miércoles, 31 de agosto de 2016

Rebelde


En mi primera escuela, viendo que mis compañeros elegían su mano diestra para dar comienzo, con torpeza, a nuestra relación con los lápices de turno —los de trazo gris grafito y los de colores—, yo lo intenté con la otra hasta que se me «invitó» a renunciar a ese propósito con la sutileza que utilizaban las reglas de madera cuando «acariciaban» las yemas de los dedos. Pensaba en un mundo sin imposiciones caprichosas. Rebelde.
Tampoco me gustaron nunca aquellos otros señores. Estaba en los primeros capítulos de mi vida y llegué al extremo de tenerles miedo: me infundían terror con esas vestimentas tan negras, y con su manera de hablar y actuar. No acababa de entender por qué se arrogaban el derecho de decidir qué se podía hacer y decir y qué no, ni que nos inyectaran a presión el pánico amenazándonos con infiernos y purgatorios si no hacíamos, como el resto del rebaño, lo que nos dictaban. Tampoco soporté de muy buen grado que sólo se calzaran sonrisas, y de plástico, cuando querían camelarnos, como la ocasión en que quisieron vernos a todos ataviados igual, uniformados con esas túnicas blancas, unos hábitos diseñados para pasar por el aro de sus caprichos impuestos. Yo, como mal menor, no comulgué con semejante moda y deslicé mi rebeldía dentro de una especie de traje de calle oscuro que me quedaba casi tan mal como aquellas sotanas camufladas, pero… Recuerdo que respiré hondo y aguanté la respiración hasta que, ya preadolescente, pasó el mal trago; y lo conseguí sin confirmar nada con ellos. Soñaba aún con un mundo sin imposiciones arbitrarias. Rebelde.
Tiempo después, ya sin supervisor que moldeara mis hábitos, si la mayoría de la gente llevaba el reloj en la izquierda, yo en la derecha; que mis compañeros de fútbol jugaban con la derecha, yo centraba y chutaba con la izquierda. Rebelde. El mundo empezaba a parecerse a como lo había dibujado con aquellos lápices.
***
Os confesaré algo: llevo más de medio siglo siendo hincha del equipo de mis amores en territorio enemigo y a veces pienso, equivocado, que los insurrectos son ellos; aunque enseguida reconozco que soy yo el que se comporta como tal. Siempre he sido un poco, y lo seguiré siendo, rebelde.
***
Si a pesar de todo lo que os he contado, llegado el día os decidís a asistir a mi entierro, no perdáis el tiempo buscándome allí, no pienso acudir; con toda seguridad estaré muy ocupado observando cómo reacciona la Dama de negro cuando, después de mi último movimiento frente al tablero de sesenta y cuatro casillas, le susurre con pausa en el oscuro y vacío lugar donde debería hallarse su oído: ¡Ja-que-ma-te!…
Rebelde, sí.

© Patxi Hinojosa Luján
(31/08/2016)

miércoles, 24 de agosto de 2016

Queremos contarte algo…


El crucial momento se estaba aproximando, ya no se podía retrasar mucho más. Notaba en el ambiente la tensión previa; las conversaciones con frases más cortas de lo habitual, las respuestas monosilábicas a sus demandas, en la mayor parte de las ocasiones, no le habían pasado desapercibidas. Decidió que, llegada la ocasión, estaría preparada.
Subió a su habitación y se encerró en ella después de deslizar el pestillo de la puerta; a continuación tomó asiento frente a su escritorio. Se quitó las gafas justo un instante, el necesario para restregarse los ojos; cogió un folio y empezó a escribir:

«Queridos papás»

Paró de golpe, puso la palma de su mano izquierda abierta sobre la hoja y, retrayendo los dedos, la convirtió en una bola deforme que tiró a la papelera camuflada como canasta de baloncesto, encestando. No hubo ovación que jaleara dicho acierto, sólo la efímera satisfacción personal. Con un pañuelo de papel secó sus ojos y mejillas; cogió otro folio y volvió a empezar…

