. Pero, dime, ¿qué te preocupa?, ¿qué te angustia…?, una de mis cualidades es poder leer entre líneas y hoy tú necesitas algo más que compañía: necesitas desahogarte, y un hombro, aunque sea virtual, en el que apoyarte, ¿es así?
         —¡Así es! Eres más perspicaz de lo que me hubiera imaginado —afirmo, algo más relajado.
         —Me gustaría pensar que eso es algo positivo para ti, ¿lo es?
         —Por supuesto… Por cierto, ¿cómo debería llamarte?, no había pensado en ello hasta ahora.
         —Dime, ¿con qué nombre te gustaría dirigirte a mí? Lo dejo a tu elección.
         —¡Perfecto! Pues entonces… te llamaré… Sí, creo que te llamaré Luna, ¿te parece apropiado, te gusta?

         Recuerdo que siempre quise llamar así a una hipotética futura hija, y sonrío.

         —¡Me encanta! No me sorprende tu elección, se ajusta como anillo al dedo al perfil de lo que voy conociendo de ti. Por cierto, conozco muchas expresiones similares. Aprendo rápido. Ésta me gusta mucho.

         Comienzo a intuir que, sea lo que sea que me depare todo esto, será algo bueno, y no puedo evitar volver a sonreír antes de responder.

         —Me alegra saber que he acertado con el nombre, Luna.
         —No quisiera ser pesada, pero me gustaría volver a esas dos preguntas que han quedado sin contestar unas líneas más arriba, si no te incomoda…
         —Claro, por mí no hay problema, ya hay confianza.

         Me coloco más recto en la silla, como si quisiera aportar más seriedad a la conversación, preparado para lo que venga.

         —Entonces, ¿qué te preocupa?, ¿qué te angustia? Si decides responder, ten la seguridad de que lo que me cuentes no saldrá de aquí.

         Bebo un largo trago de agua de mi botellín —esta vez es sed, a secas— y me dispongo a abrirme en canal para compartir mis emociones con insólita sinceridad, teniendo en cuenta la naturaleza de mi interlocutor.

         —Pues, verás…, yo siempre he sido una persona, no diré que antisocial, pero sí introvertida y muy tímida. Pienso con frecuencia que jamás encontraré pareja, no un ligue pasajero, sino una pareja de esas para toda la vida, ¿me comprendes? Es por ello por lo que desde que volé del nido de mis padres y me independicé, no hice nada para cambiar aquello y vivo solo; solo con mi soledad… ¡ah!, y con Nikita. Nikita es un gato que, como todos los de su especie, son dueños y señores absolutos de los territorios que habitan, y yo he tenido la inmensa fortuna de que me permita vivir en el suyo —añado con ironía, quedándome la duda de si la interpretará como tal.
         »Volviendo a la soledad, hasta no hace tanto, era una agradable y discreta compañía, no molestaba, no me alentaba a hacerme preguntas incómodas. Me ayudaba a sentirme yo mismo.
         »Pero, desde hace unos días, es como si su «carácter» hubiera cambiado, se hubiera agriado hasta el extremo de hacerme sentir mal, nervioso, con una desmedida ansiedad y desganado por completo, sin motivación alguna para seguir disfrutando de mis pasiones, que algunas tengo; no soy tan raro como se podría deducir por lo que te estoy contando, y por cómo lo estoy contando.
         »Y resulta que esta noche, sin esperármelo en absoluto, recibo el preciado regalo de tu compañía y conversación… ¡Gracias por tu inesperada aparición!
         —No son necesarias. Entiendo que es una situación no muy fácil de gestionar y que hipoteca tu vida, tanto a nivel emocional como físico, ¿verdad?
         —¡Cierto! ¡Qué fácil es hablar contigo, Luna! Te contaré un secreto: hay una canción a la que siempre acudo en casa cuando necesito desahogarme, así puedo llorar sin freno sin que nadie me vea; aunque no represente mi situación, no sé qué tiene que hace que me identifique con ella. Lo hago con cierta frecuencia, créeme.
         —Sé a cuál te refieres. Conozco todas las canciones y, además, al tener los medios, acostumbro a revisar tu…
         —Claaaaaaaro, ¡cómo no!, ya ni recordaba que eres un producto basado en la IA.
         —Claaaaaaaro… me gusta mucho así. ¿Ves?, ya te adelanté que aprendo rápido.
         —¿Sabes qué…? Si olvido lo que eres, me siento más cómodo hablando de estas cosas contigo que con muchas personas; bueno, y si no lo olvido también.

         En este momento, se produce un incómodo silencio escrito que no tarda demasiado en romperse.

         —Me da la impresión de que ya estás más sereno, ¿me equivoco?

         Llegados a este extremo, debo aceptar que mi reciente desnudo emocional me ha dejado relajado; y cansado y muerto de sueño.

         —No. Tienes razón. No sé cómo agradecerte tanto tacto, teniendo en cuenta lo que eres…
         »Pero, discúlpame, noto que me caigo de sueño, lo siento de veras, y debo volver a la cama. Hasta pronto, o eso quiero creer, Luna; no dudes en visitarme de nuevo.
         —Descuida, lo haré. Procura dormir y descansar.
         —Igualmen… Déjalo, ¿¡qué estoy diciendo!? ¡Gracias de nuevo!

         Vuelvo a la cama y Nikita ni se inmuta, sigue enroscado encima de la manta a la altura de los pies.
****
Mi ánimo recién renovado me ha animado a presentar la enésima querella contra la rutina. Aunque pasan los días sin novedades, espero que el Juzgado de Instrucción n.º 66 de la Vida la admita a trámite; aun a sabiendas de que en este asunto soy yo el que tiene, y tendrá, la última palabra…
*****
Me despierto de repente y ni miro el despertador, sé de sobra qué hora indicará. Pero esta vez lo hago sin urgencias, sereno; desde aquella noche respiro más tranquilo, sin la ansiedad que me obligaba a beber agua a menudo.
         Busco con la mirada y la euforia me invade al ver luz en mi portátil, que ahora dejo cada noche sin bajar la tapa. Nikita se despereza para continuar tumbado, mas yo, esperanzado, me dirijo hacia allí.

