jueves, 29 de enero de 2015

Quejas

       Para los hombres de su familia, era como una tradición ya establecida el quejarse de todo, o de casi todo; y por todo o por casi todo. Jesús, cabeza de la misma, cumplía este rol a la perfección. E incluso José, su hijo mayor y único varón. Pero el que se llevaba la palma era Juan, abuelo de José y padre de Jesús. En verdad parecía que los tres estaban siempre en continua competición por ver quién podía quejarse más en cada situación, aunque al final padre e hijo, una vez sí y otra también, rindiéndose, acababan dejando por imposible al abuelo, que seguía y seguía quejándose, con pocos argumentos ya, y menos energía.

       Por quejarse, a veces lo hacían hasta con razón, como cuando de la peseta pasamos al euro y los tres coincidieron, quejándose amargamente, en que nos habían «engañado como a chinos» al subir casi todo un sesenta y seis por ciento, sobre todo aquello que de un día para otro pasó de cien pesetas a costar un euro…

       Por su parte, las chicas de la casa, a sabiendas de que todo esto era algo que no podrían cambiar nunca, se resignaban a su suerte e intentaban, dentro de lo posible, no participar en sus quejumbrosas conversaciones, organizando planes alternativos, llegado el caso. Se habían convertido en unas verdaderas expertas en el arte de la improvisación, y esta llevaba trazas de convertirse en legado genético para las futuras féminas de la familia, tal y como ya lo era la obstinación por quejarse indiscriminadamente en el caso de los varones.

       A Juan podríamos definirlo como un entrañable anciano, cuando no estaba quejándose, ¡claro!, aunque cualquier observador puntual lo definiría más bien como un cascarrabias, cascarrabias que en una semana cumpliría los ochenta y cinco años. Pero esto le importaba más bien poco a nuestro venerable abuelo. Bastante tenía él con ocuparse de sus cosas cuando no se estaba quejando de algo o de alguien… Y una de sus cosas era ni más ni menos su casi enfermiza afición a la filatelia. Y eso que él no era un filatélico al uso. Únicamente se interesaba, estudiaba y coleccionaba aquellas hojas de sellos que, durante su tirada y producción, hubieran salido con algún defecto, lo que normalmente aumentaba considerablemente su valor. Su generosa pensión le permitía tales desembolsos, y además no se le conocían mayores vicios.

       Recientemente, y gracias a la todopoderosa red de redes, había sabido de la aparición de dos folios de sellos defectuosos, dentro de la serie de los editados en homenaje a los Paradores de Turismo, uno para España por valor de 0,42 € por unidad, y el otro para Europa por valor de 0,90 € por cada sello, después de las programadas subidas para principios del recién comenzado año 2015. Ambos folios estaban compuestos por 25 unidades, pero su valor de mercado era muy superior a los 10,50 y 22,50 € teóricos; se sospechaba que fuera más de cincuenta veces superior... También supo que, por aquello de las influencias y contactos, los dos obraban en poder de una única persona, que únicamente pretendía sacar beneficio económico con ellos, especulando sin rubor alguno, por lo que ya estaban colocados en una subasta online que acababa de comenzar hacía un par de días. El defecto era lo de menos, concretamente en estos dos casos los sellos carecían de las pertinentes perforaciones laterales a su alrededor, las que permiten una fácil separación de cada uno del resto. Lo importante para él era que, como piezas únicas, pasaran a formar parte de su amada colección, de la que sentía un especial orgullo, y que enseñaba a todo incauto que, cual presa desprevenida, se ponía a tiro.

       Pero esta vez algo andaba mal para él en la subasta, no era como en anteriores ocasiones en las que no llegaba a aparecer nunca nadie tan loco como él en ese alpinismo económico. Cada vez que su puja volvía a situarse en lo más alto, inmediatamente después aparecía alguien que, aunque por muy poco, le superaba. Y así siempre durante los últimos días. Todo esto empezaba a desconcertarle y, lo que era peor, a cabrearle enormemente. Se pasaba el día quejándose de ello, y sus familiares, creyendo que era una más de sus habituales quejas, lo soportaban estoicamente… Y cuando llegó el momento del cierre de la puja, comprobó con estupor cómo, esta vez, se había quedado sin su objetivo. Y una queja prolongada, la mayor en tiempos, empezó y no se interrumpió ni siquiera cuando, una semana después, sonó el timbre del telefonillo del portero automático…

       — ¡El cartero! El señor… Juan Gastón, ¿está en casa? Traigo un sobre certificado para él.   

       —Sí, está en casa.

