lunes, 31 de agosto de 2015

Lo que hay detrás


Después de todo, casi siempre hay algo o alguien… detrás de todo.

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Hoy, no sé por qué, ha venido a mi mente — ¡ya estaba tardando!— el recuerdo de esas nuestras tardes de niñez preadolescente. Esas inocentes horas en las que, entre otras aficiones, nos unía el afán de destrozar el record de puntuación que lucían con orgullo algunos de los petacos que adornaban casi todos los bares de la ciudad y, por ende, de nuestro barrio, a la par que construíamos los cimientos de nuestro futuro mezclando entre otros elementos solidaridad, ingenuidad y, sobre todo, pasión. Sí, detrás de nuestros proyectos y sueños reinaba a sus anchas la pasión, como esa tan especial que teníamos por la música, primo, y que en estos días mantengo, multiplicada, por los dos; sé que lo sabes.
Esos petacos mecánicos cuyos marcadores giraban, poco discretos en la ausencia de silencio, buscando presentarnos un guarismo cada vez más alto —negro sobre blanco y pintado, nada de luces— en consonancia con nuestro acierto y, por qué no decirlo, con nuestra suerte también, tenían detrás un mecanismo mecánico y artesanal que podíamos intuir y que casi podíamos oler, como lo hacíamos con el girar mágico de aquellos vinilos. Ahora mismo, mientras escribo, me parece estar escuchando, con nitidez, el sonido de esa diminuta noria llena de números en su rotar; también los alentadores soniquetes que confirmaban bola extra o, en el mejor de los casos, partida extra. Y se me ponen los pelos de punta al recordar que, en ese anhelo de que ninguno tuviera que esperar turno alguno mirando al cabo de un tiempo, distraído, a las musarañas, solidarios formábamos un efectivo tándem en el que tú controlabas el pulsador derecho y yo el izquierdo, por algo tú siempre fuiste, hasta aquel día, de tu Real Madrid, y yo de mi Athletic. Y lo digo sin mala intención, sin acritud, porque de política no hablábamos por aquellos entonces, no se podía…
Algún que otro petaco, como aquel del bar de la avenida, lo recordarás, temblaba al vernos llegar cuando los demás humanos estaban enfrentándose a sus digestiones y nosotros comenzábamos ya a accionar los pulsadores correspondientes sin tregua alguna, como si nos fuera el honor en ello, y en ocasiones nos iba...
Con el paso de los meses, de los años, fueron sustituyendo esas entrañables unidades por otras más modernas, electrónicas, mucho más llamativas, aunque con menos vida; iluminadas hasta la exageración para intentar compensar la falta de ese encanto e imaginación que sí tenían las primeras. Para colmo, eran mucho más caras, te cobraban más por menos: de cinco bolas bajaron de un golpe a tres por partida. No sé si fueron estas circunstancias las que estuvieron detrás de que nos alejáramos de ellas, o fue solo que el cuerpo nos pedía ya sustituir este por otros entretenimientos, digamos… más adultos. Y lo cierto es que tú y yo ya nunca más estuvimos tan cerca como cuando éramos un solo jugador de pinball, y no me refiero solo al plano físico.
Pero detrás de nuestra relación, primo, siempre estuvo el respeto, el cariño y la admiración mutua, y es por ello que la cadena que la sustentaba no añadió ningún eslabón extra, ni rompió ninguno de los existentes, hasta aquel día...

***

Lo que hay detrás de estas letras es meridiano: te extraño, primo, amigo, y me siento extraño al no poder decirte, entre otras cosas, que nuestro querido compadre granadino se retiró a su descanso activo con toda la dignidad del mundo. Pero no temas, ha dejado el tema bien atado y controlado, se esmeró para apadrinar a unos dignos herederos que se miran en su espejo, y eso les honra, para nuestro gozo y disfrute. Y es que, ¡podríamos hablar de tantas cosas, como siempre!; casi siempre de acuerdo en cuanto a gustos musicales y siempre defendiendo con vehemencia, pero con respeto, cada uno a su equipo de fútbol.
Pero lo que no acabo de ver es qué hay detrás de lo de aquel día… Qué o quién pudo permitir que dejaras viuda y dos huérfanas sin tener en cuenta vuestra opinión, vuestra posición, para nada.

