viernes, 29 de junio de 2018

La caja de música

(Imagen extraída de la red Internet)

Me maravilla comprobar cómo ciertas sensaciones pueden convertirse en la máquina del tiempo más eficaz y transportarnos a escenas pasadas que, por el hecho mismo de ser especiales, consiguieron en su momento y sin disimulo dejar abierta una puerta a la comunicación atemporal gracias a un recuerdo sensorial asociado. Es magia pura, como si de repente se abriera ante nosotros un agujero negro a través del cual pudiéramos llegar en un suspiro hasta esa escena que nos marcó. Ésta puede ser feliz, o estar teñida de tristeza; también de pánico y sufrimiento, no faltarán uno o mil motivos perversos para provocarlos. Es en esas ocasiones en que uno de nuestros sentidos nos sacude cuando el presente se nubla, se desvanece, para reaparecer después como una certidumbre inexorable.
***
Han pasado más años de los que acepta mi ya obsoleta sensatez y aún se me eriza la piel cada vez que oigo esa melodía.
Recuerdo a la perfección el momento exacto de la compra, y lo que sentí al escribir la nota que iría adjunta. La cuartilla luce hoy con orgullo un tono amarillento donde se pueden leer mis mayúsculas salvadoras; mas lo hace en mi escritorio, pues lo que mi torpeza intentó confesarle entonces mi cobardía lo impidió.
¡Y pensar que sigue sonando como el primer día después de todos estos años…!
***
Dicen de mí que nací coqueta, y yo me temo que coqueta moriré.
Los espejos no tienen la culpa, lo sé, pero en estos últimos tiempos la he tomado con ellos a pesar de que fueron unos buenos amigos hasta no hace tanto. Sé que ellos se limitan a mostrarme lo que ven de mí, ni más ni menos; como ahora mismo, cuando constato que ni siquiera con el lápiz rojo pasión, mi color preferido desde siempre, lo consigo… Es cierto, ya no alcanzo a perfilar mis agrietados labios con la misma precisión que anteayer, cuando aún era joven. Y soy más consciente de esta contrariedad cada vez que me paro a contemplar las diversas fotografías que cuelgan de las paredes del salón, algunas tan mal niveladas como mi expresión cuando ensayo sonrisas de compromiso; pero en aquellas sí me reconozco. En esas ocasiones no puedo evitar dejar escapar un suspiro al verlos, aunque me incomode que siempre aparezcan luciendo su sempiterna pose de enamorados, esa tan empalagosa que solían gastar...
Parece que fue ayer cuando los conocí. Se mudaron de recién casados a nuestro vecindario; al apartamento de al lado, para ser exactos, cuando yo llevaba ya algunos meses instalada allí. Me cayeron bien enseguida, y quiero pensar que el sentimiento fue recíproco.
Siempre recordaré cómo desde el primer encuentro me cautivó con sus grandes ojos verdes y su mirada profunda, serena y segura. Desde entonces he sido suya, sólo suya, aunque lo fuera ocultándome tras mi miedo al rechazo. Si durante todos estos años en algún momento lo llegó a saber o sospechar, nunca me lo dijo, y yo me limité a esperar la ocasión oportuna, mientras me deslizaba resignada por el sendero de mi vida sin acabar de dar el primer paso, ignorando oportunidades disfrazadas, parapetándome tras vicios menores.
No me siento orgullosa de mi costumbre de arrojar colillas al cenicero que encuentre más a mano, dejando caer con desidia la prueba de mi poco original y menos saludable vicio tatuada siempre con rojo carmín; pero cuando reparo en ello, quiero imaginar que es en sus labios donde he dejado semejante huella y sonrío con una mezcla de amargura y felicidad. Entonces, un atisbo de escalofrío amenaza con recordarme esos tiempos en los que sí los sentía con toda su energía cada vez que construía, a base de intenso deseo, nuestros encuentros furtivos, unos encuentros que jamás se producirían.
Quizá sea por compensar algo, no lo sé, pero algunas noches, libre de todo pudor, suelo pegar una oreja al muro de mis lamentaciones con el único propósito de volver a oír sus palabras, la más dulce melodía para mis oídos. Mas esto no me sale gratis, ni siquiera barato; el precio a pagar en ocasiones es escuchar bastante más que eso…
***
Un día más me cruzo con ellos en el descansillo de la escalera. Van menos acaramelados que de costumbre, cada vez ya menos; parece que ese aliado del paso del tiempo que es la rutina no se casa con nadie más.
Advierto que lo ha vuelto a hacer con total naturalidad. ¡Qué elegancia, qué estilo! A mí, otra vez, me ha subido la temperatura y he buscado sus ojos. Él no acaba de entender ni aceptar mis sentimientos, y me ha vuelto a fulminar con la mirada.
Ante este nuevo desprecio, me refugio en la soledad de mi hogar y busco aquella caja de música que nunca tuve el valor de entregarle. Me planteo subir su tapa deseando descubrir, con la incertidumbre implícita en una caja de bombones surtidos, qué sentimiento removerá esta vez… aunque, antes de hacerlo, me quedo a vivir un instante eterno en ese runrún en la cabeza que alimenta mis deseos, que cada vez son más el recuerdo de mis deseos.

