jueves, 31 de marzo de 2016

El laberinto


En cada rincón del chalet reinaba el silencio. Era un silencio gélido, un silencio en estado de alerta; un silencio que engullía los lamentos con los que el estómago de la única persona presente en la estancia intentaba hacer oír su protesta. Aquélla llevaba más de veinticuatro horas sin probar bocado cuando subió hasta la segunda planta y entró en su dormitorio. Se colocó frente al espejo de pie y, con un gesto que intentó ser solemne, se arrodilló ante él en un intento de búsqueda de absolución mediante una reflexiva confesión. La luminosidad de la estancia se encontraba situada a media asta por mor de los últimos acontecimientos. Aun así podía ver con claridad la imagen que le devolvía la luna de cristal y que no era otra que un rostro roto, más que por el sufrimiento por el sentimiento de culpabilidad.
Permaneció allí unas horas, no hubiera podido cuantificarlas, aunque lo que sí tenía claro era que el día treinta y uno de marzo del año dos mil dieciséis aún acumulaba segundos cuando inició la maniobra para recuperar la posición erguida; había perdido la sensibilidad en las rodillas a pesar de que las tenía apoyadas en sendos cojines, lo que ya le auguraba de antemano una incorporación dolorosa, aunque no tanto como esa sensación de culpa que tanto le importunaba. Y lo peor de todo era que ese tiempo de incómoda reflexión no sirvió para poder justificar ni por un momento la decisión que tomó aquel día, diecisiete meses atrás, y empezaba a admitir ahora que quizá no fue ni conveniente ni acertada, aspectos éstos que ya intuyó cuando la tomó y ejecutó. Era cierto que él tenía patrimonio, pero su empresa había quebrado y sus empleados perdido sus puestos de trabajo y ese era el peso que cargaba en su mochila y que cada día que pasaba parecía hacerse mayor.
El varón, ya de pie, dio tres pasos en dirección a la ventana para después deshacer lo andado en un intento de desbloquear sus rodillas. Siguió sin gustarle lo que vio cuando volvió a mirarse en el espejo. Lo giró ciento ochenta grados sobre su eje vertical ocultando su reflejo y dejando a la vista una trabajada policromía en madera noble.
Pensó en bajar a la cocina a tomar algo fresco, tenía la garganta seca por una preocupación que pugnaba por emparentarse con la angustia. Al intentar salir de su cuarto, tarde se dio cuenta de que eligió para ello una puerta que antes no estaba allí… se encontró de súbito en un espacio irreal, miró hacia atrás como si con ello pudiera enmendar su error y lo que vio le descolocó por completo: estaba en medio de un escenario desconocido para él, un inmenso laberinto que pareciera no tener fin mirase donde mirara desde la atalaya dispuesta a tal efecto delante de él. Pero era un laberinto un tanto peculiar, estaba señalizado con multitud de flechas que indicaban sin equívoco qué pasillos se debían tomar. Podía ser una trampa pero, como no tenía más elección, decidió seguirlas y confiar en encontrar una salida lo antes posible. Bajó del altillo y empezó a caminar a la misma velocidad que sus pensamientos.
Al cabo de mil giros y otros tantos tramos rectos y curvos, se dio de bruces con una puerta. Frenó en seco, asió con fuerza la manilla, la hizo girar y empujó con decisión para abrirse paso. Entró sin cerrar. En cuanto lo hizo pareció que el laberinto no hubiera existido nunca porque detrás de él a través de la puerta sólo se veía ya un pasillo conocido con su dormitorio al fondo. Lo que vio allí dentro le tranquilizó y angustió a partes iguales: estaba de nuevo en su hogar, sí, y ahora en la estancia que hacía las veces de despacho. Pero en su escritorio el ordenador estaba encendido con un mensaje abierto a punto de ser respondido. Reparó en la fecha que indicaban tanto éste como aquél. Releyó el mensaje que se sabía casi de memoria y empezó a responder:
«Muy señores nuestros: Lamento informarles que después de estudiar y analizar con profundidad cada punto de la propuesta de fusión, he renunciado a ella por el bien de mi empresa, por el mío propio y, sobre todo, por el de sus empleados. Ya sé que este cambio les habrá cogido por sorpresa, máxime teniendo en cuenta el interés que vieron en mí en cada una de las reuniones que hemos mantenido, pero créanme si les digo que las razones que tengo para tomar esta decisión son poderosas. Les vuelvo a agradecer la deferencia que han tenido tanto conmigo como con mi empresa y les deseo toda la suerte del mundo para el futuro de su actividad comercial. Atentamente, Antoni Ferrer, presidente y gerente de Cataladena, S.C.L. En Lleida, a treinta y uno de octubre del año dos mil catorce.»
Pulsó el icono de enviar y suspiró. Supuso que recibiría en breve una irritada e indignada respuesta a su comunicación. No le importaba en absoluto. Pero en todo caso no sería antes del día dos de noviembre, era ya tan tarde que el reloj de su pantalla le indicaba que habían entrado en el día uno de noviembre, el festivo Día de Todos los Santos. Sonrió al pensar que con su acción se hubiera podido acercar, aunque fuera muy de lejos, a alguna de cualquiera de ellos.
***
En cada rincón del chalet reinaba el silencio, pero en esta ocasión desde hacía poco tiempo, y no era el silencio por triplicado del ¿día anterior? Eran ya las diez de la noche bien pasadas y no era cuestión de molestar a sus vecinos de los chalets adyacentes. Hasta hacía bien poco la música no había parado de sonar. Música sin pausa, música alegre, música de satisfacción. La satisfacción que le otorgaba el comprobar que sus empleados seguían teniendo el suficiente trabajo como para no ver peligrar sus futuros laborales.
Subió a su habitación, miró —ahora sí, orgulloso— su reflejo y se dispuso a descansar. Por hoy ya había tenido suficiente, estaba aprovechando al máximo la segunda oportunidad que le había brindado —quien fuese— con tan oportuno laberinto.