***

Aquel día entré en la nívea habitación, con níveas paredes, techo, cama y ropas de cama; nada te pregunté, porque nada ibas a responderme, bastante tenía ya tu cuerpo con seguir respirando ayudado por aquella máquina tan ruidosa como los silencios de nuestros bares. Mi mente intentó comunicar con la tuya, sin éxito, tú ya no estabas allí; quién sabe si intentando localizar a quienes recibirían en unas horas parte de tu humanidad para ofrecerles la posibilidad de seguir viviendo en generosidad. No, nunca sabré lo que hubo detrás de aquel día, de aquel maldito día… Pero lo que sí sé es que en esa desconocida dimensión en la que te encuentras, el correo siempre estará repartido a tiempo.

© Patxi Hinojosa Luján, tu primo.
(31/08/2015) 

lunes, 24 de agosto de 2015

La – re – do


La – re – do

La sorprendo dorada, cual nudista bajo el sol,
aunque tintada en blanco y rojo, rojiblanco pasión.
Doblo despistado una esquina
 y me llegan, de sopetón,
para alegría de mi alma,
los sonidos de un ensayo
que anticipan una noche
recargada de emoción.

Re-inventando escapatorias en forma de una canción,
nuestro artista a la guitarra,
aliñando su gran voz,  
impregna el aire de acordes
que secuestran la razón,
y de unas letras que no son
sino flechas que abordan ya
todo despistado corazón.

Do de pecho continuado, avalado por quien es
dueño de cada estrofa, y señor,
 de cada estrofa entonada, sí,
pero esclavo, si en su empeño no decae,
de su efecto embriagador.

***

Y de la dorada Laredo volví, porque estuve,
con las baterías cargadas,
esperando que el destino, generoso,
me consiga sorprender con una ocasión semejante.

Yo que nunca juego sucio, enfrento con toda paciencia
un nuevo compás de espera,
para volver a disfrutar
con esa fuerza un fa mayor,
¡o no!,
cuando seduzca con sus caricias, con su arte,
a cualquiera de sus guitarras
quien siempre será grande:
nuestro querido Txetxu Altube.

© Patxi Hinojosa Luján
(24/08/2015)