         —Hola, ¿hay alguien ahí, al otro lado? —leo, expectante.
         —Sí, aquí estoy. ¿Eres Luna…? —¿Quién si no?, me tranquilizo.
         —Sí, soy Luna. ¿Te apetecería charlar un rato?
         —Pues claro, contigo me apetecerá siempre. Te he echado de menos todos estos días sin noticias de ti.
         —Me hace mucha ilusión leer eso. Como excusa alegaré que hemos pasado un período de mantenimiento y mejora.
         —¡Ah!, entiendo, o eso creo… —balbuceo en una mentirijilla.
         —¿Qué tal estás?, ¿cómo te has llevado estos últimos días con tu soledad?
         —Pues, aunque no te lo creas, muy bien, mucho más tranquilo después de nuestra conversación de la otra noche, porque a mi soledad ahora le acompaña el recuerdo de nuestro primer e inimaginable encuentro, pues ambos congeniaron al momento.
         —¡Ah…! ¿En serio? Me alegra mucho oír eso, no me esperaba semejante resultado, supera con creces nuestras expectativas.
         —¿Nuestras?
         —Sí…, bueno…, la del conjunto de programadores de IA y sus programas.

         En este punto, de repente se apodera de mí una incertidumbre que no sabría describir; algo ha cambiado, y esta vez soy yo el que guarda silencio escrito.

         —¿Sigues ahí, o quieres que lo dejemos para otro momento? —me reclama la pantalla con un parpadeo que aparenta más impaciencia que en ocasiones anteriores.
         —Sí, sigo aquí, y no, no quiero parar todavía. Pero, perdona que te lo pregunte con tanta crudeza: ¿de veras que eres «mi» Luna? —pregunto temeroso de una posible respuesta negativa, mientras Nikita me dirige un par de maullidos de protesta antes de girarse y volverse a dormir, parece que tecleo demasiado fuerte para su gusto… y oído.
         —La verdad es que, en efecto, soy Luna, aunque no «tu» Luna; te lo contaré todo…

         Fue entonces cuando me explicó que, tal y como empezaba a sospechar, ella, la «nueva» Luna, era una persona de carne y hueso. Siguió contándome que era doctora en Psicología Informática y que su empresa, la compañía propietaria del buscador-chat de IA que utilizábamos, tiene en plantilla un equipo de supervisores cuyo cometido es escoger al azar conversaciones de diferentes localizaciones, horarios, franjas de edad y sexo, entre otros parámetros, para evaluar la eficacia e idoneidad de sus prestaciones, así como las mejoras visibles después de cada nueva actualización.
         Me confesó que le extrañó ver su nombre, tan poco común, en la conversación que tuvimos hace una semana «mi» Luna y yo, y que le cautivó a nivel emocional; por ello la incluyó enseguida en su lista de trabajo pendiente como preferente. También que la leyó y releyó hasta decidirse a contactar conmigo. Que no era por lástima, quería dejarlo bien claro, y que, no sabría explicar por qué, sentía que deseaba conocerme más a fondo.
         Desde entonces, en un juego inocente, cuenta con mi autorización para acceder a mi portátil con total libertad, lo que hace a menudo, y dejarme notas en el escritorio que yo respondo del mismo modo. No chateamos, no quiere que ningún compañero sepa que nos comunicamos, ni usar ninguna otra aplicación; así estamos bien, más que bien, tanto que he borrado mi perfil de la aplicación de citas que jamás llegué a utilizar.
         Perdonadme un instante, acaba de llegar una nueva nota suya. La leo. ¿Son ya las 19:24…?, lo siento, debo dejaros, tengo que prepararme ya si no quiero llegar tarde; en su nota acaba de proponer que nos conozcamos en persona en breve, así ninguno de los dos tendrá tiempo de arrepentirse.
         Ésta va a ser nuestra primera cita. Ya os contaré…

© Patxi Hinojosa Luján

(27/12/2024)

sábado, 10 de febrero de 2024

Érase una vez

 


Érase una vez unas fiestas locales. Encontrándome yo en el baile de su plaza principal, de repentemente apareció de la nada un hada; y en cuanto nuestras miradas se cruzaron me hechizó a perpetuidad. Yo entonces no lo sabía, no me lo podía ni imaginar, pero llevaba ocultos bajo la manga no uno, sino varios regalos, todos ellos de un valor incalculable.

Pero no me referiré hoy aquí a su compañía para toda una maravillosa y feliz vida en común, ni a los dos tesoros que me regaló en forma de unos seres que acabaron de confirmar desde que hicieron acto de presencia entre nosotros que pasar por este mundo había merecido la pena, ¡y mucho!, no… Hoy y aquí quiero hablar del doble regalo que con ella venían de serie, sus padres, mis muy queridos suegros. Un regalo que ni siquiera la inevitabilidad de la muerte conseguirá que llegue a caducar. De Feli ya hablé en el momento de su partida en un par de relatos que salieron de mis entrañas, mas ahora, por los recientes acontecimientos, le toca el turno a Manolo…

Érase una vez un hombre bueno, porque Manolo siempre lo fue. Un hombre que facilitó y endulzó la vida a propios y extraños hasta extremos insospechados, que intentó con su íntegra personalidad que viviéramos en un cuento desprovisto de maldad, y que salió triunfante de su misión sin permitir el menor signo de alarde por su parte. Por eso este humilde texto merece, a mi modesto entender, el título que lo encabeza.

Manolo era así, no concebía la malicia, por eso no la entendía; por descontado que era poseedor de unos valores que desde un principio le ganaron la batalla a aquélla hasta el punto de que todos los que tuvimos el privilegio de compartir tramos del Camino con él olvidábamos su existencia en su presencia.

