sábado, 31 de octubre de 2015

Aniversario


Mientras rememoro todo aquello procuro no ensuciar en demasía mi mandil bicolor: no soy buen repostero, pero aun así preparo una tarta imaginaria que adornaré con una sola vela, también ilusoria, y sonrío al pensar que bien podría dejarla encendida sin riesgo alguno de incendio. Aunque esto no será necesario, no, aquello quedó tan grabado a fuego que no precisaré recordatorios forzados por programados, al menos mientras no nos visite el «ladrón de esencias»; quiera el destino que su hoja de ruta no le aboque nunca a nuestra dirección, y si lo hace, que no deje demasiado sufrimiento tras su paso.
Recién terminado el pastel, me regalo su imagen, orgulloso, y me alegra ver que no tiene mal aspecto, de algo me tenía que servir jugar en casa, con el viento de la imaginación a mi favor; pero no lo dejo ahí, también interpreto lo que veo en él en un cerrar y abrir de mente y no me sorprende la mejoría vital producida que observo en mí y en mi entorno.
Llegados a este punto, debería indicar, aunque lo haré de pasada, que el motivo de la personal celebración es un acontecimiento acaecido hace hoy justo un año y que recondujo mi existencia al cederme por sorpresa las riendas de mi tiempo, todo un regalo cósmico. Hasta tal punto que ahora soy yo, y solo yo, el que realiza los pedidos con los cargamentos de arena para mis relojes.
No me paro ahí y sigo imaginando: vamos a proceder con el oportuno ritual de la foto con el cántico y el jaleado soplido que daría permiso al inicio de la fiesta con el reparto de los trozos de dulce; pero en ese mismo fotograma mi chica insiste en que esperemos un instante, acaba de tener una idea y cambia la solitaria vela por tres con formas de números, ella sabe de primera mano que no solo ha sido un año, sino más bien 365 días. Más tarde murmura que quizá hubiera sido aún mejor cambiarlas por las cifras 8, 7, 6 y 0, ya sabéis, por las horas; o incluso… ¡pero no!, ¿cómo podría medirse cada instante para poder plasmar la suma de todos ellos con un número? Sí, ella sabe de primera mano, porque lo vive en su piel, que ahora los momentos se disfrutan y aprovechan sin rubor ni contención, sin la espada de Damocles en que se convertía ese freno de mano echado.
Vuelvo a utilizar mi imaginación para girar el rodillo y extraer la hoja que por poco no se ha llenado con estas palabras. Luego decidiré qué hago con ella, ahora me espera otro folio en blanco retándome a un nuevo duelo incruento, y espero que, como casi siempre, vuelva a acabar en tablas para poder seguir con este emocionante y enriquecedor rito una y otra vez más.

© Patxi Hinojosa Luján
(31/10/2015)

jueves, 29 de octubre de 2015

Os diré algo...


La habitación se encuentra tan en silencio que siento escalofríos, aunque a pesar de ello no llegue a mover ni un solo músculo. Lo único que consigo escuchar son los cuchicheos de vuestras conciencias mientras, deseosos, esperáis el desenlace. La estancia también está en penumbra, puedo percibirlo desde mi oscuridad, unas tinieblas que son las más densas que recuerdo de toda mi larga vida.
Pero no estáis solos, no, colocadas con discreción e invisibles para vosotros se encuentran unas figuras que también esperan lo mismo; aunque ellas son profesionales y no se impacientan lo más mínimo —tienen todo el tiempo del universo—, en esta ocasión algo ha perturbado el normal funcionamiento de sus funciones y han coincidido en un «trabajo» contraviniendo toda regla interna de su actividad. Ninguna de las tres entiende cómo es que no tiene la exclusiva del mismo e, insegura, espera acontecimientos.
Es curioso, pero pese a todo ellas tres no me dan tanto miedo como vosotros, buitres deshumanizados que solo en estas circunstancias os habéis decidido a presentaros. ¿Cuánto tiempo hacía que no visitabais esta casa?, ¡qué más da…! Ahora, ¡eso sí!, no os acerquéis a dar un beso a vuestra anciana tía, no, no vaya a ser que se os pegue algo… En el fondo, los cuatro sois iguales; de entre todo lo que leo en vuestras mentes, en todas ellas, destaca la incertidumbre de no saber si alguno de vosotros gozará de mi predilección o si por el contrario os repartiréis mis bienes por igual al ser —eso creéis, soberbios, en vuestra ambición— mis únicos herederos. Y en vuestros semblantes observo con nitidez cómo se alternan las muecas de pícara sonrisa y la de decepción —según os dicte el estado de ánimo del momento—, bajo el velo, eso sí, de una mal fingida pena. Confieso que estoy disfrutando como nunca con la teatral actuación de aficionados.
Pero volviendo a las siniestras figuras, la indecisión a la que les ha llevado el extraordinario «error cósmico» hace que no me presten la atención necesaria, lo que creo que voy a poder utilizar en mi beneficio…
***
La Parca, la Dama de Negro y la Niña Blanca hace tiempo que, extrañadas, se preguntan cómo es posible que ya no las necesite alguien que, como yo, estaba a punto de cruzar la frontera luminosa, mientras, alejándose ya en distintas direcciones, buscan en sus respectivas agendas el próximo encargo.
Mi familia, por definir a esas personas de alguna manera, intenta entretanto aparentar alegría, demostrar cariño con vacías palabras que construyen frases más falsas que el Judas aquel…
***
Ahora que veo todo con claridad, aunque con el filtro de una ligera, aunque notable y gris opacidad (¡estas cataratas!), puedo darme el gustazo, y… ¡lo voy a hacer!:
—Acercaos, por favor, «queridos» sobrinos; os diré algo…