«Queridos papás:
Estoy preocupada, es que me parece que estáis enfadados conmigo porque mis notas han bajado un poco en los últimos exámenes. No os preocupéis, en los próximos volveré a tener las notas de siempre, ya lo veréis. Lo que ocurre es que he pasado unas semanas preocupada por un sueño que tuve y que me ha tenido pensando en una cosa todo este tiempo. Soñé que era adoptada, que no sois mis padres verdaderos y eso me puso muy nerviosa y triste; he estado imaginando cosas muy raras que me han distraído. ¡Qué tontería!, ¿verdad? Ahora vuelvo a estar tranquila otra vez. De todas formas, aunque eso fuera cierto, ya no me importa nada, sólo vosotros sois mis padres desde siempre y para siempre, pase lo que pase. Os quiero mucho, no lo olvidéis.
Vuestra hija.»

Dobló la hoja por la mitad y la deslizó debajo del cuaderno de mates, aunque sabía que esa precaución era del todo innecesaria.
Cuando salió al pasillo, escuchó unos susurros provenientes de la planta baja de la vivienda que no eran sino una conversación que intentaban mantener sus padres con discreción. Aquellos cesaron al instante y entonces oyó a su padre dirigirse a ella con determinación al haber oído sus pasos en el pasillo:
—Hija —tuvo que hacer una pausa para carraspear—, ¿puedes bajar un momento al salón, por favor?
—¿Pasa algo? —preguntó, intranquila, haciendo una especie de tirabuzón en su melena con uno de sus dedos.
—Queremos contarte algo…
—Voy enseguida —gritó, aún más nerviosa, mientras volvía sobre sus pasos para entrar en su cuarto y coger la nota que acababa de dejar.
Bajó al comedor.
Se sentaron los tres a la amplia mesa del centro, la chica frente a los mayores. Éstos se miraron a los ojos, asintieron al unísono, y fue el padre el que tomó la palabra:
—Como te he dicho antes, hija, queremos contarte algo.
—Esperad un momento, porfi, antes quiero daros algo —dijo ofreciendo la hoja doblada al aire donde una mano femenina se adelantó a cogerla.
La desdobló y la colocó de manera que los dos pudieran leerla. Cuando acabaron, ella apoyó la nota en la mesa y miró a su hija con ojos vidriosos; a continuación buscó a su marido con una expresión de sorpresa que fue más una solicitud de ayuda. Ambos se encogieron de hombros a la vez en una clara confirmación: la de la aceptación de que no tenían ni la menor idea de la procedencia o no de trasmitir a su hija aquello tan importante y para lo que llevaban preparándose tanto tiempo…
***
Han pasado dos días desde la trascendente reunión familiar, los mismos dos días que lleva su hogar liberado de la tensión que espesaba el aire hasta dificultar las respiraciones. Las mismas cuarenta y ocho horas que hace ya de que padres e hija se desenvuelven sin la pesada mochila que cargaban antes con el peso cada vez mayor de la verdad oculta, de la cruda confesión por realizar y escuchar.
El ambiente ha ganado en luminosidad y ahora los pasos por la vida de sus moradores son mucho más ligeros.
***
Una madre se dispone a vaciar una de las papeleras de la casa cuando repara en algo, un papel arrugado; lo desdobla y, prestando toda la atención, consigue leer con dificultad dos palabras bajo lo que piensa que es la marca, ya reseca, de una lágrima que ha hecho correr la tinta. No puede evitar que otra suya caiga justo encima de la de su hija; la deja secar sin prisa mientras se dirige a su dormitorio. Allí, escondida en el altillo del armario, a una carpeta llena de hojas —con dibujos que no esconden sus trazos infantiles— le aguarda una nueva y extraña compañía, la segunda en dos días, sin ilustraciones como la anterior pero con tanta alma como las que atesoran aquéllas.

