martes, 30 de diciembre de 2014

Ahora que...

       Ahora que, si miramos desde una ventana con vidriera, comprobamos con horror que una creencia tiene más valor que la dignidad e integridad de una vida humana, sobre todo si no es la propia o la de algún ser cercano la que entra en la macabra rifa de turno, y los titulares que introducen las noticias de estas barbaries se quedan ya en eso, en titulares, porque se ignora la letra pequeña por contrato moral con la tranquilidad emocional…

       Ahora que, navegando por el «mar enredado», constatamos que, como decía el maestro creador de la Tierra Media, algunos ya no paran a preguntarse si son capaces de devolver la vida antes de apresurarse a despojar de ella a su prójimo…

       Ahora que, mirando por el «ojo de buey», observamos que la madre Tierra se enfada con sus hijos más a menudo de lo que sería de desear, y todos se preguntan cuál será el motivo, aunque solo hasta que al darse la vuelta siguen con su voraz avaricia destructora…

       Ahora que, si vigilamos desde las trincheras, en cada sitio y lugar su «gran jefe» mira para otro lado cuando de resolver problemas sociales se trata, siendo ese otro lado su cuenta corriente y las de sus allegados, engordando estas a la vez que disminuyen las de sus representados y desangrados paisanos, que también adelgazan en solidaridad con sus bienes mientras en sus corazones aumenta en la misma proporción la indignación…

       Ahora que,  oteando desde la iluminada ventana panorámica, el plan del «gran poder» está dando sus frutos y la Cultura tiene muchos menos adeptos ya que esos tertulianos televisivos sin preparación, sin conocimientos, sin clase… modernos gurús en esta era tecnológica a la que algunos quieren privar de los más mínimos valores…

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       Ahora que todavía, si miramos bien por esa ventana entreabierta para que pueda entrar el aire, aún podemos encontrar miembros de la resistencia moral, aquí y allá, ejerciendo su justo proselitismo en aras de conseguir un mundo mejor y más justo…

       Incluso ahora, cuando después de cinco siglos terrestres volvemos a pasar rozando vuestros dominios… tampoco ahora haremos parada en vuestro planeta.

       Cerraremos figuradamente las puertas y ventanas de nuestra nave para que no nos contaminéis y, discretamente como siempre, seguiremos nuestro viaje interplanetario en busca de otra raza que comparta nuestros ideales de respeto e igualdad.

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       Ahora… ¿qué?

© Patxi Hinojosa Luján

(30/12/2014)      

lunes, 22 de diciembre de 2014

Ingratitud


De súbito, me encontré en un lugar que no reconocía. Mi instinto me decía que nunca antes había estado allí. No podía negar que aquel era un bello lugar para perderse, y eso era lo que en un principio pensé, que me había perdido. Esto me produjo tal estado de ansiedad que cuando ya conseguí recobrar la consciencia por completo, aquella aumentó hasta su grado máximo.
Estaba solo, no localizaba a nadie conocido entre la muchedumbre que me rodeaba y que, de momento, también me ignoraba mientras disfrutaba de aquel precioso entorno natural, un parque donde no faltaban poblados árboles de muy dispares especies, junto a cuidados setos de verdes arbustos y diversos jardines aquí y allí floreados con multitud de colores, cual accesible arcoíris abstracto. Y todo ello enlazado mediante herbosos caminos que invitaban a cualquier persona a caminar con la libertad de ir descalza por ellos.
Aunque me iba serenando algo mientras recorría con mi vista todo ese entorno en un giro de trescientos sesenta grados, no lo logré del todo puesto que una vez finalizada mi rotación no llegué a atisbar a nadie de mi mundo, de mi reducido mundo. Me dirigí a lo que desde mi posición me pareció un aparcamiento para vehículos de esos «en batería», por las paralelas rayas blancas que divisé a lo lejos, quizá allí pudiera encontrar alguna pista que me ayudara en mi búsqueda. Y lo hice, ¡vaya si lo hice!
Mucho antes de llegar ya lo percibí con claridad, estaba tan presente en una de las plazas de aparcamiento que distinguí a la perfección su fragancia, ese persistente y dulce olor del perfume del que no podía prescindir cada vez que salía de casa. Una fragancia que se había alejado con ella en su coche desde el punto al que me acercaba, con toda seguridad para no volver a compartirla nunca más conmigo…
Cuando llegué a comprender la verdadera magnitud de lo que había ocurrido, algo del todo inesperado para mí, dejé mi mente en blanco y dejé también que pasaran las horas con una apatía que no era sino fruto de la decepción por la recién adquirida desconfianza en la raza humana, la más absoluta.
Ahora lo veía todo claro, ya recordaba. Con falsas promesas de pasar un día inolvidable en un paraje idílico para ella y para mí, supuse que se las había ingeniado para suministrarme algún fuerte somnífero, casi con seguridad mezclado con mi desayuno y, una vez aquí, cuando se aseguró de que Morfeo me abrazaba con fuerza, me dejó tirado en el suelo entre dos arbustos y me abandonó…
Ya es noche cerrada, noche de luna llena, y a esta le aúllo demandando respuesta a una concisa pregunta: «¿por qué tanta ingratitud?»
No me quedan fuerzas para ladrar…