© Patxi Hinojosa Luján
(29/10/2015)

lunes, 26 de octubre de 2015

Por todo lo que nos queda…


Por nuevas emociones sin contener
Desde que ya no merece la pena disimular
Por ese vaso que se debería medio llenar
Ahora que solo nos visitan sirimiris

Por seguir teniendo duelos
Si antes cambiamos pistolas por risas
Y las presiones, sinceras, no acarician gatillos
Sino espaldas camaradas anchas como castillos
Donde anidar

Por las escobas de esas nuestras brujas favoritas
Que nos sirven para que no queden sin recoger
Los gruesos vidrios de unas jarras, rotas
En mil y un brindis que ya nunca más querrán ser
El último

Por ese amigo que, a cada vez, nos improvisa
Escapatorias cual anchos y herbosos senderos
Bajo las cuerdas flojas que día sí, día también
Nos olvidamos de evitar y nos ven caer
En busca de otra cerveza redentora

Por cada una de nuestras pasiones activadas
Por todas ellas, estén o no por compartir
En casa, en el bar, en el teatro o en el parque
Aquí, pongamos que estamos, sí
Jugando a vivir

Uno de estos días
Ya no dejaremos más que nos alejen de
Nuestra
Recompensa

Sí, que sea por todo ello
Por todo lo que nos queda…

© Patxi Hinojosa Luján
(26/10/2015)

martes, 20 de octubre de 2015

Reseña de «8 días en Roma» de la escritora Carmen Torrico


Como suele ocurrir en estos casos, esta novela me llegó por casualidad —a pesar de que nunca creí en ellas—, por mor de esos encuentros virtuales en uno de los espacios literarios que tanto anidan en la red de redes.
Carmen Torrico es ante todo una escritora honesta, tiene muy claro lo que quiere comunicar a sus potenciales lectores y lo hace sin rodeos, si bien es cierto que utiliza un estilo literario que no evita los detalles, sabe frenar en el momento exacto para que no lleguemos a agobiarnos con ellos.
Fui un privilegiado al ser uno más en su primer círculo de lectores y desde un principio tuve una cosa muy clara: esta novela, que también trata, y mucho, del arte y de la historia artística de Roma y que me estaba interesando y absorbiendo sobre todo por no utilizar estrategias extrañas e ir de cara, no es para nada una obra romántica al uso. Y me explico, es cierto que ese romance que se intuye desde las primeras páginas y que también nos enamora a nosotros es el hilo conductor de toda la trama, aunque no es menos cierto que su desenlace está muy lejos de ser el convencional, o más bien el que esperaría un(a) lector(a) de novela romántica. Más bien al contrario, su final es inesperado, crudo, demoledor y valiente, muy valiente. Y ello le añade un plus a todo lo que ya había acumulado en sus anteriores páginas.
Una breve sinopsis destacaría que estamos ante una novela que narra la historia del deseo, hecho realidad, de una joven gallega que siente la necesidad de emprender sola un viaje a Roma, sin la compañía de su grupo de amigos habitual. Proyecta una salida para empaparse de cultura, arte y belleza disfrutando de su soledad y se sorprende con que a todo esto le acompaña algo más, un romance tan inusual como no buscado con un apuesto romano…
El enamoramiento, posterior complicidad entre los protagonistas y los sentimientos derivados de la trama los sientes como propios, lo que está muy logrado. Mi opinión es que no debes dejar de leer esta novela que construye un gran romance, aun derivando en ocasiones de la línea preestablecida para este tipo de obras; después la opinión será la que sea, que para gustos se inventaron los colores, pero siempre podrás sentir que has añadido a tu mochila emocional un trabajo construido a base de conocimientos, experiencias, sensibilidad, tesón y cariño, todo el cariño… al fin y al cabo su obra, su retoño, bien que se lo merece.