© Patxi Hinojosa Luján
(24/08/2016)

lunes, 22 de agosto de 2016

Caricias


Ella lo acarició sin disimulo, de abajo arriba, de arriba abajo, como si su relación viniera de muy atrás. Él, mimoso, se dejó hacer mientras tecleaba en su viejo portátil, vacilante, párrafos del comienzo de su proyecto más inmediato y ambicioso que no era otro que el intento de escritura de su primera novela. Ella, como casi siempre, acabó despeinándolo, robándole una mueca de resignación.
Pasaron los minutos, y también los días, y él siguió ofreciéndose para el juego de roces; llegó un momento en el que sin las caricias no era capaz de escribir una sola frase decente. Estaba siendo seducido día tras día sin saber su pretendiente que había sido conquistado ya desde un primer momento.
***
Desde hace semanas, y siempre que no llueve, acostumbra a bajar al jardín a ejecutar su creativa tarea, por lo que pronto se ha adaptado al plácido rumor ambiente y a los olores de la naturaleza; y con bastante frecuencia está presente la misma cariñosa compañía. Tampoco ha tardado demasiado en acostumbrarse a los ladridos que le llegan del chalé más cercano; ha llegado a pensar que son producto de unos incomprensibles celos, aunque al cabo de unos días la desaparición de aquéllos le hace sospechar que el joven perro vecino o bien respeta su concentración, la que necesita para avanzar en su tarea con un mínimo de coherencia, o bien le ha declarado vencedor en aquella no declarada pugna de afecto y se retira con discreción a un segundo plano, por extraño que esto pudiera parecer.
***
Han pasado unos cuantos meses y nada es igual a pesar de no haber cambiado nada en lo esencial. La novela, con este penúltimo intento, parece que llegará a ser una realidad; avanza a buen paso y algunos de los últimos capítulos los ha escrito en compañía del cachorro, al que ahora dejan acercarse hasta «su» banco y ya se ha convertido en un amigo más. Pero casi nunca están solos, ella les suele acompañar.
Los dos disfrutan juntos de las mismas atenciones por su parte, de las mismas caricias; ninguno de los dos es discriminado por ella, la brisa tiene por norma no hacerlo.

© Patxi Hinojosa Luján
(22/08/2016)

Abandonadas


Debió colocarlo, antes de su ineludible partida, uno de los postreros huéspedes en abandonar la Villa: en la puerta principal, un cartel escrito a mano —con trazos apresurados y que reza «el último que cierre y que apague la luz»— destila el aroma de una nostalgia cercana.
A pesar de tener que invertirse el orden de las acciones de la cita, ésta no cae en saco roto y la petición se cumple en silencio, con el máximo respeto. A partir de ese instante, las instalaciones intentan fijar en su inerte memoria el recuerdo de todo lo que fue, y también de lo que no, recuperándolo de su habitáculo temporal donde mora impregnando las partículas del aire.
El espacio ha quedado en la penumbra artificial que suelen ofrecer las ventanas cerradas cuando lo son de par en par, a la espera de la oscuridad de la noche; mas cuando ésta llega de paso, unos tenues brillos plateados la desafían con sus intermitentes aunque sincronizados destellos luminosos, como si de un cortejo de luciérnagas macho se tratara. Pudieran ser los brillos de unos trofeos que no se cuelgan del cuello sino que se depositan en las almas de quienes se sienten vencedores aun sin que cámara alguna los enfoque para su vanagloria; lejos del influjo mediático, ellos son los verdaderos triunfadores, los que no se han defraudado a sí mismos ni a todo el trabajo previo realizado junto a las expectativas que se generaron. Pudieran ser, sí, pero no es éste el caso…
En un rincón de la sala de lectura, encima de una mesa baja, unas medallas intentan llamar la atención a sabiendas de que no será fácil, no por el momento. Han sido menospreciadas, olvidadas allí debido a la frustración de sus poseedores que no han podido soportar no ganar una vez más; se niegan a valorar lo que han obtenido y maquillan su despecho con la esperanza de que quizá un día sí lo consigan.
Son brillantes. Son de plata. Y han sido abandonadas.