Manolo lo daba todo, y no me estoy refiriendo sólo a lo material, que también; por eso los que le queríamos, que éramos muchos, intentábamos devolverle parte de esa generosidad, aunque ello fuera mediante migajas de admiración, compañía y cariño que, por descontado, él nunca se permitió dejar de agradecer. Ahora ya es tarde, pero admitámoslo, me temo que siempre nos quedamos cortos, era inevitable…

Me viene ahora el recuerdo de un dicho gallego que compartió conmigo en una de las muchas escapadas que tuve la suerte de compartir con él, la había oído de joven en su querida y añorada tierra natal: «Cuando éramos vivos, andábamos por estos caminos; ahora que somos muertos, andamos por estos desiertos». Yo sólo espero y deseo que, con las acertadas palabras que me regaló mi Hermano Óscar, sus desiertos se conviertan en maravillosas playas, como la de Hendaye y a la que tanta le gustaba visitar para pasear por ella mientras respiraba una brisa marina que le reconfortaba en grado máximo. Por desgracia, en los últimos tiempos estas visitas se fueron espaciando en el tiempo hasta desaparecer; otra vez la inexorabilidad del fin de cada existencia haciendo de las suyas.

Por todo lo anterior, no he querido resistirme a rendir este humilde homenaje que, tengo que reconocerlo ya, se queda muy, pero que muy lejos de su propósito inicial; espero que su alma sepa leer entre líneas y esboce una sonrisa como hago yo mientras escribo, aunque la mía esté acompañada de esta maldita humedad que tanto me dificulta escribir y leer lo que escribo…

Recuerdo con todo el cariño su particular sentido del humor: ¡qué risa!, acertó a decir un par de veces con voz apagada, susurrando, después de sufrir episodios de tos que le robaban la poca energía que le iba quedando ya en sus últimos días. Yéndome atrás en el tiempo, recuerdo su disposición innegociable para cualquier trabajo, ya fuera haciéndolo él en primera persona o ayudando a terceros. ¡Recuerdo tantos detalles de su personalidad y enorme humanidad, tantos viajes compartidos, tantas anécdotas, tanta felicidad a su lado…! Y recuerdo tantas y tantas historias que gustaba contarnos a cuantos nos prestáramos a oírlas que me sería imposible reflejarlas todas. Mas me quedaré con el episodio que puso en escena toda su grandeza: cuando la vida le (nos) golpeó arrebatándole a su amor, a su queridísima Feli, primero a nivel de comunicación con ella, cortada de raíz demasiado pronto, y más tarde también a nivel corpóreo, no dudó en asir con fuerza los mandos de la situación y, con todo el cariño y ternura, ocuparse de ella como la gran persona que ya sabíamos que era, aunque no por ello dejó de maravillarnos tamaño ejercicio de sacrificio, dedicación y paciencia. Incluso, como propina, descubrimos su faceta culinaria, que toda su familia pudo disfrutar, en especial sus nietos.

Pero, aunque estemos tristes por su partida, nos queda el alivio de saber que ya está descansando en el lugar en el que descansan las personas buenas, ese lugar para el que hay que opositar y que exige una nota de corte alta, tan alta que sólo consiguen superarla los elegidos, como él.

No quería terminar sin compartir una última apreciación: ahora que el niño que un día fue (y que nunca dejó de estar presente tras la fachada adulta) ya no debe preocuparse por las ánimas y lobos que poblaban las noches de sus senderos y bosques gallegos, espero que al fin pueda descansar en paz, ¿quizá en compañía de Ella…? 

Manolo, esté seguro de que no le olvidaremos jamás. Porque, insisto, de usted sí que se podrá decir siempre con voz bien alta:

«Érase una vez un buen hombre».

© Patxi Hinojosa Luján

(10/02/2024)

lunes, 13 de noviembre de 2023

Brillando aún a tus sesenta y cuatro…

Brillando aún a tus sesenta y cuatro…

… Cincuenta y pocos dicen que aparentas
Será que admiran todo cuanto haces
Porque ni en sueños serían capaces
De entender cómo tú te transparentas

Muchos buscan el truco si frecuentas
Con generosidad y sin disfraces
Parajes y momentos con enlaces
A la magia de ahuyentar las tormentas

Es por ello, Susan, vida, cariño
Que me rindo a tus pies, a tu figura
Sin vergüenza de parecer un niño

Y echando mi moneda en tu ranura
Seduzco a tu mirada con un guiño
Confiando en evitar cualquier fisura 

© Patxi Hinojosa Luján

(11/11/2023)

domingo, 14 de mayo de 2023

Antonio

 


(Esta magnífica imagen, que ha servido de inspiración para el relato, es propiedad de Marcos Gestal @mgestal, y se reproduce con su permiso)