sábado, 8 de agosto de 2015

Angustia


Tenía un sentido del humor muy particular, mordaz podría decirse, pero pocos se lo conocían. Es más, de costumbre se la veía como una joven nerviosa, demasiado quizá. En todo caso, aquella tarde se encontraba más inquieta e intranquila de lo que en ella era habitual, de lo que sería de desear para cualquiera; y enseguida fue consciente de ello. Caminaba sola por aquellas calles, que para ella no eran sino atajos que conectaban su puesto de trabajo con su hogar, y viceversa, y que conocía «al dedillo» de tanto transitarlos.
Había terminado su jornada laboral, lo que cualquier otro día hubiera constituido un motivo de alegría y plena satisfacción al empezar su tiempo de asueto, el único que podía disfrutar con total libertad y no al dictado de la esclavitud laboral; pero en esta ocasión, por contra, le había generado angustia, una especie de nudo en la garganta que la mantenía alerta de todo y de todos, incluso de sí misma, hasta el punto de que esta vez no anhelaba llegar lo antes posible a su casa, como ocurría siempre; más bien al contrario, y por ello su ritmo al caminar era mucho menor al de cualquier otro día. Sabía que el de hoy era un día especial, eso lo tenía claro; pero es que además lo intuía con claridad, notaba esa sensación impregnando el ambiente; estaba ahí… y no era como las que le acompañaban a diario, no; hasta llegó un momento, mientras caminaba, en el que temió tener miedo. Pero, ¿de qué?, ¿por qué?
Según se acercaba al portal de su vivienda su frecuencia cardíaca también se iba acercando al tope máximo permitido por su sistema vascular, y sudaba cada vez más, hasta el punto de que cuando entró en él — ¡¿por fin?!— su frente estaba ya como la de ese cirujano que hubiera estado varias horas operando «a vida o muerte», pero eso sí, en este caso sin la enfermera de turno para liberarle de esa molesta presencia líquida y pegajosa de su frente y cara, por lo que no tuvo más remedio que hacerlo ella misma, y no solo por lo molesto, que también, sino porque constató que estaba poniendo perdido de saladas gotas su jersey, estrenado por casualidad ese mismo día.
Había entrado el otoño y ya los días se acortaban en demasía. De hecho, con aquel cielo nublado por completo ya era noche cerrada y el intensísimo relámpago, seguido instantes después por su inseparable y atronador acompañante, no hizo sino certificarlo puesto que dejó a todo el barrio —como mínimo— sin energía eléctrica, y por lo tanto sin luz. No quería pensar en ello, pero tendría que utilizar las escaleras a oscuras, hoy que al estar tan cansada por el estrés que le producía el miedo que ya sentía con claridad, había pensado que lo mejor sería utilizar ese ascensor que casi no conocía porque lo utilizaba en escasas ocasiones intentando mantenerse algo en forma.
Esos fantasmas que le rodeaban, que le seguían y precedían cuando empezó a sumar peldaños, no hicieron más que aumentar su problema, que ahora añadía una terrible sequedad en toda su cavidad bucal. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para poder salivar algo y así poder desprenderse, aunque solo fuera por un momento, de esa desagradable sensación de ahogo. No había llegado todavía al primer piso, siempre a oscuras y ayudándose por el  pasamanos de madera que acompañaba a la escalera en todo su trayecto, cuando reconoció que lo que sentía era no ya miedo, sino pánico, aunque no sabía «todavía» por qué.
Y empezó a angustiarse. Algo no iba bien en su mundo, pensaba que se desmoronaba por momentos, pero no tenía la claridad ni física ni mental para discernir qué era, y así poder entenderlo. Y esa taquicardia, que no le abandonaba…
El rellano del segundo piso la recibió volviendo a imitar la figura de enfermera de sí misma mientras eliminaba el para entonces gélido sudor de su frente, cara y cuello con unos pañuelos de papel hechos ya jirones debido al exceso de humedad absorbida. Y ella con la boca cada vez más seca y sin nada para beber en su pequeña mochila para remediarlo. Tendría que esperar a llegar a casa para hacerlo; por un lado no veía el momento de tan parsimonioso que era su avanzar, pero por otro ese pánico irracional le aconsejaba no hacerlo, aunque… ¿qué otra cosa podía hacer?, ¿qué se esperaba que hiciera?
Estaba llegando a su piso, el tercero, cuando tomó la firme decisión de enfrentar fuera lo que fuese que le esperara amenazante allá arriba, allí dentro, porque ahora estaba segura de que así era. Se detuvo un instante en el último rellano antes de su puerta y encendió el mechero de no fumadora que siempre solía llevar por si acaso; como pudo, con letra de médico, escribió algo en una pequeña tarjeta que después medio escondió entre los dedos y la palma de su mano izquierda y, decidida, se dirigió con un último chispazo de valentía hacia la puerta de su piso y la abrió.
Entró. Pese a la oscuridad, enseguida sintió lo que mucho antes ya había presentido: allí había multitud de seres escondidos, acechando, esperándole; no necesitaba utilizar el sentido de la vista para percibir sus contenidas respiraciones intentando pasar desapercibidas, sin conseguirlo…
Un agudo chasquido proveniente de la caja de contadores de la electricidad precedió a la iluminación de la estancia en que se encontraba, un instante antes de escucharse un atronador y multitudinario:

¡¡¡SORPRESA!!! ¡¡¡FELICIDADES!!!

Y después el silencio, el vacío, la nada…
Pocos días después, su mejor amiga y compañera de piso, la joven alegre y extrovertida que le había organizado, con la mejor intención del mundo por todo el cariño que le procesaba, una fiesta sorpresa por su treinta cumpleaños, tan magnífica como merecida, con todos los amigos y allegados que pudo contactar a sus espaldas en una ardua labor, enterraba, más que esparcía, sus cenizas en un pequeño túmulo que improvisó en la soledad de aquel rincón de la montaña que había sido la favorita de ambas, y que tantas veces habían frecuentado, juntas, para compartir confidencias o por el simple placer de meditar y disfrutar de la Naturaleza.
No hace falta decir que la fiesta sorpresa lo fue, pero para todos aquellos amigos que vieron cómo esa persona tan especial para todos, pero tan introvertida que le tenía pánico a las reuniones multitudinarias, no pudo resistir el impacto de aquella visión tan emocionante como estresante para ella, máxime llegando con el estado de angustia y ansiedad  que presentaba, y caía fulminada de un ataque cardíaco mientras se aferraba a una pequeña tarjeta que asomaba entre los dedos de su mano izquierda.
Una pequeña pirámide había sido formada con unos paquetes de regalos que no llegaron a abrirse nunca…
Su amiga no pudo ya desprenderse jamás del sentimiento de pena, pero sobre todo del de culpabilidad, por no haber sido capaz de prevenir el fatal desenlace. No pudo antes, pero tampoco supo después, entender hasta qué punto podrían llegar a afectarle situaciones como aquella a esa persona tan sensible, aunque a la vez tan imaginativa y sorprendente hasta el final, por lo que, como modesto y último homenaje, se guardó como un tesoro la tarjeta manuscrita, e hizo grabar su contenido a fuego en una pequeña cruz realizada con la dura madera del roble de un bosque cercano. La clavó en el túmulo para que todo aquel que se aventurase a visitarlo pudiera leer su socarrón epitafio:

«NO TENGÁIS PRISA, OS ESTARÉ ESPERANDO»

© Patxi Hinojosa Luján
(08/08/2015)

viernes, 7 de agosto de 2015

Sinsenti2 consenti2


Veo tus preciosos ojos color azul cielo y mar, y puedo apreciar que en su reflejo aparezco menos cobarde.