© Patxi Hinojosa Luján
(20/10/2015)

jueves, 15 de octubre de 2015

Las musas también tienen su corazoncito


(Este es el cuento mencionado en el relato anterior «Otoños» y del que el «abuelo» hizo años después una nueva versión corregida y actualizada, más madura, que es la que se reproduce aquí)

Me imagino una escena que me induce a pensar que las musas también deben tener su amor propio, su corazoncito. Me explico: Todos los que alguna que otra vez nos hemos puesto el disfraz de escritor, ese que tan grande me queda a mí, sabemos de la cantidad de frases, párrafos e incluso páginas enteras de ideas hechas fantasía que han acabado en la papelera, la que hasta hace unos años era ese recipiente físico en el que encestábamos, o no, los folios que desechábamos convertidos en bolas amorfas por nuestras manos y que podían estar más o menos llenos de palabras, y ahora la de reciclaje del sistema operativo que ampara el procesador de textos de turno. Digo yo que no siempre habrán sido o serán tan malas las ideas castigadas con semejante humillación, por lo menos las musas corresponsables de ellas no deberían ser de tal opinión.
Sí, me imagino con claridad una escena que «dibujo» improvisando sobre la marcha…
Un aspirante a escritor —casi todos lo son, lo somos— está tan concentrado en su trabajo, del que siempre saldrá su mejor obra, que no se da cuenta de que ya le han dado las mil y es hora de retirarse a descansar; mañana será otro día y, con las fuerzas recuperadas después del necesario descanso y la adquirida renovada motivación, toda fluirá mejor. Se retira, pero no así sus musas y el resto de su séquito. Imagino bien a un par de ellas dando instrucciones a sus pequeños descendientes y aprendices:
—Hoy va a ser un día especial: Ahora, mientras el jefe duerme —indica la musa más veterana y respetada—, debéis recuperar de la papelera todo lo que ha desechado, después lo esparciremos sobre esa mesa imaginaria y nos pondremos a revisarlo en equipo para rescatar lo que en verdad merezca mucho la pena aunque él no lo haya visto así. No debemos culparle por ello, le perdonamos tamaña descortesía por la tensión tan fuerte a la que está sometido en la búsqueda de «su obra maestra», ¿verdad?; pero nuestro deber debería ser no permitir que tantas imaginativas ideas, expresadas con algunas excelentes frases, sigan yéndose al limbo después de todo nuestro trabajo y concentración para hacerlas surgir de la nada. Y yo propongo que lo vaya a ser desde hoy mismo. ¡Dicho queda!
El resto de musas y aspirantes aceptan el compromiso más o menos de buena gana, no les queda otra viniendo de quien viene la propuesta. Y se ponen manos a la obra, esa y las sucesivas noches, con avidez creativa propia, humanizando su trabajo.
Llega un momento, coincidiendo con una escapada vacacional del escritor, en que tendrían material suficiente como para publicar, no una novela sino una trilogía. Y en verdad que todo el grupo se siente muy satisfecho por cómo ha quedado el puzle resultante de todos esos recortes recuperados. Hasta chocan unas inexistentes copas llenas de un vacío espumoso.
Pero lo que en un principio es solo satisfacción pronto se tiñe de vanidad y es aquí cuando se dan un baño de realidad y chocan de bruces contra la realidad del principal y más grande obstáculo en el mundo literario: no consiguen encontrar a nadie que les publique algo si no es cambio de nada, de casi nada…