© Patxi Hinojosa Luján
(31/03/2016)

martes, 29 de marzo de 2016

Estaba yo pensando…


De su cielo bajó cuando estaba yo pensando
Que no sé qué inventarme para alentar mi mente
No acabo de verme formar parte de este mundo
En el camino puede retarme un iracundo
Si es que no me doy de bruces con algún demente
Y con pánico observo que me está perdonando…

… la vida, y a usted siempre lo están justificando
Cuando intentan explicar lo que ya nadie siente
Tal como lo pienso, piense que así lo difundo
¿Acaso sugiere que estoy siendo muy rotundo?
Crea su deidad que aquí casi cada cual miente
Y mientras yo este «Doblespejo doble» le mando

© Patxi Hinojosa Luján
(29/03/2016)

miércoles, 23 de marzo de 2016

Vacío


Despierto confundido, no sé dónde estoy. Tampoco quién me ha traído hasta aquí ni por qué. La sensación de mareo es insoportable, casi tanto como la de este gélido vacío que me envuelve cuerpo y mente. Intento incorporarme pero es imposible, una maraña de cables y tubos lo impiden. En un principio parecería que me tienen preso e inmovilizado, pero no es así. Lo descarto gracias a un doloroso giro de cabeza que hace que mil martillos golpeen sin compasión mi cráneo, y entonces lo entiendo: me tienen monitorizado, estoy en una unidad de cuidados intensivos; ¿qué me habrá pasado?
Mi visión es borrosa, pero no tanto como para no distinguir que unas personas con batas se han percatado de mi despertar y posterior gesto de inquietud. Se acercan, son tres. Por cómo se disponen alrededor de mi cama deduzco que son una doctora y dos enfermeros. Éstos se sitúan en una discreta posición y aquélla hace un gesto a sus compañeros, carraspea y se prepara para decirme algo:
—Hola, buenas noches. Procure no alterarse por lo que le voy a anunciar. Ha sufrido un accidente grave y está usted ingresado en un hospital. Tiene que intentar estar tranquilo, aquí le vamos a tratar lo mejor posible. Si todo va bien, en un par de semanas podrá regresar a su domicilio. Quizá no se acuerde de nada, es normal, no debe preocuparse, ha sufrido un fuerte trauma pero poco a poco irá recobrando la normalidad y con ella el recuerdo de lo que le ha pasado esta mañana en…
La voz de la doctora ha ido bajando de volumen poco a poco hasta hacerse inaudible. Pero yo no necesito escuchar nada más. Me es suficiente con lo que consigo apreciar en mi cama. Cierro los ojos, me agota tenerlos abiertos aunque sea sólo un momento.
Siento picor y pinchazos, y me duele mucho, aunque tendré que aguantarlo, no se puede hacer ya nada para evitarlo. Ese vacío se me hace insufrible, pero cuanto antes lo acepte mejor irá todo. Vuelvo a mirar allí donde las dos sábanas no deberían estar tan pegadas. El vacío que delata esa presencia incorpórea martillea mi mente con el recuerdo del momento en el que el mundo desapareció.
Me aborda la idea de que tarde o temprano lo aceptaré y me adaptaré a vivir sin una pierna, la que me sesgó aquel trozo de metal que voló, junto con otros cientos, destrozando todo lo que encontró a su paso, pero también a personas que no se encontraban allí. Ahora lo recuerdo… antes de perder el conocimiento, y en el silencio del terror, pude oír con claridad los profundos lamentos de quienes aún no tenían noticias de lo que acababa de ocurrir pero que lo iban a sufrir por el resto de sus días.
Sí, soy consciente de que peor suerte tuvieron otros; otros perdieron a algún ser querido, a los que en una milésima de segundo se les situó el interruptor vital en «apagado» con inhumana violencia, y para eso no encontrarán nunca consuelo…

