martes, 27 de septiembre de 2016

Menor


Acabamos de entrar en una nueva estación, esa que se desprende de caprichosas lágrimas en forma de hoja para conformar senderos resbaladizos; Juliette se ha levantado animada, exultante, es el primer sábado otoñal y siente rebosar una energía de la que no tardará mucho en conocer su origen. Tararea mientras desayuna, canta en la ducha y baila cuando la humedad ambiental le permite terminar de secarse y vestirse. Reflexiona un instante y se confiesa a sí misma que le gustaría no despojarse nunca de tan agradable sensación.
Jocelyne está, junto con sus compañeros del coro, interpretando una canción ligera popular, pero está intranquila, desazonada; su mente viaja a mundos que le son ajenos y extraños y en los que no logra ubicarse. Para cuando una leve náusea se ahoga antes de llegar a su garganta, hace tiempo que ya no participa de la alegría coral.
Juliette, aprovechando la bondad de los primeros días de otoño, ha decidido dar un largo paseo por el parque y la playa después del cual, y antes de regresar a su hogar, pasará por la tienda del barrio —que pareciera no cerrar nunca— a comprar el pan y algún que otro alimento que demanda su despensa. Piensa en Denis, su pareja, que pronto volverá de una formación a cargo de su empresa y se le ilumina una expresión de felicidad en el rostro.
Jocelyne se excusa ante sus compañeros y el director aludiendo un malestar que sí es tal y emprende camino a casa. Piensa que no probará bocado de sea lo que sea que Frédéric, su chico, haya preparado para comer, tan sólo ansía llegar a su hogar y tumbarse a descansar un rato esperando que aquél no se sienta defraudado por ello.
Juliette acaba justo de volver de su paseo cuando escucha que llaman a la puerta; es Denis, que se presenta con una doble sorpresa en su equipaje: llega un par de días antes de lo previsto y lo hace con la grata noticia de que un proyecto suyo, bautizado como «Juliette», ha resultado ganador entre todos los presentados por los compañeros de su empresa durante la supuesta formación, con lo que sus futuros laboral y económico están asegurados; aunque no es eso lo que más le ha emocionado a su chica, ni a lo que más atención ha prestado después de que le recordara —más que confiara— que ella ha sido siempre su fuente de inspiración constante desde que tuvo la inmensa fortuna de cruzarse en su camino.
Jocelyne da la vuelta a una esquina y encara su calle cuando a lo lejos aprecia una multitud que se hace mayor a medida que se va acercando. Cuando está apenas a una veintena de metros, alguien se gira, la reconoce y corre a su encuentro obligándole a parar en seco. Le aconseja que no siga, no debería ver la escena que el grupo de gente, arremolinada en torno a algo que observan en el suelo, le esconde con sus cuerpos. Siente que su corazón se para una, dos veces, como si le diera vuelcos con irregular periodicidad. Nadie le dice nada, pero ella intuye lo peor. Cuando consigue respirar con algo más de tranquilidad, se acerca apoyándose en otros dos vecinos menos sensibles que el primero hasta que recibe una brutal bofetada emocional cuando ve a Frédéric, ataviado con el delantal que le regaló en Navidad, destrozado en la acera dentro de un charco de su propia sangre. Tres pisos más arriba, una ventana abierta de par en par ha sido testigo mudo de la tragedia de quien no ha encontrado motivos para esperar el final que algo o alguien tendría ya decidido para él, y ahora golpea las contraventanas contra el muro demandando atención.
Juliette no necesita recordarse a cada momento que Denis la tiene en un pedestal, que la ha convertido en el eje de toda su existencia, le basta con disfrutar cada instante de su amor mutuo y complicidad y verlo y verse así de felices.
Jocelyne busca en lo más profundo de sus recuerdos y sentimientos una razón, el motivo que explique lo inexplicable: por qué su pareja ha tomado tan trágica decisión; pero también y, sobre todo, busca entender cómo es posible que ella no haya sido capaz de darse cuenta de lo que estaba pasando por la cabeza de su amado para intentar ayudarle. Mas no piensa con claridad, no puede. ¿Será sólo que no lo supo ver o es algo aún más duro? Su mente es ahora un hervidero de sentimientos, emociones y pensamientos encontrados y en un arranque de valentía —que no es sino un intento de martirizarse generado por el propio dolor— se pregunta si no será ella la verdadera causante del cruel acto especulando que tal vez no haya sido capaz de llenar la vida de su compañero y hacerle feliz.
El Sol empieza su trayecto descendente cuando tanto Juliette como Jocelyne sienten la necesidad de llamarse para contarse sus recientes vivencias; ambas se dan de bruces con una línea telefónica ocupada. No han compartido fortuna en la vida, aunque sí padres, y algo más… Gisèle, su madre, las parió a las dos el mismo día: primero a Jocelyne de parto natural, y después a Juliette, la mayor, por cesárea debido a complicaciones de posicionamiento de última hora que, por contra, evitaron el trauma propio del nacimiento por la angosta vía. El azaroso destino se empeñó desde un principio en minimizar las semejanzas de las dos hermanas gemelas ensañándose al propiciar y potenciar las máximas diferencias entre ellas. 
Según la creencia de muchos, ambas también serían hijas de un mismo dios; mas si ello fuera cierto, lo serían, no me cabe duda alguna, de un dios menor…