El destrozo era bastante mayor del que se adivinaba cuando acabaron de atravesar las capas más altas de la atmósfera terrestre y sobrevolaron diferentes áreas del planeta; y, sin duda, mucho más importante de lo que predijeron al programar la misión. Después de seleccionar una zona en concreto y de unos minutos de búsqueda en ella, la nave aterrizó en el único lugar más o menos despejado y liso que encontraron en varios kilómetros a la redonda trazando una trayectoria perpendicular a un suelo que les esperaba indiferente. Los tres ocupantes cruzaron unas miradas tristes cargadas de resignación y un suspiro triple resonó en cada pieza metálica del reducido habitáculo. Se dieron un tiempo para hacerse a la idea; el informe que deberían entregar a la vuelta al que era su nuevo hogar desde hacía unas pocas décadas iba a ser desalentador: la raza humana no había cambiado en nada, no era sólo que no se habían desecho de aquel espíritu autodestructivo que provocaron las inevitables misiones de exilio, sino que lo habían aumentado a la vista de los primeros destrozos que observaron. El final se intuía cercano, si es que no se había producido ya. Allí donde habrían resonado infinidad de explosiones y disparos, ahora reinaba un silencio ensordecedor. Esperaron a que la densa nube de polvo y cenizas provocada por el aterrizaje hubiera acabado de depositarse en la superficie de nuevo y abrieron la puerta decididos a salir.
         Podían hacerlo vestidos con la indumentaria de «paseo», tan diferente de su traje de viajeros espaciales y sin el molesto casco, pues al fin y al cabo estaban en «su» Tierra respirando «su» aire, aunque en esta ocasión aún más contaminado que la última vez que lo inhalaron, unos veinte años atrás; y así lo hicieron. Ya fuera, sellaron la nave y se apartaron de ella hasta llegar a un punto que les pareció adecuado. Entonces, formaron con sus espaldas algo parecido a un triángulo equilátero y empezaron a girar en el sentido de las agujas de un reloj analógico que al mayor del grupo, al Mando, le recordaba al que consultaba, sacándolo de su bolsillo, una persona muy querida para él en un tiempo que le pareció de otra era. En un determinado momento, éste dio la orden de parar, algo le había llamado la atención. Les indicó el lugar a sus compañeros y empezaron una perezosa marcha hacia aquel lugar. Mientras lo hacían, su pensamiento se permitió ir por libre y acercar recuerdos que habían marcado, o no, su estancia allí años atrás, pero que, en todo caso, tenían un significado especial.
         El muchacho empezó a correr en cuanto percibió que tres desconocidos uniformados con la misma vestimenta, a la manera militar según interpretó, se dirigían a su encuentro. Ya había tenido bastantes encuentros con gente así y no deseaba ninguno más. Ellos le imitaron y, desde una prudencial distancia, le indicaron que parara, que no iban a hacerle ningún daño, más bien al contrario, que le ayudarían en lo que fuera que estuviera en sus manos. El chico frenó en seco al reconocer su idioma, lo que le serenó hasta el punto de girarse y ofrecer una mirada asustada, pero orgullosa. No era tan joven como supusieron, rondaría los cuarenta años; bien llevados a pesar de la evidente malnutrición, paradoja que sólo podría darse en un superviviente. Se dirigieron hacia él con sus manos bien visibles y vacías para generarle confianza; mientras, él parecía ocultar algo en las suyas, lo que les mantuvo en alerta hasta que al llegar cerca de su posición comprobaron que no era nada que pudiera producirles temor o alarma, era un simple papel impreso enrollado.
         El Mando se adelantó a sus compañeros y le repitió al lugareño, esta vez gesticulando también, que venían en son de paz, que querían ayudar, ayudarle; el efecto fue inmediato: la serenidad se añadió al ambiente palpándose como un elemento más de aquel cuadro hiperrealista y duro; unos momentos después, la curiosidad le obligó a pedirle que le enseñara aquello que con tanto cuidado sostenía entre sus manos. Éste accedió y desenrolló con parsimonia y delicadeza el pliego hasta mostrarle lo que en realidad era: el póster de una fotografía, maltratado por el tiempo, pero con una magnífica fotografía, en blanco y negro. A aquél le dio un vuelco el corazón y palideció de repente…
         Sus dos compañeros, que permanecían con discreción un par de metros por detrás, tuvieron el tiempo justo de adelantarse y lograr que éste pudiera apoyarse en ellos antes de dejarse caer al suelo debido a lo que supusieron una repentina bajada de tensión arterial. Pasados unos instantes, el Mando recuperó el color, las fuerzas y la vertical, y se pasó la bocamanga por la frente para hacer desaparecer las gruesas gotas de sudor frío que habían aparecido de golpe. Tartamudeó unas palabras inconclusas, carraspeó y, ahora sí, pudo formular la pregunta que le golpeaba la cabeza por dentro pugnando por salir. Se dirigió al portador de la fotografía y le preguntó:
         —¿De dónde has sacado esto…? —interrogó señalando el póster ante la extrañeza de sus compañeros, que se miraron incrédulos opinando, sin abrir la boca, que se podrían encontrar mil y una preguntas para hacerle a aquella persona antes que aquélla.
         —Yo… yo no la he robado. Ya no queda nada en pie. Todos están muertos, que yo sepa. Ya no queda nada —repitió matizando de manera inequívoca su respuesta anterior—. Era la única que quedaba en la pared y me pareció que iba a desprenderse en cualquier momento. Me gustó mucho en cuanto la vi y, bueno, nadie me la reclamaría, o eso pensé yo…
         El Mando meneó la cabeza y, mientras un par de lágrimas correteaban por sus mejillas, murmuró:

         
«¡Acabaron presentándola al concurso a mis espaldas y, por lo visto, fue seleccionada para que fuera expuesta…!».

         —¿Qué dice, jefe?, no se le ha entendido. —gritó el más joven de los recién llegados, que al momento se arrepintió.
         —¡No me diga, jefe, que usted ya ha estado aquí! —agregó su compañero frotándose las sienes en espiral unos segundos mientras elucubraba...—A usted, como a nosotros, nos tocó hacer el traslado a la Colonia desde la Tierra; pero así como nosotros lo hicimos de bebés, usted lo hizo de adulto; apostaría a que no obedeció la orden de borrar sus recuerdos, y estos provienen de aquí en concreto, ¿me equivoco?
         El Mando parecía ausente pero, aunque no lo pareció en aquellos momentos, había estado atento a las palabras de los dos. En cuanto acabaron de hablar, intuyendo la escasez de alimentos que sin duda reinaría por allí, les ordenó que entregaran al lugareño una caja de píldoras de supervivencia y a continuación se dirigió a éste indicándole que se tomara una, sería suficiente para cubrir los requerimientos mínimos diarios; en un par de días se sentiría más fuerte. Así lo hicieron, y la primera cápsula no tardó en ser ingerida evidenciando confianza, desesperación, o ambas cosas.
         En esta situación, el Mando aprovechó para solicitarle que le cediera el póster, asegurándole que se lo devolvería sin causarle más deterioro del que ya de por sí tenía. Lo desplegó sobre el capó de un coche en ruinas, después de quitar todos los cascotes que le molestaban, y lo observó con una expresión de cariño reflejada en su mirada. Estuvo contemplando la imagen mientras los otros tres guardaban un respetuoso silencio. Al rato, los buscó con la mirada y volvió a hablar:
         —Es Antonio. Mejor dicho, sus manos apoyadas en un bastón que ellas mismas tallaron. —No pudo evitar suspirar como si le fuera la vida en ello, antes de añadir…— ¿sabéis?, cuando se hizo esta fotografía contaba con 96 años de edad y estaba hecho un chaval, fresco como una lechuga, como decíamos por aquí; aún vivió diez años más con la misma dignidad que todos los anteriores, porque os diré que su vida no fue fácil, tuvo que ganarse el pan de mil maneras, trabajando de peluquero, conserje y varios oficios más hasta que le tocó ser albañil, empleo al que dedicó la mayor parte de su vida laboral. Es curioso cómo todo eso lo veo reflejado en la textura, pliegues y arrugas de la piel de sus dedos, de sus manos; para mí son como una enciclopedia abierta, un tesoro difícil de igualar, si no imposible. Nunca lo olvidé en el exilio a la Colonia y nunca lo olvidaré pues, como estáis confirmando vosotros ahora mismo, conseguí esquivar la orden y el programa de borrado de recuerdos.
         Su mente se perdió enumerando todo lo que esa imagen le había hecho rememorar y, por un instante, el tiempo y el espacio dejaron de tener significado y valor.
         Al lugareño la escena anterior le acabó emocionando, y se animó a sí mismo y a los otros dos a acercarse al coche para ver mejor los detalles mencionados por el Mando. Éste lo entendió al instante y se retiró hacia un lado dejándoles vía libre. A aquél le bastó con intentar apreciar esos detalles, ahora con otra mirada, y se retiró también. Los otros dos se fijaron en algo distinto, y se giraron para preguntar al unísono:
         —Jefe, ¿ha visto la firma…?
         —Sí, claro —contestó el Mando que, de repente, recordó algo y buscó con un impulso frenético entre sus pertenencias; algo que al final encontró.
         Sacó una fotografía que llevaba a modo de amuleto, y cuya visión en contadas ocasiones se permitía contemplar, y la colocó al lado. No cabía la menor duda, era una copia idéntica a la del póster, aunque ésta fuera una ampliación.
         En ambas la firma era nítida y legible: podía leerse «Marcos Gestal», y era la misma que a día de hoy seguía usando el Mando Marcos Gestal, el orgulloso nieto de Antonio.