© Patxi Hinojosa Luján
(23/03/2016)

lunes, 21 de marzo de 2016

Sin salida


La estancia estaba en penumbra; reinaba en ella un silencio inquieto, un silencio que intuía que algo vendría a perturbarlo en breve. Robert despejó su escritorio con una inusitada violencia, ayudándose del dorso de la mano izquierda, arrojando al suelo todo cuanto reposaba en su superficie; después se dejó caer en el sillón y ya acomodado en él se acercó al borde de aquél. Cerró los ojos mientras apoyaba ambos codos en la noble madera y se tapaba la cara con las manos. Se mantuvo así durante breves segundos hasta el instante en que, decidido, sacó un revólver de uno de los bolsillos de su chaqueta. Lo miró con un gesto de indiferencia, puso el cañón en su sien derecha y apretó el gatillo. La detonación alteró por un instante a un silencio que enseguida volvió a ser el de antes.
—¡Corten! —gritó con una forzada y triste sonrisa Phil, el director de la película que se estaba grabando en interiores en esos momentos.
Robert era un uno de los personajes principales, un actor que a media grabación de la que iba a ser la película que le diera el espaldarazo definitivo a su accidentada carrera, vio cómo se quedaban sin parte del presupuesto por la retirada del proyecto de uno de los principales productores que habían apostado por él y se reescribía el guion, quedándose sin la mitad de su papel y, por consiguiente, también de sus honorarios. No pudiendo soportar ambas mermas, tomó la fatal decisión al aceptar la idea de que no podría afrontar los pagos de la millonaria inversión en la que se acababa de aventurar, entre otros motivos.
—George, ya está, la escena ha quedado perfecta a la primera, no haremos más tomas —dijo Phil mientras se acercaba al actor que interpretaba a Robert. De repente, paró en seco y abrió los ojos como si quisiera que escaparan de sus órbitas— Pero eso… eso no es un revólver, ¡no es el revólver de la toma, es una pistola! ¡Dios mío, se ha disparado de verdad, se ha suicidado! ¡Que alguien llame a la policía! —la sangre de George manaba del orificio de entrada de la bala mezclándose con el fluido rojo que habían usado para dar verosimilitud a la escena.
George era un uno de los actores principales, un actor que a media grabación de la que iba a ser la película que le diera el espaldarazo definitivo a su accidentada carrera, vio cómo se quedaban sin parte del presupuesto por la retirada del proyecto de uno de los principales productores que habían apostado por él y se reescribía el guion, quedándose sin la mitad de su papel y, por consiguiente, también de sus honorarios. No pudiendo soportar ambas mermas, tomó la fatal decisión al aceptar la idea de que no podría afrontar los pagos de la millonaria inversión en la que se acababa de aventurar, entre otros motivos.

© Patxi Hinojosa Luján
(21/03/2016)