© Patxi Hinojosa Luján
(27/09/2016)

jueves, 22 de septiembre de 2016

Aquella sensación


No fue un sonido el que nos alertó. La impoluta estancia estaba ofreciendo durante esos días un silencio no perfecto respetado por las emociones contenidas; éstas ralentizaban cada acción mientras los susurros de nuestras conversaciones surcaban el aire cual subtítulos garabateados en él sin ánimo de molestar. Susurros, por si en un descuido de quien sabe quién hubieran podido llegar a leerse con sus —en apariencia— dormidos oídos.
Tampoco la vista nos advirtió de nada que pudiera salirse de un guion que ya nos sabíamos de memoria, el de Miradas desde mundos distantes, la triste película estrenada en los particulares cines de demasiados hogares.
Cierto es que durante toda la estadía mantuvimos la concentración para que el tacto tuviera suma importancia; mejor dicho, los dos tactos. Nos esmeramos para que el cariño y el respeto envolvieran dichos y hechos mientras, como recompensa, se nos obsequiaba con la calidez del contacto de su piel cuando acariciábamos la de sus manos y cara disimulando lloros convulsivos.
Por intuir, sospechábamos que el desenlace pudiera presentarse en cualquier momento, aunque aquí el olfato, distraído él por desocupado, nada tuvo que ver.
No, no fue ninguna alerta de nuestros sentidos lo que hizo que ese mediodía, con sólo mirarnos, tomáramos la decisión de frenar en seco y volver sobre nuestros pasos decididos así a alargar nuestra compañía diaria… hasta ese final que ya se presentía próximo y que se certificó poco después. Justo en aquellos instantes previos al desenlace tuvimos la sensación de que allí había algo más, algo diferente a todo lo que conocíamos hasta entonces; lo percibimos como una entidad intangible, sobrenatural e inalcanzable, y reveladora… A día de hoy la tenemos bien presente, porque no la olvidaremos jamás; no en vano, cuando entrábamos en los últimos cien metros de la carrera sin saberlo, nos deparó la oportunidad de acompañar su despedida en paz.
Después llegaron miradas cruzadas, barbillas trazando asentimientos, nudos en las gargantas, pulsador encendido, enfermera acudiendo; su confirmación, nuestra aceptación…  
Y con la frialdad con que nos envuelve la pena y la resignación enraizada por el inexorable paso del tiempo, ahora rememoramos el trascendente momento con toda claridad: nuestra afortunada reacción se debió a esa extraña percepción; sin duda fue provocada por aquella sensación…

