domingo, 26 de octubre de 2014

Una luz en la oscuridad

       Hay momentos en los que conviven soledad, silencio y oscuridad, o los hacemos coincidir de manera consciente, ¿o quizá inconsciente?; al final ¡qué más da…! El caso es que cuando nos encontramos habitando uno de ellos, no necesariamente aflora la tristeza, como se pudiera intuir, sino, más bien al contrario, es una paz interior la que emerge de nuestras entrañas para revestirnos de una tranquilidad en muchas ocasiones largamente añorada.

       Y hay veces que, durante esos momentos, dejamos la mente en blanco y los disfrutamos, así sin más. En muchas ocasiones es una muy buena terapia contra la aceleración que está adquiriendo de un tiempo a esta parte nuestra vida moderna, ¡y así nos va!, lo que no nos da la tregua suficiente para poder mirar las cosas con la adecuada perspectiva.

       Aunque admito que no siempre la oscuridad es total porque, como si estuviera encendida la limitada llama del encendedor de un no fumador, disponemos de la escasa y cercana claridad suficiente como para ver posibles decisiones a tomar… y tomarlas.

*
       Conozco, y  bien,  a alguien que no hace tanto, en uno de sus momentos «SSO», y aprovechando esa pequeña luminosidad, ha tenido la oportunidad de pensar en una arriesgada decisión que le cambiaría la vida, y al final la ha tomado. Como he adelantado, creo que lo conozco lo suficiente como para asegurar que la aparentemente súbita decisión ha sido tomada después de analizar profundamente sus pros y sus contras en varias y sucesivas «sesiones SSO». Yo, por mi parte, le deseo toda la suerte del mundo, porque le aprecio y quiero mucho (esto él ya lo sabe), aunque reconozco que no tanto como su familia y amigos que le rodean y que le aportan mucho más de lo que ellos mismos nunca puedan ni siquiera llegar a imaginar.

*
      Como un voyeur, improviso una pequeña rendija imaginaria por la que poder observarlo en su mencionada última sesión, y la escena me descoloca:

       No hay soledad, está arropado por muchos seres, es cierto que no visibles en estos momentos, pero que le acompañan, indudablemente.

       No hay silencio, porque él les agradece esa compañía y apoyo en voz alta, aunque a bajo volumen, que no es cuestión de incomodar a nadie.

       No hay oscuridad, o por lo menos no total. Y tengo, todo un privilegio, el tiempo suficiente de ver cómo esboza una enorme sonrisa de satisfacción antes de «callar» la mencionada escasa luminosidad de ese encendedor de no fumador, con un decidido gesto que se me antoja toda una declaración de intenciones; justo un instante antes, me parece observar que, cómplice, guiña un ojo en mi dirección...

© Patxi Hinojosa Luján

26/10/2014

viernes, 10 de octubre de 2014

La hora de (antes de) dormir de Oscar y Patxi

       Desde hacía ya unos cuantos meses, solían sentarse siempre en el  mismo banco de madera. Ambos lo habían elegido porque era el que, desde su colocación, menos deterioro había sufrido por la humedad derivada de la proximidad de la orilla del río de la localidad, que enseguida, un par de cientos de metros más adelante, se confundía con la ría, salina y marina ella;  aunque lo hacían uno en cada extremo del mismo y no acostumbraban a socializar entre ellos, que sí reflejaban en sus caras y cuerpos el deterioro, no ya por la humedad, sino por el paso inexorable del tiempo.

       Aquella jornada, hacía ya tiempo que el Sol nos engañaba haciéndonos pensar que se había ido a dormir, cuando la realidad era que había cambiado nuestra compañía por otra a la que ofrecía en estos momentos su calor y su color. La oscuridad se había adueñado del entorno y ni siquiera la Luna, a un par de días de presentarse llena, lo evitaba, visitada como estaba por un mar de nubes, componiendo, eso sí, una estampa embaucadora digna del mejor pintor impresionista.

       Nuestros dos protagonistas amaban, aunque es muy posible que por diferentes motivos, ese momento de la jornada que sucede y antecede a los sueños, a los dos tipos de sueños: los que soñamos despiertos, y también los que soñamos dormidos. Pero en esta fase de sus vidas, a ambos se les hacía difícil expresar a los demás sus porqués, aunque por fortuna sí eran capaces de percibirlos e interiorizarlos perfectamente.

       Un día… mejor dicho, una noche, el hielo se rompió y surgió una conversación:

       — ¿Tiene usted hora?, preguntó uno de ellos, el más moreno, al otro, el más rubio, cuando se percató de su presencia.

       —Pues deben de ser ya las... a ver que mire... sí, las «Oscar menos diez». 