martes, 15 de marzo de 2016

Otro lugar, otro tiempo


Tan concentrados habían estado las últimas cinco horas, que el tiempo había pasado volando; en verdad, la de este día había sido una mañana muy provechosa.
El Sol, cual rubia Luna llena en un despejado cielo de un azul intenso, les observaba ya con una visión cenital cuasi perfecta, aunque a ellos lo que les inquietaba no era el fisgoneo que pudiera estar llevando a cabo sino la crueldad con que calentaba a esas horas en toda la región. No tuvieron más remedio que reaccionar y recoger los trastos para trasladarse a otro lugar y así poder protegerse de los peligrosos rayos solares que, incluso, parecieran separar las ramas del árbol bajo el cual fueron a resguardarse con escaso éxito.
—¿Crees que es prudente seguir escribiendo en estas condiciones, en esta solana? —preguntó el más alto y delgado mientras enchufaba otra vez el ordenador portátil al pequeño cargador solar.
—Pues no mucho, si te soy sincero. Pero venga, un par de párrafos más, terminamos el capítulo y nos retiramos a comer y descansar, que bien merecido lo tenemos —respondió su compañero, el más bajo y algo entrado en carnes, frotándose las manos orgulloso.
Dicho y hecho. En cuanto acabaron el capítulo, apagaron el portátil, lo desconectaron del moderno cargador alimentado con energía solar y lo pusieron a buen recaudo dentro de la bolsa de cuero que llevaba siempre uno de ellos, el más alto. Se dirigieron a la posada en la que estaban albergados y saciaron su sed y su apetito antes de regalarse una casi inevitable siesta debido al excesivo calor reinante y a la inmisericordia de la dorada estrella; ya tendrían tiempo al anochecer, en la intimidad de sus alcobas, de pasar toda la creatividad de la mañana a palabras escritas del puño y letra del más bajo, el que mejor caligrafía ostentaba, en los pergaminos más blancos que tenían reservados a tal efecto. Si querían publicar el fruto de su imaginación, no tenían otro remedio, aunque para crear seguirían utilizando en un principio aquel aparato por la facilidad que les otorgaba a la hora de realizar cambios y con la corrección de errores. También podían consultar en él, no imaginaban cómo, una ingente cantidad de libros y gramáticas, algo diferentes a la suya, eso sí.
Como en varias ocasiones anteriores, un viajero y altruista personaje se les presentó sin previo aviso y se dirigió a ellos en el mismo dialecto con el que en los últimos tiempos también se comunicaban entre ellos dos, un dialecto que pareciera que ambos estuvieran perfeccionando y que no difería mucho de su idioma materno, el que se oía de manera coloquial en su tierra y que era con el que estaban escribiendo a dos manos con verdadera ilusión y pasión, todo hay que decirlo, su novela de andanzas y aventuras.
—No tenía nada importante que hacer —explicó el forastero cuando abandonó la consistencia translúcida con la que apareció y adquirió una apariencia corpórea por completo, tras lo cual se despojó de capa y sombrero— y me he dicho: «voy a llevarle a “mis chicos” la última novedad tecnológica que he recibido, a ver qué les parece». Y aquí está —manifestó enseñándoles algo parecido a un cuadro pequeño, aunque más ligero y brillante—, se llama tablet y con ella se puede hacer lo mismo que con el portátil, pero al ocupar bastante menos espacio os será más fácil mantenerla oculta a ojos indiscretos. No hace falta que os recuerde que un fallo a este respecto puede ser letal para vosotros…
La pareja de escritores la miraron y se miraron entre sí, extrañados una vez más; eso era ya demasiado para ellos, a pesar incluso de sus privilegiadas mentes.
—Tiene el mismo tipo de conector que el aparato que ya tenéis —se apresuró a indicar el visitante—, por lo que podréis usar el mismo cargador. Cuando haya en nuestro mercado uno con más capacidad y de menor tamaño, que lo habrá en breve, no dudéis de que os traeré uno.
El visitante explicó con detalle el manejo del nuevo aparato, más que nada para que se familiarizaran con la novedad del sistema táctil y la nueva forma de operar y archivar sus trabajos. Mientras, daban buena cuenta de los embutidos y vino de la zona que subieron a la habitación desde el comedor alegando un fuerte dolor de cabeza de uno de ellos.
Antes de regresar a su mundo, el forastero se despidió con efusividad de sus dos amigos, eran ya unos cuantos años de amistad en esa relación tan, digamos atemporal, y además el vino tenía una alta graduación alcohólica. Se colocó capa y sombrero; aunque ese protocolo no fuera necesario para la vuelta, para la ida era imprescindible siempre, por si llegaba a aparecer delante de un público no deseado.
Cuando se quedaron solos el señor Panza y el señor Quijano dejaron que el silencio se adueñara de la estancia por un buen rato, siempre lo hacían después de cada visita de su amigo. Y ya llevaba unas cuantas. Y ellos aún no entendían cómo era posible…
La novela que estaban escribiendo al alimón Sancho Panza y Alonso Quijano trataba de un escritor, para el que eligieron el nombre de Miguel de Cervantes Saavedra, concentrado en sacar adelante su obra cumbre: «El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha», en la que los propios escritores se habían otorgado el papel de protagonistas, en el caso de Alonso con un nombre inventado por el propio personaje.
Aún no habían decidido qué nombre pondrían a la obra con la que pasarían a la posteridad, porque eso era algo que sí sabían debido a un descuido de su amigo visitante; conocían que su punto débil era el buen vino de La Mancha —me encanta el vino de esta tierra y esos molinos que parecen gigantes, les había dicho en más de una ocasión—, y ellos dos bien lo utilizaban en su beneficio.