© Patxi Hinojosa Luján
(22/12/2014)      

jueves, 11 de diciembre de 2014

Y, al final, no llovió.


       Apareciste un lunes en nuestra pequeña localidad; quizá huyendo de los rigores del, este año, frío otoño, desde unas tierras que estarían más al norte, como un vagabundo más. Un vagabundo de manual, a saber: ropas ajadas y sucias, sonrisa desdentada, cierto aire de bohemio y el descaro del que no tiene nada que perder y sí mucho que ganar. Te dejaste ver en las puertas del supermercado y de la iglesia, bien elegidas las horas, estratégicamente, como lo haría todo un experto a la hora de exprimir al máximo las cartas que te ha servido la vida, al objeto de extraer de ellas la mayor cantidad de jugo posible.

       Al cabo de cinco días, casi todo el mundo te conocía, ya formabas parte del «mobiliario urbano», pero también, todo hay que decirlo, ya casi eras uno más entre nosotros porque nos habías ganado con tu simpatía y tu empeño constante en intentar sacarle a tu vieja y desgastada guitarra algún sonido medianamente agradable al oído, lamentablemente, para todos, sin éxito…

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       El domingo de esa misma semana, mi chica me propuso ir a ver una función de teatro en el único cine disponible en la población, obviamente multiusos. Acepté encantado, esa tarde no había jornada de fútbol para el equipo de mis colores que pudiera cortármela por la mitad.

       El espectáculo era gratuito, aunque nos entregaron a todos los allí presentes una entrada simbólica a modo de recuerdo. A punto ya de entrar al recinto, mientras esperábamos en la zona de acceso, de repente nos quedamos sin corriente eléctrica y, por consiguiente, sin luz. Aunque lo peor no fue eso, sino el desagradable, por agudo, estridente y chillón, sonido de la alarma que no pararía, si algo no lo remediaba antes, hasta que la batería de mantenimiento se descargara por completo. Y allí estábamos todos los aspirantes a presenciar la función en la penumbra de la antesala, dedicándonos miradas interrogativas, sin saber muy bien qué hacer, puesto que los minutos iban pasando y no se atisbaba solución alguna a aquella situación tan atípica.

       En un momento dado, el elenco de la compañía de actores hizo acto de presencia para, en la voz de su director, invitarnos a salir a la explanada a la puerta del recinto para así liberarnos del incordio de la molesta alarma y poder pensar en posibles soluciones.

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       El cielo amenazaba lluvia, pero de momento se quedaba en eso.

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       Estando en aquel improvisado escenario, se empezó a debatir sobre cuál sería la mejor decisión a tomar, tanto en lo referente al fallo eléctrico (aquí el gerente del cine-teatro, que estaba presente, poco o nada aportaba…), como a las posibilidades que le quedaban a la función de poder representarse. Cuando ya la gente estaba animada y participando en el debate, pocos nos percatamos de que la sirena había empezado a guardar un respetuoso silencio que ya no rompería en toda la tarde. Aunque el recinto seguía sin corriente eléctrica.

       Después de múltiples deliberaciones en algunos casos acaloradas, el director de la compañía nos propuso representar la función allí mismo, en el exterior, y para ello rogaba nuestra aceptación a mano alzada. Inmediatamente, y desde nueve puntos estratégicamente situados, dieciocho brazos apuntaron al nublado cielo, y a estos siguieron en cuestión de un par de segundos varias decenas más. Al buscar los ojos de mi chica, con una sonrisa de satisfacción en mi semblante, y para compartir con ella la alegría por la buena nueva, vi, en el extremo de la calle que desembocaba en la explanada en la que nos encontrábamos, y acercándose, una figura ya familiar.