He confesado ya que soy coqueta. Compartiré además que, a la mínima ocasión, firmo alianzas con la arena de mis relojes que sólo en contadas ocasiones respetan.
Es momento ahora de repasar mis labios con lápiz y barra. Quién sabe, puede que ella, que conserva ese brillo único en sus preciosos ojos verdes, con la excusa de pedirme algo, toque a mi puerta para no pedirme nada.
Sé que él nunca agradecerá lo bastante la fortuna que tuvo al hacer escala en su Ipanema particular y conquistar «la chica». Como sé que no me perdonará jamás que yo le rechazara aquella tarde de otoño, todavía en el albor de nuestra vecindad, cuando mi enamorada esperanza anhelaba una respuesta esmeralda en la mirada de ella. Esto sucedió mucho antes de que yo me acostumbrara a caminar descalza entre cristales obstinados en reflejar, multiplicado en un perverso juego caleidoscópico, cada fracaso...

© Patxi Hinojosa Luján
(29/06/2018)

martes, 12 de junio de 2018

Afianzando certezas

(Imagen extraída de la red Internet)

Imagino a mis vecinos señalándome con unos índices tan temblorosos como acusadores, cuchicheando a mi paso, murmurando que me he convertido en una suerte de espectro; no les culpo. Les deberá extrañar, y mucho, mi extrema palidez, pero sobre todo el extraño, nocturno y antisocial comportamiento que gasto esta última temporada. Yo, que siempre fui una persona de trato afable y generoso, lamento compartir que a mí, llegados a este punto, eso me trae sin cuidado.
Por ello hoy también saldré de casa aprovechando que el Sol sigue obstinado en su periódica ronda de visitas por la superficie terrestre y un día más se ha deslizado por detrás de nuestro horizonte. Además, esta noche tampoco la Luna estará visible, estrena piel nueva lo que aprovechará para esconderse tras ella; podría decirse que espera así saciar su furtiva curiosidad, pero todos sabemos que en el fondo es una romántica. Dentro de quince días lo confirmará cuando envuelva con su brillo llena de luz, pero esa deberá ser la historia de otro relato.
De este modo, con la oscuridad y el silencio pugnando por alcanzar el nivel más extremo, reflexiono negándome a creer que los astros se hayan confabulado sólo para que algunos depredadores puedan salir de caza; acepto que me es imposible evitar liberar una mueca de sonrisa cargada con algo más que un poso de amargura mientras continúo con el plan previsto.  
Voy caminando con cierta ligereza y el repiqueteo de mis tacones en la acera no es sino la llamada que incita a mis miedos a acompañarme; es paradójico, pero sólo ellos me aportan la seguridad que necesito, aunque esto no lo haya asumido hasta hace bien poco.
Debo confesar que nunca creí que los toleraría tan bien, pero aquí vamos mis tacones, mis miedos y yo hacia nuestro acotado particular en el sórdido polígono desde donde puedo observar lo que ocurre en los otros. Y nunca me gusta lo que veo, no podría gustarme.
Mientras avanzo hacia allí examino mis convicciones. Me hiere constatar una vez más que no consigo afianzar certezas desde aquella noche, desde aquella llamada con el archivo adjunto más perverso que se pueda portar: la notificación de la pérdida de un ser querido de manera violenta.
Acabo de llegar a mi puesto y sigo teniendo todas las dudas del mundo y alguna más. Con la respiración aún un tanto forzada por la caminata a paso ligero, me inclino por pensar que seguirá sin aparecer, pero no desfalleceré hasta que lo haga. Quizá se huela algo, o sólo sea que está dejando por precaución que el tiempo corra a su favor; un tiempo valioso en su escala, no lo dudo, pero no tanto como el que él nos arrebató de un plumazo.