© Patxi Hinojosa Luján 
(15/03/2016)

jueves, 10 de marzo de 2016

Cantando


Hoy soñé que viajaba en un tren que al punto de partida fue
Mi mochila esperaba llenar vacíos con pasados
Voy allí, sólo quiero saber, tan sólo busco remover
Cada prueba para confirmar que nos quieren pausados

No recuerdan mi error, ni ven que fracasé
Sólo quieren saber: ¿me quedaré a comer?

Siempre intento avanzar con mochilas llenas
Cuando aquel otro tren yo perdí
Estaba cantando

Y es que el Sol en su rigor se perdió blandiendo sus urgencias de invierno
Todo con lo que la Luna gozó trasnochando vigilias

Ya no encuentran mi error, no ven que fracasé
Sólo intentan saber: ¿me quedaré a dormir?

Siempre voy a avanzar con mochilas llenas
Cuando aquel triste tren yo perdí
Yo estaba cantando
El presente me ve, pero no mis penas
Cuando aquel lento tren yo perdí
Ya estaba cantando

Siempre quiero avanzar con mochilas llenas
Cuando aquel frío tren yo perdí
Bailaba cantando
Del futuro no sé, las espero buenas
Cuando aquel presto tren yo perdí
Gozaba cantando

Vivía cantando
Amaba cantando
Soñaba cantando
Lo hacía cantando

Te estaba cantando

© Patxi Hinojosa Luján
(10/03/2016)

miércoles, 9 de marzo de 2016

Epilogando


(Este texto es el Epílogo y punto final de los relatos enlazados «¡Mira allí!» y «¡Allí, mira!»)