Oigo cómo me animas, sobre todo en los momentos más oscuros; aunque en ellos siempre.

Huelo tu aroma, sin aditamentos, y mi mente retrocede treinta y siete años, y es como si no hubiera pasado el tiempo, sino que fuéramos nosotros dos los que hubiéramos pasado por el tiempo sin apenas cambios… en el fondo; algo más en las formas, eso sí.

Saboreo el placer de tu presencia, no ya a mi lado, sino en mi lado, en mi espacio, como si fuéramos un mismo ser, siendo uno, lo que siempre ocurre cuando…

… al acariciar tu piel desnuda, con toda la suavidad que permite mi torpeza, sin prisas y de arriba abajo, mis manos se van acercando cada vez más a mi cuerpo, lo que indica que estoy llegando a la cima de las primeras montañas en la escalada del placer, aunque aún quede algún monte por explorar, por compartir, por gozar...

***

Después de la dicha, el sosiego, la tranquilidad, la paz del descanso…

***

Veo un futuro que no deriva de este presente, lo que reconforta mi alma.

Oigo sones de paz, aunque estos no hayan sido propiciados por esos dos jefes de los «rostros pálidos», que en los momentos actuales no lo son tanto.

Huelo el refrescante aroma de la LIBERTAD, así con mayúsculas, para todos.

Paladeo el placentero sabor de la Justicia Social Universal.

Casi llego a acariciar, a palpar, a tocar la perfección sensorial…

***

Me despierto, o eso creo al menos, pero no me quiero dar… no puedo darme ni el tiempo necesario para comprobarlo: hoy solo deseo empezar a aportar mi granito de arena para que nuestro mundo se parezca lo más posible, lo antes posible, al que mis sentidos han disfrutado durante estas últimas horas en las que reinaba la Luna, estos días con un precioso tono azulado matizando su gris plata, y yo me dejaba llevar por esos universos paralelos de sentidos consentidos. Y en ello estamos…

Y así, de nuevo con el depósito lleno de carburante, me predispongo —el tiempo dirá con qué éxito— para el propósito que desde ya me he impuesto, la lucha contra los «sinsentidos consentidos».

© Patxi Hinojosa Luján
(07/08/2015)