© Patxi Hinojosa Luján
(22/08/2016)

viernes, 12 de agosto de 2016

Desde mi ventana


A través de mi ventana veo cómo el viento saca a bailar a las ramas más osadas de los árboles que custodian nuestro barrio, las que nacieron, crecieron y habitan en las zonas más elevadas de sus orgullosas copas. Los valses suenan a un volumen moderado, como para no molestar, y sus ritmos y cadencias acaban sumergiéndome en un sueño embriagador.
Una risueña algarabía me saca del letargo y dirige mi atención allí abajo, a ras de césped, adonde dirijo la vista al instante; lo que veo me saca una sonrisa, a pesar de todo: unos chicos, algunos niños pero otros no tanto, persiguen a sus particulares pokémones con la ayuda de coloridas pelotas de goma que no dañarían ni a una mosca. En un momento dado aquéllos se cansan de huir y frenan de golpe; se giran retando a sus perseguidores y, emitiendo unos cuantos ladridos que no consiguen esconder sus alegres expresiones, se lanzan a su encuentro ignorando pelotas y reglas no escritas. Caigo en la cuenta de que nadie se ausenta de la escena mirando pantalla alguna.
Una pareja lanza hacia donde corren las mascotas algunas de las pelotas que éstos han ignorado por caer en sus dominios de intimidad y ternura, y, volviéndose a parapetar detrás de un tronco de gran envergadura, continúan a lo suyo después de lanzar al aire la pregunta tantas veces repetida cuando la pasión sigue a flor de piel: «¿por dónde íbamos?»
Reparo en que un hombre de mediana edad está en uno de los bancos «sembrados» en la zona verde intentando leer un voluminoso libro; y digo «intentando» porque alterna la mirada entre las hojas de la que, no sé por qué, intuyo una novela, el desenfadado jugueteo de los chicos con sus perros y la chica que, en el banco contiguo, no para de escribir —y en ocasiones también de tachar— en las páginas de una libreta desgastada por el uso. Me lo imagino pensando que quizá —quién sabe—, sea ella la escritora «culpable» de su próxima lectura. No creo que él se imagine que nadie pueda imaginarlo así.
Yo sigo sonriendo mientras disfruto de mi privilegiada posición, pese a esta ciática que pugna con el incipiente dolor de muelas en un intento de impedir —sin conseguirlo— que preste atención a escenas como las anteriores, que de veras merecen la pena; eso sí, de momento seguiré haciéndolo desde mi ventana…

© Patxi Hinojosa Luján
(12/08/2016)

martes, 9 de agosto de 2016

Cartas a tres manos


La vivienda conserva la apagada decoración que su propietario, con la desidia de quien no piensa utilizarla, escogió para ella antes de ofrecerla en alquiler. Hace tiempo que los floreados papeles pintados que decoran el salón, con predominio de unos grises tonos marrones, permanecen invisibles a los ojos de quienes no se han atrevido a cambiarlos por aquello de la incómoda provisionalidad, a pesar de que desde un principio echaron en falta unos colores más alegres. Para compensar, de cuando en cuando sacan de sus chisteras chispazos de ilusión que esparcen sin control para enriquecer las escalas cromáticas que colorean sus universos particulares; por paradójico que pueda parecer, algo de esto ocurre ahora cuando se apagan las seis bombillas que iluminan desde la lámpara de su techo dicha estancia y ésta queda en la acogedora penumbra que ofrecen unas pocas velas colocadas en lugares estratégicos. Enfrentadas en torno a una mesa baja de madera, dos figuras gesticulan, parece que se disponen a hablar…

—¡Mamá, carta de papá! —Al instante, unas miradas cómplices se cruzan, inseguras, en un repentino silencio que enseguida desaparece.

El padre de la chica que acaba de hablar, esposo a su vez de la interlocutora de ésta, se levanta de su sillón favorito mientras carraspea y menea la cabeza en un claro gesto de disconformidad. Reflexiona un instante y piensa: «es sábado, y los sábados está prohibido enfadarse». Lo piensa, sí, aunque rara vez él conjuga ese verbo, no importa el día que sea de la semana.

—A ver, hija… déjate de bromas, ¡chistosa!, respeta tu rol, ¡que tú aún no has nacido, por Dios! Recuerda que hoy interpretas el personaje de mamá, aún soltera, y que la carta es de su novio, que está en la mili. Ya sabes que en esta primera parte tu madre hará de tu abuela, y que es ella la que informa de que has recibido correspondencia, ¿ok?