De repente, un latido falta a su cita en mi corazón y éste me da un vuelco: lo estoy viendo acercarse a la penumbra del acotado de enfrente con los aires chulescos que ya le presuponía; es él, no cabe duda, los informes policiales que le sustraje del archivo de «clasificados» a aquel policía vicioso, ¡pobre diablo!, lo han descrito a la perfección.
Respiro con dificultad, intentando ajustar la cadencia para dejar de hiperventilar. Cuando por fin lo consigo, me acerco hasta allí con sigilo, tacones en mano, lo que agradezco. Improviso en mi imaginación el teatrillo de pugnar con mi «compañera» por el cliente, o de pedirle fuego a éste para un cigarrillo que nunca fumaré; cualquiera de estas situaciones me servirá antes de que él pueda siquiera sospechar algo.
Por cierto, estoy cayendo en la cuenta de que antes me ha faltado sinceridad, de que en cierta medida he mentido, o no he dicho toda la verdad: debo confesar que también me aporta seguridad esta pistola con la que ahora lo encañono, en unos momentos en los que aún no puedo predecir si, al final, acabaré apretando el gatillo…
Y justo en ese instante me sorprendo buscando en el cielo un guiño cómplice que me ayude, con escasas esperanzas de encontrar ese rostro que era clavadito al de su madre… si no fuera por el halo de profunda tristeza que reflejaba el fondo de su mirada y ese afeitado tan apurado que, ahora lo sé, disimulaba para sus noches más especiales a base de maquillaje sin que yo lo llegara a intuir. Corrían unos tiempos en los que acumulé pocos méritos para poder compartir sus más íntimos sentimientos; mi tolerancia andaba aún en pañales, aunque a día de hoy ya conseguí perdonármelo al reconocerme cambiado.
Y no encuentro su imagen ni siquiera en el fugaz destello que acompaña a la detonación y que ilumina por un brevísimo instante la escena. Pero esto ya poco importa...
Mi sangre impregna el suelo de cemento mientras me tambaleo antes de caer. Debí suponerlo, él se encontraba alerta y ha disparado antes. A punto de cerrarse mi mente para siempre, constato que en este último suspiro dispongo de un lapsus de tiempo precioso, y por una vez lo aprovecho; es tiempo suficiente para afianzar una certeza, la de que en esta ocasión sí intentaba hacer lo correcto.

© Patxi Hinojosa Luján
(12/06/2018)

lunes, 11 de junio de 2018

Los dejaremos entrar

Mi trigésima aportación a «Relatos en cadena», de cien palabras, en la Cadena SER. En esta ocasión teníamos que comenzar con «Los dejaremos entrar...».

Los dejaremos entrar una vez más, a estas alturas de la película ellos ya saben que son siempre bienvenidos. Cómo lo diría…, su presencia representa para todos nosotros la mejor póliza de seguros, una sin esa letra pequeña experta en sorpresas desagradables, y nos acompaña en nuestro devenir ayudándonos a elegir la senda correcta en muchas de las ocasiones. 
Lo cierto es que les estamos agradecidos desde que, en su primera aparición, nos trazaran con tanta claridad la frontera entre valentía y temeridad, donde tantas desgracias acontecen cuando se difumina.
¡Cómo no vamos a estar en deuda con ellos, con nuestros miedos…!

© Patxi Hinojosa Luján
(07/06/2018)

lunes, 4 de junio de 2018

Entre sesiones

Mi vigésimo novena aportación a «Relatos en cadena», de cien palabras, en la Cadena SER. En esta ocasión teníamos que comenzar con «Prefiero las ratas...».

Prefiero las ratas que esperan a que otras abandonen el barco de turno para hacerlo ellas después. Todas son ratas, sí, aunque unas son más ratas que otras. Todo ello a pesar de que cualquier individuo de su especie podría propagar esa enfermedad que es mejor no nombrar porque debería estar erradicada. Pero parece que no, aún no.
—¿Podrías bajar el volumen de la radio, es que no te cansas? —Me chilla.
Sé que no le gusta que me trague todos y cada uno de los debates parlamentarios, pero la situación ha llegado a unos extremos tales que apesta…

© Patxi Hinojosa Luján
(31/05/2018)