© Patxi Hinojosa Luján
(15/10/2015)

miércoles, 14 de octubre de 2015

Otoños



Al día aún le quedan algunas horas de vida, aunque hace ya un buen rato que las tinieblas le han tomado el relevo a la claridad; y es que el otoño, cuando en su carrera en pos del invierno está cerca de alcanzarle al atisbarlo a escasas dos curvas por delante, casi palpando el inevitable destino que le hará transformarse en él, pierde en luminosidad lo que gana en belleza cromática.
Aquella habitación ve un día más cómo, en un claro gesto de privilegio, mantiene casi por completo su iluminación mientras en sus hermanas ya solo queda la mínima necesaria para los cuidados y supervisiones de rutina. Es un detalle al que sin duda alguna tú sabes y sabrás corresponder en su justa medida; el prolongado horario laboral que te ha tocado en suerte no te permite llegar antes a visitar a tu querido abuelo, y este no es capaz de dormirse hasta que el timbre de tu voz le acaricia al oído con tiernas palabras y le regala tanta tranquilidad que consigue incluso calmar su dolor más que los sedantes que, cada atardecer, le suministran por la vía intravenosa de ese suero que es ya parte inseparable de su ser.
Como cada día, llegas apresurado con la intención de relevar a tu madre, su nuera, que no tolera que su padre político —aunque en su corazón hace tiempo que borró para siempre ese adjetivo— pase un solo segundo a solas durante el tiempo permitido de visitas. Pocas hijas biológicas podrían regalar una actitud más humana, eso los dos lo tenéis bien claro. Ella no es muy dada a entrar en ese tipo de deliberaciones, no le interesa; se limita a entregar a sus seres queridos, sin esperar nada a cambio, sus mayores tesoros: su tiempo y su ternura. Y punto. Añado también que es bien cierto que tú algo has heredado de ella…
Pero tampoco hoy se despide en cuanto tú llegas, no, te entrega algo, ejecuta un significativo gesto levantando la barbilla y espera impaciente a que saques de esa vieja carpeta que acabas de heredar de él —y a la que le queda solo una de las gomas de sujeción, aunque mantiene en buen estado las fotos de los jugadores de su equipo de fútbol con las poses de unas épocas más ilustres— uno de los cuentos escritos con la característica letra de aquella maravilla de la técnica como era vuestra máquina de escribir Olivetti Lettera 32, que pasó de generación en generación hasta que los modernos ordenadores la relegaron a un apresurado olvido.
En ese momento ya sabes que el día de hoy va a ser especial. Eliges un folio al azar y después observas con atención el título escrito en él: «Las musas también tienen su corazoncito». Lo enuncias con voz seria, como de doblaje, e intuyes —o quieres ver— una ligera reacción de alegría en el rostro de tu abuelo; te dispones a comenzar su lectura cuando tu madre interviene exaltada…
—Hijo, ¿te acuerdas de ese cuento?, es de los que más me gustaban…
—Pues… no, ¿debería acordarme?
—¡Han pasado tantos años…! Es curioso, antes eras tú el que no podía dormirse si antes no te contaba un cuento tu abuelo…
»Tú le pedías que te contara uno y él se lo inventaba para ti, incluso alguna vez los terminasteis juntos. Creo recordar que este era uno de vuestros favoritos. ¡Qué curioso!, él no los recuerda porque es ya muy mayor y además está esa maldita enfermedad… y tú porque entonces eras aún muy pequeño. Tu abuelo ya vivía con nosotros al haber enviudado demasiado pronto y le recuerdo muy bien pasando a máquina, cuando volvía de trabajar, los textos que la noche anterior había garabateado en el primer folio que encontraba. Escribía con solo dos dedos, aporreando las teclas, pero yo siempre he recordado esa imagen con muchísimo cariño, por todo el que él ponía en ello. Después los guardaba con mimo en su querida carpeta. Creo no equivocarme si te digo que gran parte de esos relatos están ahora en tu poder dentro de ese ajado pero inestimable regalo. Por cierto, no te he dicho todavía que esta tarde ha logrado transmitirme, en un corto momento de lucidez, que le haría mucha ilusión que te la quedaras tú y le leyeras algo de vez en cuando, lo que tú quieras…
***
Hacía unas líneas que ya no oía su cansada e irregular respiración y que su vista había abandonado el folio para, recordando ahora sí, como por arte de magia, cada palabra con nitidez, concentrarse en el rostro, sereno, de su abuelo y en su cuerpo, ausente ya para siempre; acababa de dejar atrás su otoño particular y se dirigía con premura al insondable abismo del invierno eterno. Cuando el joven hubo terminado la última estrofa, comunicó el fatal desenlace a la enfermera de guardia con un grito mesurado y a su madre a través del móvil. A continuación, besó la cara sin vida pero aún cálida de aquel ser que seguía pareciéndole un gigante y lo abrazó como nunca había abrazado a nadie. Después se derrumbó. En ese momento descargó toda la tensión acumulada durante los últimos meses con una serie de puñetazos sordos y no exentos de ira en las paredes mientras corría el riesgo de deshidratarse derrochando lágrimas. Cuando consiguió relajarse algo, se prometió a sí mismo hacer realidad la esencia del cuento de su abuelo que acababa de narrar, extrayendo y juntando las frases más imaginativas y poéticas de cada uno de los demás.
***
Abandonas un día más el camposanto. Hasta ahora el tiempo invernal ha respetado todas y cada una de tus lecturas y no has necesitado proteger los valiosos folios de una lluvia que, respetuosa, se ausenta con cualquier excusa durante tu estancia allí, y tú bien que se lo agradeces. Eres muy consciente de que de la retahíla de recuerdos que en los últimos tiempos frecuentan y se alternan en tu activa mente, uno con la cariñosa voz de tu madre se repite con más frecuencia que el resto:
«Me dijo que le haría mucha ilusión que te la quedaras tú y le leyeras algo de vez en cuando, lo que tú quieras… Incluso cuando él ya no esté, me prometió escucharte…»