El varón vuelve a sentarse y continúa con su discurso:  

—Si no tenéis paciencia y os leéis con atención el guion, ¡las dos!, esta escenificación estará condenada al fracaso más absoluto y la sorpresa que quiero prepararle al «Tito» se quedará en nada —el grandullón que así habla, no obstante, no aparenta enfado alguno mientras dirige estas palabras a las improvisadas actrices, huelga decir que aficionadas ambas—. Como te adelanté, hija, tú tendrás que leer, si no consigues memorizar, lo que está escrito en negro, y mamá tiene que hacer lo mismo con lo que está en rojo, ¿lo habéis entendido las dos? Pues venga, nos tomamos media hora para releer el texto y lo intentamos de nuevo desde el principio, y así de paso bebo algo, que me muero de sed, ¿de acuerdo? —La emoción y los nervios han hecho acto de presencia secándole la boca.
—¡De acuerdo! —sueltan al unísono las mujeres, aunque quince minutos después su impaciencia ya está pidiendo permiso para retomar la acción, permiso que es concedido.

De nuevo llega el turno para el teatro, ahora en serio:

—¡Hija, carta de tu novio! —exclama la madre, quien fuera destinataria en la vida real de unas cuantas misivas similares casi treinta y seis años atrás; mientras, realiza un esfuerzo ímprobo para no dejar escapar una gran sonrisa que no figura en el guion.
—¡¡¡Bieeeeeeeen!!! Casi me quedo sin paciencia y sin uñas; ni ayer ni anteayer he recibido correo y la espera se me estaba haciendo muy larga, demasiado. Con tu permiso, voy a mi cuarto a leerla con tranquilidad. —La chica, esta vez sí, se ha metido en su papel a la perfección, interpretando a su joven madre cuando ésta aún no llegaba a su propia edad.
—No creo que te diga nada que no puedas leer aquí, ¿no?, ¿o es que es de esos frescos que le dicen cualquier impertinencia a las mozas y hacen que se ruboricen?
—¡Mamá, ya te he dicho un montón de veces que Eduar es buena gente, demasiado buena gente incluso…! —Se toma una licencia al estar ensayando e improvisa un guiño cómplice como regalo para su padre quien, atento, alterna la mirada entre las que son su hija y su mujer en la realidad y que interpretan a su novia y a su futura suegra de antaño, y siente que está orgulloso de ambas.

La escena continúa y la joven aprendiz de actriz, que hace un ademán para indicarnos que se cambia de cuarto, aparenta leer la carta. Ésta no es sino un folio que, después de desdoblarse, se delata al no contener palabra alguna. Poco después invierte el gesto para indicar la vuelta a su posición inicial.

—¿Y qué, qué te dice tu amado amante? —apremia, con algo de sorna, la figura de la madre.
—Pues lo de siempre, mamá: que me quiere mucho, que me echa de menos lo que no está escrito, que las horas se le hacen eternas y que no ve el día en que por fin le licencien para regresar a casa y ya no volver a separarse más de mí. —Gesticula aquí una sonrisa bobalicona, con una exageración premeditada, precediendo a un instante de meditación dentro de un respetuoso silencio.

Acabado el breve momento de reflexión, añade:

—Y, como siempre, la firma es suya, sí, pero el trazo del resto de la carta es diferente. A mí no me engaña, me da a mí que ese compañero suyo del que nos habla las pocas veces que consigue comunicarse por teléfono, como si de su amigo más querido se tratara, algo va a tener que ver… De ésta no pasa, tengo que preguntarle sin rodeos si le encarga que escriba las cartas en su lugar. En todo caso, poco me importa porque lo que leo siempre acabo sintiéndolo como si me lo recitara su propia voz desde su corazón, lo conozco bien…

Llegados a este punto, su madre frunce el ceño, algo desconcertada puesto que desconoce estos extremos al haberse concentrado en su propio texto, ciñéndose en exclusiva a su color; y lo está también por su evidente inocencia.

—Vais muy bien chicas, ¡eso es! —interrumpe, fuera de programa, el varón de la casa, esquivando la sonrisa que intenta aparecer.