La furia desatada de los elementos, aprovechando la inesperada desaparición de la cubierta del supermercado, llegó de súbito y los sorprendió desprevenidos, sin margen posible de maniobra. Eva pensó que estaban perdidos, hasta el punto de no poder considerar nada que no fuera el fin de su tiempo en este mundo. El tenebroso cielo se partió en dos y propició que el apocalipsis adelantara su llegada, cubriendo todo con un traicionero y denso manto negro, envolviéndolos, tragándoselos.
***
Abelardo tiró de una paralizada Eva agarrándola de un brazo hasta situarla entre dos pasillos intentando protegerla de la visión de aquello que tanto la había alterado; ésta poco a poco fue volviendo a una realidad en la que la persistente y copiosa lluvia estaba percutiendo en la frágil —ahora parecía mucho más que antes— cubierta transparente de la nave. Justo en el momento en que se disponía a decir algo, su compañero se le adelantó:
—¿Piensas que es… él? —La atrajo hacia sí para que se sintiera protegida, ella se dejó hacer—, ¿estás segura?, piensa que estábamos a más de cincuenta metros de su posición…
Eva, pegada como estaba en ese momento al pecho de Abelardo, levantó la cabeza y fijó una mirada vidriosa en los ojos de él que fue más que una respuesta afirmativa: llevaba adjunta una petición de ayuda, una nueva petición, la segunda en poco más de dos años.
—Ha cambiado su imagen, y mucho, para intentar pasar desapercibido —Eva susurraba, asustada—, pero a mí no puede engañarme, estoy segura al cien por cien de que es él. No puede ser que haya conseguido saltarse tan pronto la orden de alejamiento… ¡Maldigo esas lealtades que están por encima de la justicia y de la legalidad! —dijo alzando un poco la voz, a lo que Abelardo reaccionó haciendo un gesto con su dedo índice cortando en perpendicular sus labios para que volviera al susurro, no podían permitirse el lujo de que aquel individuo los localizara allí.
Compartió con Abelardo la idea de que Ádam se hubiera apoyado en sus contactos de la comisaría para conseguir unos documentos con toda la información relativa a su condena eliminada y así poder optar, en cuanto tuvo conocimiento de una vacante, al traslado a la sucursal del supermercado en su ciudad. Y por lo que acababa de comprobar, con total éxito. En un instante, viajó con su mente unos años atrás, al tiempo en que el suyo, visto desde fuera, era un matrimonio feliz con ese hombre que ahora no era sino un extraño para ella. No quiso ni imaginar la cantidad de trapos sucios que tendrían que taparse unos a otros en el círculo policial en el que se había movido su exmarido, por lo que el tema de los favores —casi nunca muy legales— estaba a la orden del día, se trataba de evitar que alguno pudiera salir a la luz pública, y menos sin lavar...
Cuando logró tranquilizarse lo suficiente como para poder reflexionar con lucidez, Eva aceptó que el apocalipsis tendría que esperar, que todo había sido una alucinación suya debida al estrés generado por el inesperado encuentro; apoyó sus manos en los hombros de Abelardo para separarse un par de palmos de él y ya calmada le habló con determinación:
—Salgamos de aquí rápido, Abelardo, te lo ruego. No puede saber que le hemos visto, que sabemos que está trabajando aquí. Con seguridad estará urdiendo una venganza contra mí, o contra los dos. Tenemos que conseguir que pague por su falta y que quien sea, no lo sé, se asegure de que nunca más incumpla su orden de alejamiento, así impediremos que lleve a cabo el que no dudo será un perverso plan; temo que quiera hacernos mucho daño, soy pesimista, no te quiero engañar…
—Vayamos a mi casa, allí estaremos tranquilos y un chocolate caliente nos despejará la mente para poder pensar en la mejor decisión a tomar —Abelardo le estaba hablando al oído a Eva mientras caminaba por detrás de ella, escondiendo su silueta y agarrándole una mano con firmeza pero sin presión, insinuando una caricia que no iba a ser rechazada; aceleraron y salieron del centro comercial sin mirar atrás.
Se sintieron a salvo cuando por fin entraron en el apartamento del joven y cerraron la puerta tras ellos. Llegaron empapados; mientras se secaban como podían, tiritando por la fría humedad y por el nerviosismo, Eva recordó algo que Abelardo le había contado de pasada durante la comida y a lo que ella no le dio mayor importancia entonces:
—¿Dices que esos sueños que has compartido conmigo son recurrentes? Creo que tu subconsciente nos está dando las pistas para un plan que podría solucionar, de una vez por todas, mi problema…
—¡¡¡Nuestro!!!, nuestro problema, querrás decir —la interrumpió Abelardo—. ¡No pensarás que te voy a dejar sola en sea lo que sea que estés tramando!, siempre que tú no me alejes de tu lado… —le empezaba a guiñar un ojo cómplice a Eva cuando ésta se puso de puntillas y le plantó un suave beso en los labios antes de que él tuviera tiempo siquiera de subir el párpado— … estaré a tu lado para todo lo que necesites, para «to-do» —matizó esta última palabra enfatizando cada sílaba.
—¡Perdona, Abelardo!, no he debido hacerlo, no he debido be… —en esta ocasión fue él el que no le dejó terminar la frase al tomar la iniciativa: la rodeó con sus brazos y la besó, muy suave al principio, con pasión después, una pasión que buscaba recuperar los dos años largos de retraso con que llegaba.
—… sarte. Besarte quería decir, aunque confieso que ya no me arrepiento en absoluto, visto cómo te lo has tomado —ambos rieron a carcajadas, necesitaban liberar tanta tensión acumulada—. ¿Qué te parece si te cuento la idea que he tenido y después continuamos en el punto donde lo hemos dejado? Primero la necesidad, después el placer… —esta vez fue Eva la que guiñó un ojo a Abelardo, en un aleteo de pestañas que originó que un escalofrío le recorriera de arriba abajo a éste.
***
Tardaron una eternidad en vestirse, la pereza de la primera vez, unida a las continuas interrupciones acogidas con pasión, ralentizó al máximo lo que uno y otra aceptaban como inevitable, y más ahora que tenían que llevar a buen fin el plan que, previo a los momentos de deseo desenfrenado, ella había compartido con él. Tendrían que ser discretos, elegir bien a las personas adecuadas, coordinar sus acciones y esperar a que la justicia sufriera menos zancadillas que la vez anterior.