       — ¡Huy, qué tarde se ha hecho ya para mí!, yo suelo retirarme antes, sobre las «Patxi y media» como muy tarde. Será mejor que me vaya yendo ya para casa, que si no me espera regañina…  

       —Sí, yo también me retiraré en breve, en cuanto las nubes dejen de danzar alrededor de la Luna y me dejen despedirme de ella, como intento casi todas las noches y la mayoría consigo —dijo el más rubio y alto, mientras encendía el penúltimo del día.

       La escena completa había sido presenciada de cerca, de muy cerca, por una joven que, como ellos, también había escogido hacía tiempo aquel paraje fluvial para su particular relajación pre-descanso nocturno. Y lo había hecho desde un banco contiguo al de ellos con la única intercalación de una farola de baja intensidad lumínica, lo que hacía más entrañable y misterioso el ambiente. Pero no era la primera ocasión en que esto pasaba, raro era el mes en que no se repetía la escena cinco o seis veces, y siempre en su presencia.

       Nuestra joven llevaba siempre consigo un libro bajo el brazo, o en el bolso, según el tiempo que hiciera; era una novela que le regaló su madre años atrás, y a la que tenía especial cariño después de haberla «devorado» en más de una ocasión.

       No tenía prisa, ninguna, aunque esperaba una ocasión especial, aquella en la que se diera la situación de que ellos dos se percataran al unísono de su presencia y la invitaran a una conversación que en esos momentos entablarían los tres…

       Ese sería el momento que ella aprovecharía para pedirles a ambos un favor, que se convertiría en el mejor de los regalos…

       No era otro que el que le dedicaran la novela, novela que, a cuatro manos, habían escrito ellos dos hacía ya bastantes años durante un loco y fructífero verano de vacaciones conjuntas en las costas onubenses: La hora de (antes de) dormir de Oscar y Patxi.

       Cuando por fin lo consiguió, no supo identificar qué le emocionó más, si tener ¡por fin! la tan deseada dedicatoria, o ver el abrazo de oso que se dieron los dos amigos al reconocerse después de bastantes meses de sequía neuronal, cuando, asiendo a la vez el libro como dos chiquillos, se reconocieron en el retrato de su contraportada, reviviendo en aquel mismo instante mil y una vivencias conjuntas.

© Patxi Hinojosa Luján

(09/10/2014)

sábado, 4 de octubre de 2014

Mensaje en una botella

       Llegó a ti de repente, una noche a las diez de la mañana en que estabas ocupado buceando entre tus pensamientos más profundos, alguno de ellos no muy alegre, y no te percataste hasta que ya estuvo lo suficientemente cerca. La viste mientras se acercaba a vaivenes empujada por las olas de la marea de la vida, con ese tono verde que tienen las botellas que en algún momento de sus existencias contuvieron algún líquido reconfortante, si es que en su debido momento fue compartido entre amigos. Ese líquido que ahora dejaba su espacio a una especie de pergamino enrollado sobre sí mismo, con el color blanco amarillento tan típico del paso del tiempo, y con una cinta roja acabada en un lacito común estrechando su cintura, cual cariñoso amante.

       Y, ¡claro!, acaparó toda tu atención y no tuviste otra opción que pensar que el destino, o lo que fuera, había decidido que fueras tú su destinatario, por lo que con todo el sigilo del mundo (podrían estar vigilándote y no te ha gustado nunca sentirte observado) y un parsimonioso ritual, procediste a «descorcharla»  mientras tu ritmo cardíaco se aceleraba.

       Ya en tu poder el pergamino, necesitaste toda tu pericia y concentración para mantenerlo desenrollado y poder así leerlo, tal era la fuerza y obstinación con la que intentaba recuperar su enrollada posición original. Al igual que el tono de su color, este detalle no denotaba sino el paso del tiempo, de mucho tiempo. Y también lo hacía la escritura que contenía, con unas elegantes letras minúsculas al principio, para pasar al final a utilizarse las mayúsculas cuando aquellas comenzaban a ser menos legibles.

       Comenzaste su lectura, la cual enseguida se te hizo familiar, tanto en el fondo como en su forma, ¡cómo no, si eran textos tuyos manuscritos de tu puño y letra! De alguna manera que ahora no intentabas comprender, te habías hecho llegar un legado en forma de consejos, vivencias, sensaciones y sentimientos cuya finalidad era la de ser revisitados en un futuro…

       Se añadió una nueva sorpresa a la escena, puesto que casi todo lo que estabas leyendo, o se había cumplido ya, o lo sentías como muy propio y presente, con alguna que otra pequeña contradicción, que para eso somos humanos y el paso del tiempo, con su inexorabilidad, aporta en muchas ocasiones, y con terquedad, su particular visión de las cosas.     

       Lógicamente, te apropiaste del pergamino, y lo guardaste cual valioso tesoro, ya encontrarías la ocasión de releerlo con más calma; pero no necesitaste deshacerte de la verde botella en ningún contenedor verde para su reciclaje porque…

       … esa botella la encontré en mi imaginación.

© Patxi Hinojosa Luján

(04/10/2014)