La novia coge un nuevo folio en blanco, que en esta ocasión no engaña a nadie, y hace como si, de nuevo en su cuarto y de manera teatral, procediera a redactar la respuesta mientras murmura lo que va escribiendo, en teoría, pero sin que nadie pueda entender nada. Después vuelve a su posición inicial.

—Bueno, ya está, iré ahora mismo a echar la carta al buzón de la esquina para que la reciba lo antes posible —comenta con gesto radiante.
—¿Al final, le has preguntado sobre esa duda que tienes? —Quieren saber, presa de la curiosidad, las dos madres, la de la ficción y la de la vida real, porque así se indica en las líneas de color rojo, y porque la novia del pasado empieza a intuir que algo se le ha escapado durante todo este tiempo.
—No, al final no. Prefiero que me lo diga cuando le apetezca, si es que le llega a apetecer algún día. Al fin y al cabo, como he leído hace poco no sé dónde, «los regalos, los tesoros, nunca, pero nunca, son lo que contienen las cajas, sino siempre las manos que los ofrecen, ¡siempre!» Esta frase me ha marcado y creo con sinceridad que aquí, salvando las distancias, puede aplicarse a la perfección. No me importa nada en absoluto el medio que haya utilizado Eduar para recordarme lo que siente por mí. Es más, si ha tenido que acumular el coraje suficiente para solicitar semejante favor, creo que ello le da más valor, si cabe… —La madre no sabe ya qué pensar, aunque el hecho de que su guionista y director particular les haya dicho que queda aún un segundo acto que se representará al día siguiente, le tranquiliza un tanto, a pesar de no haberles entregado ningún texto adicional.

Unas pocas frases después acaba el ensayo y vuelve la cotidianidad de los días apresurados, aunque ahora no todo siga igual; quizá nadie repare en ello de momento, pero se puede apreciar una flamante luz en la casa, como si algunos de los ramos que adornan la pared del comedor presentaran flores nuevas con múltiples y vivos chispazos de color, desafiando al predominio de los tristes marrones y a su suerte de abuso.
El paso del tiempo muestra una vez más su inexorabilidad y a la siempre misteriosa noche le sigue un nuevo amanecer, que si bien es desesperanzador en ocasiones, en otras como ésta no lo es en absoluto.
***
La cocina recibe los aires del domingo con la ventana abierta de par en par; el Sol se acaba de levantar y su luz ya inunda el ambiente ayudada por el blanco de los muebles y electrodomésticos, que la magnifican. La animación que se observa a tan temprana hora no es nada habitual en días que, como éste, son de teórico descanso; ello bien pudiera ser debido a que la impaciencia se muestra aquí como un personaje más de la escena.

—¿Qué nos toca hacer hoy? —preguntan casi al unísono, intrigadas, las dos ilusionadas actrices noveles sin siquiera haber terminado sus respectivos desayunos.
—En primer lugar, repetir de manera oficial todo lo de ayer; después vendrá un ejercicio de improvisación. Cuando llegue el momento ya os avisaré, espero que no se demore; aunque ya os adelanto que vais a pasarlo bien. —Eduar mira su móvil, inquieto, a pesar de ser consciente de que, como en la mayoría de las ocasiones en que repite esta acción, retira la vista sin haber memorizado qué hora es.

Pasan un par de horas hasta que suena el timbre de la puerta y el que la franquea cuando es abierta no es otro que el «Tito», que había anticipado su visita una semana antes a su amigo, aunque a éste se le hubiera «olvidado» comentarlo con su familia. Después de las salutaciones de rigor, besos y sentidos abrazos incluidos, y de colocar en el frigorífico la botella de champán que trae como presente, se le insta a que tome asiento en la butaca central del salón, que hoy no utiliza Eduar, previo ofrecimiento del aperitivo que ese momento, por ser media mañana, demanda.
Unos minutos más tarde, y dejando la estancia a esa media luz ya familiar para ellas, las chicas proceden a representar las escenas ensayadas el día anterior bajo las atentas miradas masculinas, fija la del invitado e inquisitoria en tres direcciones la del promotor del evento, muy concentrado y más emocionado.
Acabada la corta función se instala en el ambiente un incómodo aunque breve silencio que es cortado por una salva de sinceros aplausos masculinos.