© Patxi Hinojosa Luján
(13-14/10/2015)

sábado, 10 de octubre de 2015

40 años atrás


Me parece oír una llamada y ejecuto un gesto convulsivo, un movimiento casi involuntario por el que —valga la paradoja— me quedo quieto durante un instante, inmóvil cual estatua humana en Las Ramblas; de un tiempo a esta parte pareciera una maniobra necesaria para así escuchar mejor, para entender lo que se dice a mi alrededor o lo que se me dice a mí en concreto. Aunque sé con certeza que si esto ocurre, que si así capto mejor todo lo que resuena en mi proximidad, es sobre todo por ese plus de concentración que sucede a la operación anterior. También sé que todo esto no es más que una factura a pagar por el uso —no sabría si añadir «y abuso»— de auriculares durante todos estos años, a los que desde aquí no solo perdono sino que agradezco todos los momentos de felicidad, sumergido en la clausura de mi mundo exclusivo, que me han brindado desde esos tiempos casi inmemoriales, y aquí me refiero tanto a los auriculares como a los años; además, tranquiliza comprobar que la ligera pérdida de esos sonidos agudos a que aludía la doctora en aquella revisión rutinaria no añade dificultad alguna en mi vida cotidiana.
Estoy oyendo una llamada, pertinaz, que proviene del pasado, más en concreto del año 1975, y no me sorprendo al constatar que soy yo mismo el que la realiza, un «yo» con cuarenta años menos. Ese mágico año, tengo que reconocerlo, me acabé de enamorar de manera definitiva de la Música; es más, hasta me enamoré del amor a la Música. Me permitiréis la licencia de escribirla con mayúsculas por lo menos en este relato, al fin y al cabo lo estoy haciendo a través de mis sentimientos, y así lo siento. Ese año un servidor tenía la sensibilidad a flor de piel y los acontecimientos musicales no dieron ninguna tregua para una posible desconexión emocional.
Pues bien, parece que, desde ese año, aquel muchacho casi imberbe estuviera interpelando a mi «yo» actual al grito de «ojalá estuvieras aquí», parafraseando a nuestros amigos del fluido rosa; y la verdad es que en cierta manera todavía lo estoy, nunca he dejado de estarlo… a través de la Música. El mencionado año 1975 fue muy productivo en cuanto a cantidad de lanzamientos de nuevos álbumes, pero es que además nos dejó tesoros —esperad, voy a echar un rápido vistazo a mi discoteca— como:

«Blood On The tracks» de Bob Dylan
«Zuma» de Neil Young
«Minstrel In The Gallery» de Jethro Tull
«Born To Run» de Bruce Springsteen
«Ommadawn» de Mike Oldfield
«The Who By Numbers» de The Who
«Physical Graffiti» de Led Zeppelin
«Voyage Of The Acolyte» de Steve Hackett
«Crisis? What Crisis?» de Supertramp
«Venus And Mars» de Wings
«A Night At The Opera» de Queen
«Wish You Were Here» de Pink Floyd…