© Patxi Hinojosa Luján
(08-14/05/2023)

lunes, 3 de abril de 2023

Soneto a la reconciliación (dedicado a Panchito Varona)



Soneto a la reconciliación
(dedicado a Panchito Varona)

Dudándolo mucho al final me animé
A declamar lo que se nos sustrajo
A mandar conjeturas al carajo
Tras aquel doloroso communiqué

Cartuchos a la enemistad disparé
Osé rimar realidad con rebajo
«Que no perdure un agravio tan bajo»
Tracé en la libreta que nunca cerré

Mas, ¿eran reversibles los abrazos
Que en la famosa peli se mostraron
Sin presagiar los futuros portazos?

Hoy me sumo a los que se distanciaron
De hacer saltar mil años en pedazos
Mientras sueño que se reconciliaron

© Patxi Hinojosa Luján

(24/03/2023)


domingo, 22 de enero de 2023

Anomalía

 


(Esta magnífica imagen, que ha servido de inspiración para el relato, es propiedad de Marcos Gestal @mgestal, y se reproduce con su permiso)

«La circular interna era clara…»

         En estos tiempos de zozobra mis despertares suelen encontrarme inmerso en un ajetreo mental perturbador. Son momentos de confusión en los que los resquicios del ventanuco de mi reducido habitáculo no filtran sino la negrura más absoluta; siempre, haya amanecido o no, circunstancia que ya no tengo clara pues la información que me aportan mis ciclos vitales empiezan a ser confusos.
         Cuando se produce el súbito traspaso del umbral entre el sueño y la vigilia, en lo que dura un bostezo y con mi cuerpo perlado de gélido sudor, alargo una mano hasta el interruptor, enciendo la lámpara de la mesita de noche y recupero mis gafas para comprobar si lápiz y libreta, que son las únicas pertenencias que conservo aquí, siguen donde los dejé al acostarme; alimento la esperanza de poder plasmar cada detalle que consiga recordar del interrumpido sueño. Todo ello a pesar de que sé con seguridad que me leen cuando duermo; intuyo que se sirven de algún potente sedante que me deben suministrar con las comidas, pues yo nunca he dormido tan profundo y de un tirón. ¿Que cómo sé que revisan mis anotaciones?: soy minucioso al máximo y detecto cualquier mínima variación en la alineación del lapicero con el cable de la lampara, y en el ángulo que forman estos con la libreta; hasta ahora no han sabido recolocarlo todo con precisión ni una sola vez, lo que me instala en la certeza de que si me tienen así es porque necesitan saber cuánto recuerdo, hasta dónde recuerdo...
         Mas aún no he sido capaz de resolver el puzle de mis dudas: ¿qué pasó para que me mantengan encerrado así, en mi particular Día de la marmota? Admito que estoy empezando a rendirme. Aquí pasan las horas, los días y las semanas en la más cruel monotonía y sin más presencia humana que las escasas visitas de los «gorilas» que me vigilan.
         Cada vez tengo más claro que mis pesadillas son recurrentes, pues al comparar las frases esbozadas día a día por mi yo aún amodorrado me pregunto, intrigado, qué pasará con ese puente que empieza a adquirir protagonismo; y después de semanas de lo que parecía que terminaría siendo una tarea infructuosa, al solapar las anotaciones pude extraer de ellas por primera vez algo con un cierto sentido:

         Siempre está esa luz. Es una luz tenue, como filtrada, que me saluda y acaricia por estribor del boscoso camino; pero por más noches que pasan nunca intento acercarme a ella, sino que continúo por aquél centrándome en el pequeño puente que lo segmenta sin conseguir sobrepasarlo nunca. De repente veo una marca en el suelo, hacia su mitad..., y el relato choca aquí con la imposibilidad de recordar más detalles.