       — ¿Pueden abrirme, por favor, para que suba a entregárselo?

       —Ahora mismo… ¿ya está?

       — ¡Sí, gracias, enseguida estoy ahí!

       Ya en el descansillo de la escalera, frente a la entreabierta puerta de la familia Gastón…

       —Si es tan amable de firmar aquí… —le solicitó el cartero a Juan.

       — ¿Dónde, en este recuadro?

       —Sí, exactamente ahí —contestó el servicial funcionario de Correos, y le entregó el sobre.

       Un  instante después, quejándose de la inoportuna y brusca interrupción de su «siesta del burro» por parte de ese cartero, y mientras se dirigía por el pasillo hacia su habitación y su rostro ya no era visible para los demás, sin dejar de asir fuertemente su sobre, una desconocida y gran sonrisa adornó su cara y no le abandonó después de comprobar qué era lo que le habían entregado y que justo un momento antes había intuido como una premonición.

***

       Una y dos habitaciones más allá, Jesús y José se quejaban también, en este caso por un mismo motivo: no podrían acudir a presenciar los partidos de su equipo del alma, por lo menos durante tres meses, al haber sufrido sus respectivas cuentas corrientes una merma considerable en su saldo de un día para otro, y sin que las féminas de la casa tuvieran el menor conocimiento de ello, de momento…

© Patxi Hinojosa Luján

(29/01/2015)

viernes, 23 de enero de 2015

Por volverte a ver…

       
       
       Escondiéndome en mi cobardía, logré por fin reunir el valor suficiente.

       Suficiente fue, respondiendo a esa llamada tantas veces anhelada y nunca recibida, para volver a mi edén, a nuestro hogar.

       Hogar que fue testigo mudo de mi ascensión al cielo y mi caída a los infiernos.

       Infiernos a los que, gracias a mi debilidad, conseguí que no me acompañaras tú.

       Tú, seductora y encantadora musa nuestra y mía, antes, después… siempre.

       Siempre amada; y a pesar del olvido por la distancia, ¿siempre amante?

       Amante imaginada mil veces, y mil y una como despechada aparecida.

       Aparecida en mis sueños ayer, hoy y mañana, siempre actriz principal.

       Principal causa de mi resurgir, cual ave Fénix, fue un triste recuerdo.

       Recuerdo que me impulsó a recordar que, al final, todo acaba bien, y si no acaba bien, es que no es el final.

       Final soñado: nos vi juntos en el portarretratos de ese pasado común cuando, como un furtivo cualquiera, me atreví a otear a través de tu ventana, escondiéndome.

© Patxi Hinojosa Luján

(23/01/2015)

miércoles, 21 de enero de 2015

Búsqueda

       Ya no sentía su presencia, creyó que le había abandonado. No estaba seguro de dónde podría encontrarla, por lo que, autocompadeciéndose, salió en su búsqueda sin rumbo ni destino fijo. Miró en parques, ríos y playas. En bosques, mares y herbosos y arbolados caminos. También, sin esperanza alguna, en plazas, estaciones y avenidas. Pero todo en vano, no encontró ni rastro.

       Tan cansado como decepcionado, cabizbajo, emprendió regreso a su hogar. Ahora también le embargaba la culpabilidad. Se avergonzaba de su fracaso, sí, aunque le podía más la culpa. Culpa por sentir esa sensación de vacío…

***
       Y entonces su búsqueda finalizó. Cuando abrió la puerta de entrada, un «loco bajito» con sus genes se abalanzó sobre él, — ¡papá!, gritó al saltar para asirse a su cuello— mientras su pareja, orgullosa de ambos, y desde prudente distancia, les soplaba un beso lleno de ternura que se materializaba apoyándose en las partículas del aire que les suministraba oxígeno a los tres. Empezó a sonar su canción…

***
       … culpa por no ser capaz de interiorizar, a cada instante, ese superávit que, desde hacía años, se ocultaba en su mochila durante su peregrinar por el Camino...