© Patxi Hinojosa Luján
(22/09/2016)

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Privilegio


Los últimos días se han presentado envueltos en amaneceres perezosos. Amaneceres con el freno de mano echado, como si no quisieran ocultar la desidia de quien sabe que ha dejado en el camino parte de su alma y convive con la certeza de que, para recuperarla, deberá viajar bien lejos, al otro lado del tiempo y de los espejos. Han conseguido su propósito, nada nos ha cogido por sorpresa.
Han sido éstos unos amaneceres rácanos que no han dudado en regalarnos sus simulacros de luminosidad cargados con más mates que brillos y que, sin embargo, contaban en todos los casos con la trascendente belleza de sus predecesores.
Su estado no es sino un reflejo del nuestro, de aquellos que hemos dejado en la gatera más pelos de los que quisiéramos, y que a pesar de todo nos sentimos afortunados por haber cruzado un día nuestros caminos con el de ella; un camino que desde entonces se enriqueció día a día en una suerte de privilegio compartido por muchos.
Como su nombre, ella era feliciana, mucho, aunque desde un principio descartó la acepción despreocupada del término con un sentido de la responsabilidad que llevaba con toda naturalidad.
Hacía magia con los recuerdos, esos que más tarde —paradojas de la vida— delataron la anomalía. Pero… decía que hacía magia porque a más de tres niños embrujó con sus historias, tan largas como adictivas; y a más de dos jóvenes, y a más de un adulto… Su facilidad para el cálculo mental era tal que obviaba la existencia de ayudas tecnológicas, no las necesitaba. Vamos, que con su gracia habitual podía enlazar la recitación de uno de sus cuentos llenos de fantasía con la resolución de una compleja operación sin más respiro que el momentáneo que producía su fina ironía.
No es necesario que os diga que era generosa, tanto que ni siquiera se daba cuenta de ello. Regalaba su tiempo y su atención con la misma sencillez con que te invitaba a su mesa y a su conversación. Ella era así, todo un ejemplo a seguir sin pretender serlo.
Os diré que para algunos fue como una segunda madre, y aquí he de confesar con orgullo que el que escribe tuvo el honor de sentir que pertenecía a tan privilegiado grupo.
Y no quiero dejar pasar un detalle: Feli tuvo siempre muy buen ojo con las personas, y muy buen gusto, no en vano eligió como compañero a la mejor persona posible —todo bondad, aunque no sólo bondad—, esa que enseguida entendió y asumió que debía tomar las riendas de su relación cuando la anomalía justo empezaba a alejarla, no de nuestras vidas pero sí de nuestro mundo.
Feli fue una bellísima persona, tanto como lo es Manolo, aunque eso vosotros ya lo sabéis.
Nos dejó acompañarla hasta el final, cuando el único lenguaje posible entre los dos mundos distantes era ya el de las caricias y, en contadas ocasiones, el de las miradas cómplices; mas ella, aprovechando la última curva de su senda terrenal, consiguió despistarnos y tomar otra vereda hacia una nueva dimensión desde la que ya, estoy convencido, nos observa, vigila y protege; y también nos espera… Hasta entonces, maduraremos sus enseñanzas recordando el cariño —ese amor incondicional— y el elegante sentido del humor con el que nos las impartió. Nosotros rememoraremos nuestro esfuerzo al intentar devolver semejante generosidad con la torpeza del aprendiz, aunque con la pasión del agradecimiento. Sí, porque como dijo no recuerdo ahora quién, desde hace tiempo dormimos con la mejor almohada, la de una conciencia tranquila, lo que no evita que algunos amaneceres, sólo algunos, encontremos aquélla impregnada con la humedad de la pena que a veces, sólo a veces, se calza uno de sus disfraces favoritos, el de la añoranza…

(Para ustedes dos, queridos suegros)
© Patxi Hinojosa Luján, su «duerno»
(14/09/2016)