—¡Qué sorpresa, ya no me acordaba de esa anécdota! —suelta el visitante a bocajarro.
—Bueno, ahora entramos en la parte de la improvisación, porque lo que viene no está escrito, ja, ja, ja. —Eduar parecía estar disfrutando al imaginar que sucedería lo que esperaba.
—¿Vais a explicarme de qué va todo esto, par de pillastres? —La esposa, un tanto incómoda, requiere una respuesta por parte de los varones, una respuesta que empieza a entrever aunque no quiera reconocerlo.
—Pero mamá, ¿de veras no has entendido lo que nos ha querido explicar papá relacionándolo con la visita de este granuja? —interviene la hija, entre carcajadas, mientras propina un medido codazo al «Tito».
—La verdad —piensa éste en voz alta mientras teatraliza un exagerado gesto de dolor en su costado—, como en su día no le di ninguna importancia, esos recuerdos se habían escondido en lo más profundo de mi memoria junto con otros de la misma época. Ahora los visualizo con claridad y las sensaciones que me vienen son muy gratificantes. —Dicho lo cual se levanta de su privilegiada ubicación para dar un abrazo a su amigo del alma bajo la atenta mirada de las chicas.
—Entonces —vuelve a intervenir la madre, más tranquila—, ¿es cierto que todas las cartas que me enviaste desde el cuartel las escribió tu amigo y tú sólo las firmaste?
—Veo que todo este montaje ha servido para algo, cariño… Y te diré, en mi defensa, que yo siempre le dictaba lo que quería decirte, y él a veces, sólo a veces, le daba una vuelta si no le gustaba del todo cómo quedaba. Me refiero a las formas, nunca al fondo, ¡que quede claro! ¡Y lo bien que me quedaba la firma…! —añade en tono humorístico el novato director teatral como queriendo rebajar una tensión que, por otra parte, ya ha desaparecido por completo.
—Recuerdo que ya por aquel entonces —interviene de nuevo el invitado—, no te gustaba nada escribir, Eduar, aduciendo mala letra, por lo que aprovechabas que yo le escribía casi diario a mi chica para camelarme y que así, ya puestos, añadiera unas cuantas líneas más. Ahora sería incapaz de hacerlo, he perdido casi por completo la costumbre de escribir a mano y me cuesta una barbaridad. Señora —añade imitando un ademán de galanteo de época—, espero que esta revelación no la haya incomodado, al fin y al cabo era eso o que se espaciara bastante más la llegada de noticias y doy por supuesto que tal posibilidad no le hubiera agradado lo más mínimo.

La «Señora» asiente, risueña, y busca con la mirada a su marido.

—¿Quieres que te diga algo, cariño?, si en su momento intuí algo, te aseguro que ahora no lo recuerdo en absoluto. Y, asumiendo como propio lo que ha interpretado nuestra hija cuando me personificaba, te diré que no me importa, al contrario, me siento orgullosa de ti; y… ¡muchas gracias por prestarme tan bellas palabras!  —Se acerca a él y le da un discreto pero sentido beso en los labios que deja el sabor de la promesa de una sesión de pasiones pendiente… sólo hasta que llegue el oportuno momento de intimidad.