© Patxi Hinojosa Luján
(21/01/2015) 

domingo, 18 de enero de 2015

La libertad de los jueves

       La joven, que no llegaría a los veinte años, me tranquilizó al instante desde su ubicación, observándome ya en erguida posición; mirando hacia abajo dirigiéndose al espacio en que descansaba mi rígido cuerpo, y mediante un expresivo gesto con sus manos, me hizo ver que no había motivos para mi incomodidad moral; a la física no se refirió, obviamente no era consciente de ella. En definitiva, que me transmitió que allí no había pasado nada, a pesar de que yo había caído estrepitosamente sobre ella en uno de los primeros ejercicios, cuando no pude llevar mis rodillas a la altura de mis orejas después de haber estado un par de segundos con las piernas apuntando hacia el oscuro techo…

       En estos ambientes que persiguen la armonía plena, cualquier incidencia ajena a la clase, por pequeña que sea, o cualquier ruido extraño, pueden ser suficientes para romper el tan ansiado equilibrio físico, mental y espiritual, y es por ello que el maestro yogui nos solicitó a todos que volviéramos a esa posición imposible para mí, al menos de momento, por lo que me limité a observar al resto del grupo, no sin un cierto punto de envidia…

       Aquella era mi primera clase, y a partir de ese momento hice lo que pude, de veras que lo intenté, pero mi ligero sobrepeso y mi condición de novato en estas artes solo me permitieron conseguir algunas estrafalarias posturas desde las que observaba las de mis compañeros, que sí se acercaban, y mucho, a aquellas que se nos demandaba en cada momento. Seguro que yo también podría llegar a un nivel semejante a los suyos en un futuro —pensé—, total, solo sería necesario que perdiera peso y que acudiera puntualmente a todas las clases, digamos… unos cuántos años… Sonreí discretamente al comprobar que todavía era capaz de reírme de mí mismo y mis pulsaciones empezaron poco a poco a bajar de frecuencia, relajándome en muy breve espacio de tiempo.

       Aquella fue mi primera clase, sí, y a pesar de que ya no intenté más las posturas que sabía de antemano no podría llegar a conseguir, me resultó muy positiva porque me fui empapando de su espíritu, a la vez que observaba y memorizaba figuras, movimientos, silencios, respiraciones… Cuando el maestro yogui la dio por finalizada y nos invitó a hacer lo mismo al tiempo que nos recordaba el día y horario de la siguiente cita, y sin salir de la penumbra que nos otorgaba una única vela situada en el centro de la estancia, procedimos a abandonarla con discreción. Creí reconocer la figura de la primera persona que lo hizo, al ser la que estaba más cerca de la puerta de salida, cuando ya desaparecía por ella; su media melena pelirroja brilló un instante con los últimos rayos de sol que le estaban esperando en el exterior, pero yo apenas le presté atención puesto que tenía mi mente ocupada en otros menesteres.

       Al llegar a casa, mi mujer me informó de que cenaríamos solos. Los chicos tenían planes para esa noche y llegarían tarde, por lo que llegado el momento preparamos la mesa para nosotros dos únicamente y nos dispusimos a dar buena cuenta de los platos que ambos teníamos preparados para esa tarde-noche. Cuando ya me disponía a servirme el segundo, y mi mujer me preguntó extrañada que por qué no repetía del primero, como hacía siempre, le respondí que a partir de ese día iba a intentar tener un poco más de cuidado con lo que comía, en cuanto a cantidad, para empezar a despojarme de parte de lo que le sobraba a mi figura. Le debió parecer una decisión muy lógica y acertada, porque no me preguntó el motivo…

       Unos minutos después, terminada la cena, mi mujer oyó, con asombro, cómo del cuarto de baño provenían unas sonoras carcajadas. En ese momento ella no sabía que yo, mientras me cepillaba los dientes, me acababa de encontrar un pelo en el lavabo, un rojizo pelo que, no sé por qué, me guardé como un tesoro…

***

       Y este no es peor momento que otros para reconocer que, de un tiempo a esta parte, la rutina instalada con el permiso de los años pasados en convivencia, ha hecho que ya no nos esforcemos en compartirlo todo. Bueno, por fortuna sí lo importante, pero no determinados aspectos calificados erróneamente como menores, como por ejemplo alguna de nuestras aficiones personales que nos proporcionan placer a cada uno por separado, pero que los dos consideramos que no le interesarían al otro. En un acuerdo tácito, ambos escogimos el jueves por la tarde, por diferentes motivos, para ese momento de libertad:

       En mi caso, con la partida de mus junto a los colegas que la semana anterior se tuvo que suspender, hasta nueva orden, por la ausencia durante un tiempo indefinido de uno de sus participantes…

       Ella, con su nunca mencionada en casa clase de yoga.

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       Y a mí, para aprovechar ese espacio de tiempo que quedaba desocupado, no se me ocurrió mejor idea que apuntarme a mitad de curso a unas clases que la tenían a ella por alumna sin yo saberlo, y encima llegar tarde mi primer día, cuando ya todos estaban ubicados en su sitio, envueltos por la penumbra que proporcionaba aquella única vela…

© Patxi Hinojosa Luján
(18/01/2015)