***
Un avión aterriza sin novedad en el aeropuerto de Langnes, en Tromsø, Noruega. De él baja un varón que cubre su cabeza rapada con un grueso gorro de lana; hace frío, mucho frío. No imagina que, en cuanto recoja su maleta de la cinta portaequipajes, se le van a congelar las intenciones: va a ser detenido por tres agentes de Interpol que le esperan allí camuflados entre los cientos de usuarios que vienen y van por la terminal. La orden internacional de busca y captura se ha emitido instantes después del despegue de la aeronave, junto con la información necesaria para la detención. Ádam será acusado de violación de su orden de alejamiento, salida sin permiso del país y de un nuevo intento de acoso a su víctima. Antes de dedicarse a colocar más artículos en las estanterías correspondientes, si es que consigue que su empresa le readmita en alguna de sus sucursales, exceptuando la última, pasará unos cuantos meses más «a la sombra». Pero lo que más le va a doler, sin duda, es saberse burlado de aquella manera por su exmujer, a la que él siempre tomó por limitada en cuanto a recursos intelectuales. Ahora sabe que ha caído en una trampa como un simple aficionado, y le asalta una duda: ¿dónde se encontraría Eva en esos momentos? Lo único que ahora tenía claro es que no había llegado a poner sus pies allí, ni ella ni ese entrometido que le ayudó.
***
La playa está en calma, aún son horas tempranas en la mañana caribeña pero un par de tumbonas están ya colocadas sobre sendos tapetes de caña, orientadas con vistas al mar, sobre una fina arena que de momento se mantiene templada. Cristina y Luis, sus ocupantes, chocan a modo de brindis dos grandes jarras con zumos de diversas frutas tropicales, el mejor modo de empezar el día, se dicen. No quieren hablar mucho del tema, aunque no pueden evitar pensar en todo lo ocurrido en los últimos días, en su imaginativa maquinación:
«Ambos pedimos excedencia de seis meses por motivos personales a disfrutar a partir de la semana siguiente al lunes posterior al incidente y por suerte nos fue concedida sin mayores problemas por nuestro jefe directo, que respetando nuestro deseo lo mantuvo en secreto, y todo ello gracias a argumentos esgrimidos en dos convincentes actuaciones teatrales; él, un comisario que era nuevo en el puesto y en la ciudad y que por ese mismo motivo estaba fuera de la órbita de Ádam. Teníamos que cruzar los dedos y mantener la precaución al máximo durante algunos días más. Pero además, durante los siguientes siete, y en los momentos de relax, nos ocupamos de consultar en internet todo lo referente a viajes a Tromsø, a sus hospedajes y, sobre todo, a las ofertas de trabajo de esa zona; visitamos muchas páginas sobre este último particular, queríamos que se nos supusiese muy interesados en ello. Teníamos que dejar las pistas suficientes de las visitas a todas esas páginas en los dos puestos, sabíamos que sus topos estudiarían con meticulosidad nuestros historiales de navegación comparándolos entre sí hasta convencerse de que nuestra intención no era otra que huir a Noruega y así esperábamos se lo transmitirían a Ádam.
Nosotros también tenemos nuestros colegas incondicionales entre los compañeros, por eso no nos fue difícil encontrar entre los destinados en el aeropuerto a dos dispuestos a echarnos una mano. A partir del lunes en el que comenzábamos nuestra excedencia, nos parapetamos en el piso menos expuesto, el de Abelardo —sí, en el mío—, y les solicitamos que controlaran a todos los pasajeros que embarcaban a Tromsø desde ese mismo lunes. Para ello les enviamos todos los datos e información que pudimos sobre Ádam y esperamos pacientes esa llamada que estábamos seguros se produciría más pronto que tarde. Sabíamos que aquél no permitiría que empezáramos una nueva vida en paz y que nos perseguiría hasta el mismo infierno si hubiese hecho falta. Y un día la llamada se produjo. Cuando se nos confirmó la presencia de nuestro perseguidor en un avión que ya se elevaba perdiendo el contacto físico con la pista, en ese mismo momento, llamamos a nuestro comisario y le explicamos todo lo que se podía explicar, obviando los detalles de nuestro plan, claro. Con celeridad activó el protocolo y se emitió la orden internacional de busca y captura para Ádam que fue recibida en Oslo al instante. Su extradición a nuestro país para ser juzgado de nuevo sería inmediata. A la par se encargó de que se nos facilitaran unos nuevos documentos de identidad con la más absoluta discreción, al fin y al cabo tarde o temprano las condenas se acaban cumpliendo pero las ansias de venganza vuelven con los presos liberados, casi siempre fortalecidas por los excesos de tiempo libre para pensar.
Daríamos cualquier cosa por ver su cara es esos momentos; bueno, cualquier cosa no. Aunque tenemos recursos suficientes para aguantar unos meses más aquí con nuestras nuevas identidades, después tendremos que ver cómo nos ganamos la vida, aunque lo que es seguro es que no regresaremos».
El Sol empieza a castigar con sus látigos en forma de potentes rayos. La pareja, que ya no está sola en la playa, coloca una sombrilla gigante entre las dos tumbonas y continúa su reposo activo. Cristina repasa sus nociones de inglés, Luis revisa los últimos apuntes que ha conseguido sobre nuevas tecnologías. Una cosa está clara, en esa zona de aguas calientes no les va a faltar una ocupación remunerada con la que ganarse un sueldo decente junto con el respeto a sí mismos. No necesitan más, los que tienen que saber que están bien lo irán sabiendo y ellos también estarán informados del día a día de sus seres queridos y sólo se preocuparán de que nadie sepa nunca dónde viven esa inesperada historia de amor que explotó con un apocalipsis…
***
Ádam, esposado y acompañado por tres agentes armados de paisano, vuelve a entrar al mismo avión del que ha descendido hace no tanto una vez que éste ha repostado y ha sido repasado por los servicios de limpieza. Les espera un largo viaje de vuelta. Su orden de extradición se ha ejecutado de manera inmediata y en su cara la poblada barba esconde una mueca de extrañeza e incredulidad. Se arrepiente de haber minusvalorado a Eva, aunque todavía tardará un tiempo en hacerlo por haberla menospreciado, vejado y maltratado, si es que lo llega a hacer algún día. Es mi sino, se excusa ante sí mismo, y cierra los ojos con la vergüenza del cobarde.
***
Cristina y Luis abandonan la playa, el Sol mortifica sin clemencia en esas tierras rodeadas de aguas calientes y ellos tienen claro que deben respetar a la Madre Naturaleza.
Cristina y Luis se dirigen a su apartamento sin prisas, deseosos el uno del otro, disfrutando del paseo aunque, como siempre, esmerando la discreción.
Cristina y Luis van desapareciendo por momentos. Para cuando entran en su nuevo hogar ya se han convertido en Eva y Abelardo. En la intimidad que les otorga aquél proceden a dar rienda suelta a sus fantasías y deseos, un día más. Disfrutan de la prestada felicidad.
***
Un dron de última generación sobrevuela la zona residencial donde se encuentra su apartamento, un piloto rojo parpadea con una intermitencia perturbadora. Se despierta de golpe de su recurrente pesadilla empapado en sudor. El recluso de la litera inferior protesta entre sueños, como si hubiera oído y le hubiera molestado la agitada y cada vez más angustiosa respiración de Ádam. Por la mañana va a volver a solicitar que le suministren algún antipsicótico, no puede continuar así. Vuelve a dormirse. Alguien le susurra, una vez más: ¡Mira allí!  