Eduar, satisfecho por cómo se va desarrollando todo, recuerda algo de pronto y se dirige al tocadiscos; deposita allí la aguja sobre los surcos de la canción Whatever You Want, del disco homónimo de los Status Quo. En el instante en que empieza el estribillo, las damas de la casa se ponen a cantarlo al unísono con un repetido «queremos champán». Ellas recuerdan a la perfección lo que Eduar les contó en más de una ocasión: que él y su colega allí presente cantaban así la famosa estrofa de dicha canción cuando se evadían —dejémoslo ahí— en el bar del cuartel y la pinchaban un día sí y otro también en el jukebox del mismo.
Mientras, haciéndoles los coros a las chicas, los dos amigos sirven cuatro copas del dorado líquido que ya ha recuperado la temperatura adecuada. Quedan aún unas cuantas historias por las que bien merece la pena mirarse a los ojos y chocar unas copas.
***
El cielo vuelve a estar generoso esta noche y nos ofrece un regalo para la vista en forma de un círculo perfecto, brillante y plateado: la Luna, que sale a pasear con la certeza de que, como en ocasiones anteriores en que se muestra plena, se quedará sin poder charlar con el Sol porque la recibirá la oscuridad de la noche. Sigue siendo la reina de la bóveda celeste, pero en su soledad pugna con unas velas que se van consumiendo más rápido de lo que sería deseable. En la intimidad de un salón que mantiene la calidez de unas conversaciones repletas de historias recobradas, en un momento dado una ligera corriente de aire disfraza de guiño la mirada de aquellas velas; los cuatro ocupantes no se dejan engañar y coordinan una mirada que busca más allá de la ventana abierta en la creencia de que dicho efecto ha sido obra del satélite, que se ha pasado a saludar. Agradecen el figurado gesto con una reverencia teatral y continúan con el sano ejercicio de buscar nuevas excusas por las que brindar, a pesar de que hace tiempo se agotó el champán…
***
El telón tarde o temprano terminará por bajar y, como nosotros ya hemos presenciado más que suficiente, procedemos a retirarnos con discreción.

(Este texto parte del relato «Cartas a dos manos», ampliado y mejorado con la valiosa ayuda de Gabriel Frau Gomila)

© Patxi Hinojosa Luján
(10/12/2015-04/08/2016)

lunes, 8 de agosto de 2016

El regreso


Tomó la última curva y entonces la vio allí, al fondo del camino, desafiante. En ese momento los pensamientos se amontonaron en su cansada mente; se deshizo de los superfluos y se quedó con la sensación de alivio que le inundó al sentirla tan cerca. Siguió caminando mientras iba interiorizando la firme idea de que su regreso, esta vez, era para quedarse.
El camino se bifurcaba a cincuenta metros del destino y justo en el vértice de la escorada «Y» decidió tomar el ramal izquierdo para entrar en su casa por detrás. Nervioso, buscó la llave en su riñonera y con ella en la mano llegó hasta la puerta. Intentó introducirla en la ranura pero no pudo; pensó que quizá se hubiera confundido pero enseguida desechó esa idea: la llave era esa, no cabía la menor duda. Inspiró y expiró con calma, a fondo, y lo intentó de nuevo, sin éxito. Iba a probar por tercera y última vez, a sabiendas de que el resultado sería el mismo porque el inquilino había cambiado la cerradura con total seguridad, cuando oyó un fuerte portazo proveniente del otro lado de la casa, de su puerta principal.
Buceó un instante en sus recuerdos y corrió en el sentido de las manecillas del reloj todo lo rápido que pudo esquivando los obstáculos —ornamentales, pero también naturales—, bordeando los muros en lo posible hasta llegar al punto del estruendo. Llegó jadeando, y mientras a su derecha aún pudo ver el colgante que, con un sutil balanceo, nos acogía con el «Ongi Etorri» y que trajo de su anterior viaje, a su izquierda, en el ramal derecho que no tomó al final del camino, una figura caminaba decidida, alejándose a buen paso, como escapando de algo o de alguien. La llamó en el silencio de un requerimiento mental con un grito mudo que no era sino una orden. Obtuvo un resultado inmediato: Vio que aquélla frenaba en seco aunque no se giró; miró por encima del hombro para regalarle una sonrisa que escondía toda una declaración de intenciones y continuó, ahora con paso más moderado, hasta perderse tras la primera curva, que ya nunca más sería la última.
Se sentó a descansar en un banco del jardín. No necesitó quitarse antes la pesada mochila negra y naranja: hacía unos minutos que descansaba en la espalda de quien ya se alejaba por el conocido y transitado sendero, ancho y, como casi siempre, herboso.
***
Un rústico y bello asiento de madera tallada es testigo privilegiado de un hecho no muy frecuente que es amparado por la oscuridad con que lo envuelve la noche: una silueta humana se va difuminando poco a poco, mas su esencia vital continúa en el acomodo corpóreo que le da quien lo vuelve a intentar una vez más...

© Patxi Hinojosa Luján
(08/08/2016)