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       La función comenzó, y aunque era un tanto surrealista, estaba impregnada de colorido, bellas danzas y músicas, y mejores textos. En un momento dado, algo hizo que todos miráramos hacia atrás. Nuestro vagabundo, vociferando posiblemente por una ingesta excesiva de alcohol, alcanzaba nuestra posición para unírsenos como un espectador más. Le hicimos un hueco a la par que le solicitábamos silencio, discreción y compostura, aunque todo esto era quizá demasiado pedir a un «sin techo». Ese momento lo aprovecharon dieciocho brazos para desaparecer discretamente de entre el público…

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       La función continuó, ahora con más actores sobre el improvisado escenario, pero interrumpida a menudo por nuestro vagabundo, retando a este actor a un cántico medieval, a aquel con un desafío de guitarra que, ¡milagro!, hoy y ahora sí sonaba bien, muy bien, cada vez mejor…


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       No sé en qué momento me di cuenta de la verdadera dimensión de la puesta en escena global, pero he de confesarte, querido amigo vagabundo que, de entre todo el elenco de actores de tu compañía, me quedo contigo, con tu personaje, con tu magistral actuación, ininterrumpida durante siete días…

       Poco a poco, con una progresión milimétricamente estudiada, fuiste incorporándote al grupo actoral, añadiendo al mismo tu extraordinaria técnica con la guitarra (ahora sí, expuesta sin disimulo alguno), tu templada voz, tus perfectos gestos y movimientos y tu elegante dominio de la danza, todo ello aliñado con una fina ironía y un inteligente sentido del humor (según pudimos comprobar en la conversación mantenida una vez finalizada la actuación). Incluso, nueve de tus compañeros actores deben a tu escandalosa aparición el haberse podido escabullir de entre el público para continuar con su rol, ya más estrictamente escénico. Lo dicho, nos regalasteis una magnífica puesta en escena que duró una semana. ¡Magistral!

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       Cuando saludasteis con los brazos enlazados al finalizar vuestra actuación, la curiosidad me llevó a buscar tu sonrisa, para certificar que ya no era desdentada… Supongo que el diminuto y negro disfraz dental ya lo tendrías bien guardado en ese momento a la espera de más actuaciones en otros afortunados pueblos.

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       Y, al final, no llovió…

© Patxi Hinojosa Luján
(11/12/2014)

miércoles, 10 de diciembre de 2014

En la estación…


       Si hay un sitio privilegiado, en mi opinión, para la observación de las distintas reacciones humanas ante diferentes estímulos, este es sin duda una estación. Bueno, para ser preciso debería concretar más: me refiero a una estación de ferrocarril. Si tienes paciencia, y el tiempo no te apremia, al final tus expectativas se ven satisfechas, e incluso superadas. A mí en concreto, lo que más me gusta y motiva es ver llegar a su destino, en este caso a mi localidad, a toda esa gente que viaja en los trenes.

       No ha mucho me dispuse, libreta en mano, a llevar a cabo el manido ritual de tantas otras veces: sentarme en cualquier banco de los que adornan el andén primero de nuestra estación y, mientras esperaba a que llegara el siguiente convoy cargado de historias, de anécdotas… de múltiples vidas en definitiva, me deleitaba, como siempre, con la contemplación de diversas locomotoras en su ir y venir, cambiando de vías, hasta completar las formaciones de trenes que, en ese momento, ya tendrían adjudicado unos acompañantes pasajeros y un destino; y a veces también un cambio de destino para aquellos. Siempre me ha seducido sobremanera ese mundo tan extraordinariamente heterogéneo donde casi todo es posible, con ese halo de magia...