… y, ¡cómo no!, el «Captain Fantastic And The Brown Dirt Cowboy» de mi gran amigo y compañero en mis aislamientos voluntarios: mi primo Elton John. En este punto tengo que agradecer a mi querido hermano de sangre ajena que frecuentara Andorra para, saltándonos el despótico retraso cultural, intentar ser un poco europeos en aquellos tiempos de incertidumbre, y empezar a sentir, no ya aires pero sí tenues brisas de libertad.
Está claro que en esta modesta lista faltan muchísimos álbumes que asimismo podrían catalogarse como joyas y que también se publicaron en ese año tan fantástico como prolífico. Hasta tal punto productivo que nuestros amigos de Genesis, que habían grabado su excepcional «A Trick Of The Tail» a finales de ese mismo año, decidieron no quitar protagonismo a Hackett, uno de sus miembros, y optaron por publicarlo el año siguiente. Año en el que también Eagles compartieron con nosotros su mítico y magnífico «Hotel California». Pienso, y que conste en acta que esto es cosecha propia, que esta maravilla debió editarse un año antes, para pertenecer asimismo al selecto grupo de nuestro mágico año pero, ante la avalancha de obras maestras, nuestro grupo, haciendo gala de la prodigiosa vista que le otorga su nombre, decidieron posponerlo para que pudiera apreciarse y valorarse en su justa medida ese trabajo del que se sentían tan orgullosos y al que tanto aportó el hoy denostado y apartado —para nuestra desgracia— Don Felder.
***
Hoy y ahora estoy escuchando unas preciosas canciones de este mismo año en el que, no nos engañemos, también las hay y en cantidad, y en mi inocencia quisiera «rizar el rizo» y compartirlas contigo, joven muchacho imberbe, porque intuyo que rondarás por aquí; intento avisarte con todas mis artes pero no lo consigo… no me oyes, debes tener, como casi siempre, puestos tus auriculares. Tendré que intentarlo más tarde, sí, lo intentaré de cara en la próxima canción, esperando recompensa, al fin y al cabo todo es cuestión de intensidad, casi siempre, ¿verdad Txetxu?…

© Patxi Hinojosa Luján
(10/10/2015)

martes, 6 de octubre de 2015

40 años después


Me parece estar viéndote con gran nitidez, como si la escena fuera de hoy y, sin embargo, han pasado cuarenta años… ¡Cuarenta años, y qué cortos se han hecho!; cierto, pero no menos cierto es que estamos hablando de cerca de media vida. Te recuerdo con nostalgia, pero lo hago mientras me sacudo la capa de añoranza que bien pudiera amenazar con falsear esa evocación. La verdad es que no has cambiado tanto. Bueno, sí en el aspecto físico, ¡cómo no!, pero tu esencia, tu personalidad con tus valores, pero también con tus defectos, permanecen apenas inalterables contra pronóstico de toda lógica temporal.
Sí, lo recuerdo bien: tú acababas de cumplir diecisiete universitarios años en esos días y los tiempos empezarían en breve a cambiar su piel por otra que pugnaba para ser más moderna y ecuánime. Por desgracia, hoy observamos con tristeza que aún tendrán que venir muchas mudas más para que nos acerquemos siquiera a una verdadera justicia social. No nos confundamos, nos han proporcionado multitud de fabulosos avances tecnológicos sin los cuales ya no podemos vivir, porque no sabemos… Y es que tras esa futurista imagen de modernidad actual se esconde la misma perversa miseria de siempre: se sigue muriendo de hambre, se sigue muriendo de sed, porque se permite, ¿por qué se permite?; el poder establecido sigue mirando hacia otro lado ante tal aseveración, y da la callada por respuesta ante la incómoda pregunta. Y nos seguimos matando unos a otros, sí, con mil y una justificaciones que solo le sirven a aquellos que incluso tienen la desfachatez de esgrimirlas como un arma más.
Pero volvamos a ti. A veces, confundido, he llegado a pensar que has tardado mucho en volver, cuando lo cierto es que durante todo este tiempo él sí ha sentido —así me lo ha confesado— que siempre has estado ahí, acompañándole en su peregrinar por vuestra vida mientras iba improvisando cambios a cada nuevo tiempo al objeto de mantenerse igual y poder así seguir asemejándose a ti.
El tiempo, al fin y al cabo esa es su misión, se ha deslizado inexorable por nuestras vidas y no se ha permitido ningún desliz ni momento de relax, lo que ha provocado que nos hayamos situado en la tesitura actual sin apenas darnos cuenta, en un par de «cerrar y abrir de ojos». Me reconforta comprobar que vosotros dos os llevéis tan bien, que os identificáis al máximo el uno con el otro. No os voy a engañar, no esperaba menos y, mientras os dedico estas sinceras palabras, pugno por evitar que un par de lagrimillas se paseen por mis ya acostumbradas mejillas.
Intuyo que también podrían estar de acuerdo con mis expectativas todos los acompañantes en esta apasionante travesía vital. Esa familia, la de sangre y la otra; esos camaradas, amigos del alma, que, sin saberlo, han sido y son actores protagonistas en esta obra de la que todavía no se han escrito los capítulos finales, aunque sí el inevitable epílogo. Tengo la seguridad de que todos ellos seguirán siendo también coguionistas, como hasta ahora, de esta, esperemos que por mucho tiempo, inacabada obra, mientras se aplican con las suyas propias, en las que yo también tengo un pequeño pero agradecido papel.
¿Sabes?, más de una vez han comentado en mi entorno que, a pesar de todo el tiempo transcurrido, él se parece mucho a ti; y van más allá al asegurar incluso que los tres nos parecemos mucho, demasiado…