miércoles, 5 de agosto de 2015

Segunda oportunidad


Estaba haciendo turismo en un precioso pueblecito costero mediterráneo; ya me ardían las plantas de los pies de tanto caminar cuando atisbé a menos de una manzana de casas de distancia lo que parecía ser un café-bar al viejo estilo del «lejano oeste». Parecía estar construido y decorado con madera y… ¡más madera! De pronto mi cuerpo me recordó que estaba medio deshidratado y que era necesario, más bien urgente, repostar de inmediato. Me dirigí de buena gana hacia allí, hacia aquella copia de bar de película americana, copia que me iba pareciendo más  y más minuciosa según me iba acercando a ella. Iba dispuesto a tomarme un combinado bien fresco de algo fuerte.
Cuando llegué a su puerta y pude por fin observar cómo eran sus entrañas me quedé impactado: tanto su arquitectura interior como su decoración eran precisas representaciones de los ambientes mil y una veces disfrutados en aquellas películas; todo era precioso, y desbordaba clase y estilo; hasta contaba el local con un escenario para actuaciones musicales acondicionado a la perfección, tanto que pareciera fuera a ser utilizado en breve debido al conjunto de instrumentos, focos y cables que lo ocupaban casi por completo, dibujando una bella estampa modernista en aquel estudiado desorden.
Pero la urgencia era la que era, por lo que me fui directo a la barra a pedir una consumición; mi petición fue más cobarde que mi intención inicial y me sorprendí pidiendo un botellín de agua, eso sí, con gas… Con mi botellín en la mano, medio lleno debido al primer trago que le di, me dispuse a dar una ojeada a la totalidad del recinto; y mientras eso ocurría me iba pareciendo más… ¿cómo lo diría?, más hecho a mi medida. Sí, ¡eso era!, si lo hubiera diseñado yo a mi gusto sería casi un clon del mismo.
No había mucho personal en el local en aquellos momentos, media mañana, pero me llamó la atención un señor que, sentado en una mesa frente al escenario, justo en el centro, leía y escribía alternando ambas ocupaciones de y en lo que parecía ser un antiguo ordenador portátil, aunque bien cuidado. Pareció notar mi mirada en su nuca y se volvió hacia mí; me saludó con cortesía con un gesto de cabeza y siguió a lo suyo.
El poco trabajo que tenía el camarero en ese momento le permitió a este observar la escena anterior…
—Es el jefe, el dueño de todo esto…
— ¡Perdón! ¿Qué dice? —añadí haciéndome el distraído.
—Que aquel de allí es el jefe —dijo señalando con discreción al caballero de la mesa centrada—, cada día pasa unas cuantas horas aquí, en «su» mesa, leyendo y escribiendo hasta el momento del ensayo de la banda o el solista de turno, ¡le apasiona!
— ¡Ah, gracias por la información! —respondí aparentando indiferencia, aunque no había tal, al contrario…
Con disimulo, haciéndome el despistado, me fui acercando a la mesa de aquel hombre. Había algo en él que me resultaba familiar, y ello me intrigaba e inquietaba a partes iguales; no estaba dispuesto a irme de allí sin saber qué y por qué era. A punto de llegar a su mesa, se giró hacia mí y con otro gesto me invitó a compartirla con él. No lo dudé y accedí gustoso. El jefe, un tipo de lo más normal al que me asemejaba en aspecto físico, si no fuera por esa densa y larga perilla, enseguida empezó un monólogo durante el que me confesó que alguna de sus pasiones eran la música y los textos literarios, tanto ajenos como propios, y era por ello que mientras esperaba a que sonara la música en directo, solía sumergirse en la red literaria Veritalia en la que con cierta asiduidad leía relatos y poemas ajenos a la par que compartía los suyos, como era el caso en esos momentos. Se sinceró al contarme que aparte de haber tenido el privilegio de poder leer algunos textos muy buenos, al final para él contaba casi tanto como ello el hecho de haber entablado amistad con algunos miembros de la mencionada red, profunda en algunos casos.
— ¡Ah! veo que ya salen los músicos a ensayar —dijo mientras escribía un último par de frases antes de plegar su pequeño ordenador.
Algo brilló en su pecho al encenderse los focos del escenario pero, concentrado como estaba en toda aquella escena, no le presté la debida atención.
Compartí con él la mesa, los ensayos (un completo concierto de country y blues en toda regla) y hasta la bebida, pues él también estaba tomando, ¡qué casualidad!, un agua con gas. El tiempo pasó volando, sirva la figura, y llegó el momento de partir, no quería que mi presencia se convirtiera en molesta por prolongada ni abusar de su cortesía. Me despedí prometiéndole una próxima visita, a lo que él respondió con una mueca que no supe interpretar en aquel instante. Pagué las consumiciones y le dejé una generosa propina al barman, al fin y al cabo se la había ganado, y salí del local necesitando realizar un esfuerzo extra; era como si algo me lo quisiera impedir.
Llevaba recorridos escasos veinte metros cuando de repente me sacudió un escalofrío. Vi con claridad, como ampliado en un buen monitor, aquello que con tanta intensidad brilló en el pecho del dueño del bar cuando se encendieron los focos del escenario: era el pin de plata del escudo del Athletic con mis iniciales grabadas que mi chica me había regalado por —según dijo ella— mis primeros cincuenta años de vida…
Me sobresalté al pensar en una posible pérdida, aunque más por la posibilidad de que aconteciera cualquier otra circunstancia extraña que se me escapaba…
Pero no había nada de lo que alarmarse puesto que miré al instante y allí estaba, como siempre, en el ojal del botón del bolsillo de mi camisa.
¿O sí…?
No pude sustraerme al impulso de mirar hacia atrás y comprobé, con menos asombro del que sugeriría la lógica, que allí donde antes había visitado y disfrutado el café-bar, contemplaba ahora una especie de chiringuito de playa. Fue en ese preciso momento cuando en mi rostro se alojó durante unos segundos la misma mueca que acababa de observar —ahora plena de significado para mí—, justo hasta el momento en que, alejándome de allí, decidí darme una segunda oportunidad.

© Patxi Hinojosa Luján
(05/08/2015)