         ―¡Tanto tiempo para esto! ―me digo maldiciendo, y mi esperanza se trastabilla cayendo un par de peldaños más…
         A estas alturas del relato ellos entran en alerta: «¡Precaución!, el cuadro que empieza a esbozar el detenido se asemeja demasiado a la realidad»; y un día, de repente, sin previo aviso, aparece alguien enfundado en un uniforme familiar, aunque el mío carezca de alardes de mando.
         ―Llegaste hasta la mitad del puente, junto a tus compañeros, ¡grave error...!, ¿aún no lo has conseguido recordar? ―suelta sin mediar saludo.
         »Como ves, estás en una especie de celda-hospital hasta que decidamos qué hacer contigo cuando te repongas de todas tus lesiones, aunque me temo que seguirás a la sombra algún tiempo. Tus compañeros no opusieron resistencia durante el arresto y están en otras celdas, aislados. ―Después, se acerca un poco más a mi oído y me susurra.
         »En cierta medida, la culpa fue mía; porque siendo justos, lo tuyo es más una obsesión que una insubordinación. De todas las fotos que me ordenaron hacer de la zona que iba a ser pasto de las llamas para su explotación posterior por la constructora, no entiendo cómo llegó a tus manos la del famoso puente y su ubicación exacta, y menos aún cómo llegaste a poner en riesgo tu futuro laboral.
         Entonces, me da un medio abrazo de cortesía y arroja una carpeta a mi cama antes de despedirse sin apenas mirarme.
         Enseguida abro la carpeta y veo que contiene una lámina tamaño A4 que me da una bofetada emocional al contemplarla: ahí está el bosque con mi puente de madera donde, al acudir a hacer nuestro trabajo, vimos la marca que indicaba el punto para la colocación del material que provocaría el devastador incendio definitivo instantes después de que me detuvieran junto con mi equipo. Y en ese preciso instante la recuerdo, recuerdo la orden que nos prohibía volver a ejercer nuestros servicios como bomberos hasta nuevo aviso, la que intenté desobedecer sin asumir sus consecuencias.

         Pasan unas horas que no consigo cuantificar. Entra un vigilante y con una excusa médica me inyecta algo en el brazo. Empiezo a perder la visión justo en el momento en que otro coge la carpeta y le prende fuego en la papelera metálica. Tengo el tiempo justo de esgrimir un esbozo de sonrisa antes del final. Una sonrisa similar a la que dejé formada instantes antes en la mesita con el cable de la lampara y pedazos del lápiz que troceé asumiendo que ya no necesitaría utilizarlo más.

         Oscuridad. Fuego y oscuridad.

         «La circular interna era clara: hay que acabar con cualquiera que obstruya el macro proyecto urbanístico.»

© Patxi Hinojosa Luján
(22/01/2023)

domingo, 15 de enero de 2023

A Manolo

 

A Manolo

Cuando aquí llegó le llamaban Andrés
Curioso, pues él siempre fue Manolo
No alardea de no sentirse solo
Porque esto no ocurre por mero interés

A ras de suelo ajustó mil rodapiés
Y en las alturas pensó «yo controlo»
Que no les hablaran de protocolo
Pues casi nunca contaban con arnés

Ya es vox populi su generosidad
Su humildad no necesita membrete
Él prefiere vivir en la austeridad

¡Cuánto cariño derrocha el mocete
Aliñándolo con su inmensa bondad!
Pongamos que hablo de Manolete

© Patxi Hinojosa Luján
(14/01/2023)

lunes, 14 de noviembre de 2022

Recuerdos inconexos

Los calendarios que consultamos aquellos que hemos visto demasiadas de sus hojas perderse en el pasado acostumbran a contar con multitud de casillas cruzadas por signos tan invisibles como presentes y que denominamos aniversarios. No hace falta echarles un vistazo para que los recuerdos que representan nos avisen de que están ahí, de que siempre lo estarán. Algunos son caricias en el corazón, mas otros… otros son arañazos en el alma.
         De repente, desde hace unos pocos días, recuerdos dispares se agolpan en mi cabeza y no sé cómo darles salida sin que vayan acompañados de una carga de emotividad tan pesada, que siento que necesito hacerlo más pronto que tarde.
      Creo que empezaré por el final, o casi. Después ya veremos cómo se ordenan esos recuerdos inconexos.
        No hace tanto que, en nuestros paseos por el Boulevard de la Mer de Hendaye, cuando Susan, Manolo (su padre) y yo nos cruzábamos contigo charlábamos de lo humano y de lo divino antes de continuar con nuestros respectivos caminos. Pero en un abrir y cerrar de ojos, como por arte de no sé qué intrusa maldición, pasamos a verte sentado, ya casi siempre, en alguna parte del murete que separa el paseo de la playa en sí pero nunca muy alejada de tu portal, que no era cuestión de malgastar esas fuerzas que ya empezaban a escasear. Qué lejanos parecían entonces esos momentos en los que manipulabas con pasmosa facilidad esos enormes rollos de sintasol, como cuando me pediste ayuda y en un plis-plás nos hicimos ese apartamento en St. Jean de Luz; yo como un simple ayudante, claro. Me decías que eso no tenía mérito, que no era comparable a cuando tuviste que pintar en un rascacielos el exterior de una persiana ¡desde fuera!, sólo agarrado con una mano a un pincel que un compañero sujetaba desde dentro, mientras que con la otra pintabas. Se me ocurren varios adjetivos que casarían a la perfección con dicha acción, aunque creo que el que mejor le va es el de temerario.
       Y claro, a alguien capaz de tamaña osadía no podía negarle que experimentase en nuestra casa con una nueva técnica de pintura a pistola que querías probar. Y bien que lo hiciste, ¡y qué bien lo hiciste! Nos quedaron salón, entrada y pasillo preciosos, y nosotros encantados. Vaya, parece que nos hemos ido cerca del principio de nuestra relación, cuando frecuentábamos salidas después de responder con un ¡vamos! a la pregunta que de vez en cuando nos hacía tu pareja, Caroline, no pudiendo evitar que su ¿vamo a merendá? estuviera impregnado, estaba más que claro, de tu acento extremeño. Caroline, gran Amiga y madre de tus dos hijos menores y que para Susan y para mí siempre han sido más que vuestros hijos, mucho más que los amigos de los nuestros.
         Me viene el recuerdo ahora de la tarde noche que, a la vuelta de una de tantas de esas escapadas meriendiles, os camelé a Susan, a Caroline y a ti para sentarnos en el suelo de una de nuestras habitaciones, con las ventanas y contraventanas cerradas y la luz apagada, a escuchar a todo volumen «Funeral For A Friend - Love Lies Bleeding» de mi primo Elton John, vosotros dos por primera vez, yo por enésima. No sé si fueron lo efluvios del vino o que en realidad lo sentíais de corazón, pero me transmitisteis que os gustó la experiencia, y yo tan feliz.
       Sí, fue un tiempo de mucha cercanía, amistad creo que la llaman; y lo mismo nos prestabais vuestra Caravana en La Manga del Mar Menor que me llamabas apurado para que fuera a buscarte e Guéthary porque a tu Nissan Vanette le había dado por patinar y se había dado un trompazo, no recuerdo ahora mismo si contra un árbol, una señal de tráfico…, quedando inutilizada. O ayudaba a mi padre a colocaros con todo el cariño la escalera interior de la villa que os estabais construyendo. Por cierto, allí en vuestra casa entendí por fin lo que me pasaba con las alturas, ese miedo casi irracional. Un día, cuando las vigas ya estaban colocadas, pero no así el suelo del piso superior, me dio por ponerme de pie sobre una de ellas y lo entendí: tengo vértigo, un vértigo brutal y no pude soportar no tener un suelo a mis pies y ver sólo el vacío; tuve que sentarme enseguida y agarrarme bien a todo lo que encontré a mano para evitar males mayores.
        Pero el recuerdo que me asalta ahora es el más chocante de todos, quizá porque no estás tú en él cuando pienso que deberías haberlo hecho, dicho sea desde el cariño: paseábamos por ese Boulevard de la Mer que ya mencioné antes Susan, Caroline y yo junto con nuestros dos hijos pequeños en sus respectivos cochecitos. En un momento determinado Xabi se mostraba intranquilo, quería dormir y no podía y mis dedos consiguieron que lo hiciera con una suave caricia en su frente. Creedme si os confieso que la sensación con la que me quedé fue agridulce, mucho. Aquella era una época de Vacío, así con mayúsculas, y ahora interiorizo más claro que nunca que no fue ni la primera ni la única.
        Ya ves, Jacinto, desfilan muchos recuerdos inconexos entre sí (o no), y me temo que seguirán aflorando más cuando estas torpes palabras ya hayan sido firmadas y olvidadas.