© Patxi Hinojosa Luján
(06/10/2015)

viernes, 2 de octubre de 2015

Oculta


—Ahora ya no podemos verla; ¿sabes por qué?, porque eligió ocultarse allí arriba, en la cara oculta, esa a la que todos denominamos, con poco acierto, «la cara oscura de la Luna», la que no vemos nunca. Es que —te cuento—, parece ser que un buen día Selene —que así se llama la Dama, la Luna— se enfadó con la Tierra por permitir tanto desmán en su seno, y desde entonces le ofrece una única pose en la que solo le enseña alguna de sus arrugas y su ombligo, claro, como muestra de altivez y…
—Pero… ¿de quién y de qué me hablas, abuelo?, no entiendo nada…
—Tienes razón, ¡perdona hijita! Ahora recuerdo que anoche te quedaste dormida antes que de costumbre y no llegarías a oír la parte final de la historia que te estaba contando:
»Te decía que nuestra amiga, tan aventurera ella, salió a pasear una noche antes que sus compañeros, sola, y desapareció para siempre. Después de una búsqueda a conciencia, como se haría con un hijo perdido, todos están convencidos de que, tal y como era su objetivo desde hacía ya tiempo, al final logró convencerla y ahora se hacen compañía eterna. Me refiero a la Luna y a ella. Y es por eso que, desde entonces, cada noche de luna llena todo el grupo le canta al unísono a la figura del pequeño satélite —grisáceo a veces, pero también naranja, rojizo e incluso azulado— en demanda de noticias de su compañera y no desisten en su lamento hasta que, para tranquilizarles, la Luna les guiña uno de sus cráteres con tal sutileza y disimulo que nadie más puede apreciarlo. Entretanto, un miembro de la comunidad que siempre antes de finalizar se aparta del grupo con discreción, ve cómo se va agrandando esa grieta que adorna su corazón, poco a poco pero sin pausa.
—Abuelo, ¿quieres decir que ella no sabe que dejó aquí un enamorado? ¡Qué triste!, ¿no?
—Al principio no, no lo sabía, pero con el tiempo lo fue intuyendo y a cada noche de luna llena esa certeza fue haciéndose más y más grande, hasta que creyó oírlo, sentirlo; y al final acabó oyéndolo y sintiéndolo.
»Cuenta la leyenda que, a partir de ese momento, desde que sintió esa pena ajena como suya también, cada noche se desprende unos instantes de la congoja que invade su estancia en soledad, suspira desde lo más profundo de sus entrañas y lanza un apasionado aullido que no es sino un deseo: ¡ojalá estuvieras aquí!
»Y a él se le va empequeñeciendo la herida por momentos, hasta que llegue un día en el que solo quede como un tatuaje, triste recuerdo de su largo penar.

© Patxi Hinojosa Luján
(02/10/2015)