       Esa tarde-noche de viernes llegó, con la puntualidad a la que en los últimos tiempos nos tiene acostumbrados, el tren de siempre, con parte de su pasaje ansioso de abandonarlo para reencontrarse con su mundo, y la otra parte ilusionado por visitar y conocer uno que todavía no puede catalogar como tal, aunque a veces algunos corazones acaban recibiendo ese regalo tan especial…

       Me llamó la atención, por su descoordinación, lo que al final pareció ser una pareja. Mientras él se movía nervioso por el andén, recorriéndolo impaciente de un extremo al otro, esperando a la que yo presumí su chica, ella, por el retraso que le ocasionaba el desproporcionado volumen de su equipaje, porque iba en el último vagón, oculto tras la curva del final del andén, o por ambas cosas, para cuando hubiera sido visible para su pareja, este ya había abandonado, desconsolado y desesperanzado, la estación. Anoté en la libreta en cuatro trazos un esbozo de la escena, a la espera de ampliarlos en casa con tranquilidad, y me apresuré a ayudar a la chica con sus bultos a la par que le indicaba que un joven, ¿quizá su chico?, acababa de abandonar cabizbajo el recinto de la estación. Ahora que caigo, ¿una pareja joven sin comunicarse con teléfonos móviles…? Hummm, supongo más bien que alguno de los dos se habría quedado sin batería…

       También tuve la suerte de asistir al emocionado encuentro de un señor, que rondaría la cincuentena, con el que con toda seguridad sería su padre, por las atenciones con el que aquel lo recibió al pie del estribo de la puerta lateral del vagón por el que apareció. Antes de que el anciano pudiera darse cuenta, su hijo ya le había ayudado a bajar a tierra firme, a la par que se había adueñado de sus pertenencias para evitarle su peso. El abrazo que se dieron ya en el andén no denotaba sino un cariño extremo fruto sin duda de una convivencia llena de dicha y respeto mutuo. A pesar de todo lo indicado a resultas de mi intuición, cuando se alejaban de allí oí, con menos perplejidad de la que cabría esperar, cómo uno se dirigía al otro llamándole yerno. Había errado en el parentesco, sí, lo reconozco, aunque no en todo lo demás, y de eso estoy seguro… Todo esto también quedó reflejado en la libreta con la oportuna corrección de última hora.

       Alguna que otra historia más cupo en las páginas de aquel día, para mi gozo. Y ya en casa, me dispuse a componer con todas ellas una especie de relato como homenaje a mi querida estación. Y así lo hice. Una vez leído y revisado un par de veces el texto, o tres, y justo cuando iba a compartirlo con mis amigos de la red literaria, algo me detuvo. Me llamó la atención el título del texto de un nuevo miembro, recién publicado: «El observador observado». En él pude leer, mientras aumentaba mi asombro, entre otras cosas…

       […] Cuando mi tren llegó a la estación, allí estaba él, como casi siempre que regreso a casa después de mi semana laboral. Y, como casi siempre también, lo observé interrelacionándose con algunos de los pasajeros que llegaban conmigo, ayudando incluso a algunos con sus equipajes. Él, anotando mil y un detalle en su inseparable libreta, él, el observador observado… ¡por mí desde hace tanto tiempo ya! Él, que no sabe que ya no trabajo en la misma población que antes y que me las ingenio para llegar en un tren que ya no es el mío solo para poder verlo unos minutos que se me antojan escasos segundos. Él, que no ha reparado en mí hasta el día de hoy, en el que ese cruce de miradas ha hecho saltar la chispa en mi interior que me ha animado a escribir estas líneas tan personales como sinceras, con la esperanza de que pueda leerlas aquel a quien van dirigidas con todo mi amor […]

       Leí ese texto, lo releí; y una vez más todavía, y después una sonora carcajada salió de mi garganta. «El cazador cazado», me dije aún entre risas. Después volví a leer mi texto y, sin cambiar nada salvo el título, al que ya podéis intuir, lo publiqué, confiando en que también lo leyera aquella persona a la que, ahora sí, estaba dedicado. Pero lo que yo no podía saber en ese momento era si mi deseo se iba a cumplir, y si cuando ella leyera el párrafo con el que desde un principio concluía mi relato…

       […] Hoy, por fin, la chica de los grandes ojos azules, que llega siempre en el mismo tren, cuando ya el viernes, bostezando, nos insinúa que se quiere ir a dormir, se ha fijado en mí y ha cruzado una mirada conmigo tan sensual que me ha alegrado el día, como poco… […]

       … seguiría con la misma rutina, ahora confesada como forzada. Faltaba ya menos de una semana para comprobarlo, una semana que se me haría eterna por mi renacido sentimiento; una semana en la que mi semblante no perdería ni por un solo instante esa bobalicona sonrisa que, en algunos casos, tienen los enamorados primerizos.

© Patxi Hinojosa Luján
(10/12/2014)