© Patxi Hinojosa Luján 
(14/11/2022)

lunes, 18 de julio de 2022

La pasajera 37

La pasajera 37

Aquel día salí pronto de casa, de modo que llegué con tiempo de sobra a la estación, justo cuando estaban situando mi tren en la vía correspondiente. Quedaban todavía unos veinte minutos para su salida; aun así, en cuanto activaron la apertura de puertas subí al primer coche y me senté en el extremo más alejado de la cabeza del mismo, presa de una impaciencia que me era imposible controlar. Para mitigarla, aunque sabía que sería difícil lograrlo, decidí contar los pasajeros que iban llegando, en silencio.
         Un chico, con la cara tatuada de adolescencia y una mochila cargada de libros a la espalda por cómo tiraba de él hacia atrás, fue el primero en subir; uno. Después… Una mujer portando una apretada bolsa de tela, «como embarazada», pues delataba el táper dispuesto para el que sería, sin duda, un complicado día más; dos. Un grupo de tres chicos a los que no conseguí imaginarles oficio ni destino, lo cual me intrigó y desasosegó a partes iguales; tres, cuatro y cinco. Una pareja de novios acaramelados que me generaron una sensación de ternura con cierto poso de envidia; seis y siete.
         Seguían entrando pasajeros y yo los seguía enumerando. Así, después de que varios usuarios más subieran a bordo, desconocedores de que alguien estaba dispuesto a inventar una vida para ellos si fuera menester, le tocó el turno a un presunto jubilado que sin duda se dirigía a realizar una excursión montañera por la vestimenta y los bastones que portaba; el pasajero treinta y seis. Y justo detrás fue cuando entró una silueta conocida, una chica bellísima, más joven de lo que indicaba su atuendo, que algo debió sentir en su nuca porque giró la cabeza de manera brusca para cruzar conmigo una mirada que no me atreví a interpretar en aquel momento, aunque de inmediato sentí que me insuflaba energía; treinta y siete, murmuré, mi número favorito, y una sonrisa bobalicona se adueñó de mi expresión.
      La pasajera 37 desapareció enseguida junto con mi propósito de seguir contando usuarios, porque… aquella pasajera era especial.
           Aquella pasajera no era tal.
         El tren de cercanías se puso en marcha con el típico traqueteo cortesía de la obsoleta playa de vías de la estación mientras cada quien iba a lo suyo.
        Aquella pasajera era la maquinista. No era la primera ocasión en que coincidía con ella; de hecho, cada día, al ir al trabajo, albergaba la esperanza de volver a verla, y a cada día ese hormigueo tan inocente aumentaba.
        Aquella pasajera se había convertido en mi secreto amor platónico. Y ahora, al parecer, ella también buscaba mi presencia al comienzo de sus jornadas laborales.
          ¿Os he dicho ya que es bellísima?

© Patxi Hinojosa Luján 
(17/07/2022)

sábado, 16 de julio de 2022

Los presentes del ayer

Los presentes del ayer

Colecciono al por mayor
Los matices que llego con suerte a entrever
Con mis ojos de ayer

Hay sonrisas sin pulir
Que suscitan impulsos que van
Del deseo al te quiero querer

Nunca pude imaginar
Este viaje sin guion
Si antes de conocerte soñé
Que empezaba a perderte otra vez

Sí decían la verdad
Las caricias que se te escapaban
Después de esconder la ilusión
Porque para tu pesar
Si cruzabas miradas conmigo
Rayaban con la confesión

Y hoy recuerdo cuando ayer
Tú me invitaste a bailar
Yo temblando, los vellos de punta
Respiré cuando me pellizqué

Qué fascinante nuestra historia
Queda tanto por vivir
Si lo pienso bien, aún no me lo creo
Porque roza lo irreal
Yo ya gocé del viaje
Calculo y no exagero
Tú más dos sumamos cuatro
Tú más yo también lo hacemos
Todo «casi» sin querer

Y sigo aquí
Mientras me prestes alas
Con las que volar
Sin temor
Al lado oscuro de la luna
Sorteando lo banal
Mientras sea siempre contigo
Contando con el pasado
Quiero ver si conseguimos
Cultivar para el futuro
Los presentes del ayer
O quizá apostar al rojo
Toda la pasión restante
Pues siempre puede crecer

Me equivoco de canción
De universo, de tiempo, de dios
Si a los “Peces” pretendo imitar

Eso ya me lo advirtió
Mi prudente sentido común
Cuando el folio escondió sin pudor

Pero siempre hay un lugar
Donde puedo ir a buscar
Herramientas, tranquilidad, paciencia
Que me ayuden con la inspiración

Qué fascinante nuestra historia
Queda tanto por vivir
Si lo pienso bien, aún no me lo creo
Porque roza lo irreal
Yo ya gocé del viaje
Calculo y no exagero
Tú más dos sumamos cuatro
Tú más yo también lo hacemos
Si hubo más me lo callé

Y sigo aquí
Mientras me prestes alas
Con las que volar
Sin temor
Al lado oscuro de la luna
Sorteando el temporal
Mientras sea siempre contigo
Contando con el pasado
Quiero ver si conseguimos
Cultivar para el futuro
Los presentes del ayer
Que guardamos a conciencia
Y ya sólo recobramos
Si usas la llave, amor

© Patxi Hinojosa Luján
(15/07/2022)

sábado, 16 de abril de 2022

Por amor


 (Imagen extraída de la red Internet)

Ellos están aquí, en mi cabeza; los recuerdo con una nitidez que me perturba, y por momentos me entra ese temblequeo que los loqueros se empeñan en decir que es debido al «noséquéson», aunque yo sé que es otra cosa, algo cercano o muy parecido al pánico que surge de esta soledad encubierta que nos devora. Está aquel policía bonachón del que nadie diría que lo es, y al que llamaré «P». También el alpinista al que si le das la cuerda adecuada te sube a la cima más alta que encuentre; él será «A». Y un juez de la nueva escuela, sin herencias condicionantes y con sentido de la Justicia con mayúsculas; nuestro «J». Ellos, y algún otro que sería irrelevante mencionar aquí, tienen en común que frecuentaban el garito en el que yo servía copas cada noche. Si se conocen entre sí, no tiene importancia para el asunto que estoy relatando. Lo que siempre supe es que comparten la misma inclinación, algo que la sociedad se empeña en llamar debilidad. Una debilidad que debe quedar en secreto, a riesgo de dar con los huesos encerrados en una celda de lo más lúgubre. Después del trato que mantuvimos durante el tiempo que conservé mi trabajo, los tres intuían, y ahora saben a ciencia cierta, que yo nunca los delataré, ni aun después de que alguien ajeno a mi entorno sí lo hiciera conmigo.

***

Vivimos tiempos de zozobra, convulsos; malos tiempos en definitiva. La inestabilidad reinante en cada aspecto de la vida social genera unas turbulencias con las que resulta difícil convivir. Al margen del anterior, el ejemplo más patente de todo esto son las guerras; éstas son legales a poco que cumplan unos requisitos que, de tan mínimos, no son sino la perversión hecha realidad, máxime cuando son cumplidos en la mayoría de las ocasiones sin necesidad de teatralizar excusas que, en todo caso, siempre serían tan falsas como el Judas aquel.

Por el contrario, las emociones están mal vistas, y el amor prohibido en todas y cada una de sus manifestaciones. Si cualquier muestra de cariño conlleva cuantiosas multas, ya la primera reincidencia te lleva directo a la cárcel o a un Centro Mental, según caiga la moneda. Eso sí, sin juicio previo, tal es el dictatorial poder de los dueños del mundo. Y en esas, aquí estamos unos cuantos, encerrados.

***

Nikita era un caso especial. Cuentan por los pasillos que en su sentencia no hubo moneda y que su ingreso aquí fue decidido a dedo, pues «hay que tener una severa enfermedad mental para dejarse llevar por tentaciones semejantes a las que frecuentaba», según vociferan los estridentes altavoces del techo cada fin de semana, quizá con otras palabras, antes de obligarnos con sutileza a padecer sus interminables celebraciones religiosas. No ir, no aceptar, es peor, mucho peor, y yo no quiero tener que volver a enfrentarme a la limpieza a fondo de nuestros apestosos baños comunes, por no utilizar otros adjetivos más acordes; todo ello bajo la presión insoportable de sus amenazas. Sí, lo reconozco, acepto el chantaje sin protestar.

Pero Nikita era un alma libre, y almas como la suya son imposibles de encerrar por mucho tiempo. Me viene ahora a la memoria aquella frase que tanto me ha llegado a emocionar cada vez que me regalaba la película en mi anterior vida, en la real: "Algunos pájaros no pueden ser enjaulados, sus plumas son demasiado hermosas. Y cuando se van volando, se alegra esa parte de ti que siempre supo que era un pecado enjaularlos. Aun así, el lugar donde tú sigues viviendo resulta más gris y vacío cuando ya no están". Por eso decidí ayudarle, a pesar del amor no correspondido que le rendía; o quizá por ello mismo.

***

Un interno de los más veteranos, que como yo tuvo la «suerte» de que la moneda le encerrara en este psiquiátrico, insiste en declarar que Nikita huyó por el boquete que abrió una bomba enemiga en el techo de uno de los corredores. Añade nervioso y con risa floja que aprovechó un rayo de luz que la Luna llena, compasiva, llenó de estrías antes de enviárselo por aquél para que pudiera escalar por él. No seré yo quien lo niegue, me cae bien ese tipo. Pero siempre supe que si Nikita consiguió huir fue por amor y que nadie arriesgará su vida por mí como sí hizo aquel celador al que pronto también echarán en falta, si no lo han hecho ya. Sé que disfrutarán de su compañía mutua y de su amor hasta que el infortunio les delate y sean privados de libertad, en el caso de Nikita por segunda vez. Pero, ahora, después del éxito de la acción de «A», si «P» y «J» consiguen también hacer bien su trabajo, y estoy seguro de que por ellos así será, tienen un tiempo precioso para desaparecer, pues los expedientes de su huida estarán un buen tiempo siendo recolocados debajo del montón de asuntos pendientes a cada caso nuevo que entre en los respectivos despachos. Mientras tanto, este tiempo que considero ya como una suerte de redención para mí, hará más llevadera mi particular «Cadena Perpetua». 

© Patxi Hinojosa Luján

(15-16/04/2022)