© Patxi Hinojosa Luján
(08/03/2016)

viernes, 4 de marzo de 2016

¡Allí, mira!



(Continuación y final, quizá, de «¡Mira allí!»)

Estaba inmortalizando glaciares en las retinas de sus dormidos ojos cuando le despertaron los primeros rayos de un sol otoñal que entraban, casi horizontales y sin piedad alguna, por entre las rendijas con las que le desafiaba la persiana de su alcoba desde hacía un par de años; durante ese tiempo él adoptó la costumbre de, cada noche, no bajarla por completo en homenaje a aquel día en que, de alguna manera, cambió su vida.
Era sábado y no tenía trabajo en todo el fin de semana; se regaló una hora más en la cama, que al final se permitió duplicar por la recuperada tranquilidad de su estado actual. En ese período extra de descanso viajó en un apacible y nuevo sueño a un entorno tan diferente al anterior como lo es un paraíso tropical. Cuando despertó de nuevo, recordó solo retazos de esa experiencia onírica y no pudo asegurar si en ella estuvo acompañado o no. En el momento que abandonaba su cama, no sin cierta mala conciencia por las tardías horas,  los rayos solares se enderezaban ya acercándose a los rodapiés del muro de la ventana.
En la soleada habitación, doblado con sumo cuidado sobre un sillón estilo vintage, reposa un uniforme que no se moverá de allí en dos días. Abelardo le echa una mirada, que es más un agradecimiento, mientras pasa a su lado sin intención de cogerlo; sale de su dormitorio embutido en su pijama cerrando la puerta tras de sí; al hacerlo, deja a la vista de nadie el póster de un dron de última generación que presenta un piloto rojo encendido que pareciera estar a punto de guiñarnos. Está hecho a partir de una foto suya de la que él se siente orgulloso por todo lo que significa.
Después del obligado paso por el cuarto de baño, se dirigió a la cocina para dar cuenta de un frugal desayuno, no era cuestión de comer demasiado vista la cercanía del mediodía. En ello estaba cuando sonó su móvil ofreciendo la sonriente cara de una fémina:
—¿Sí, quién es? —respondió Abelardo sin poder disimular su alegría evitando a duras penas una carcajada.
—¿Qué quién soy, para eso me has estado mareando tanto tiempo con que te enviara una foto mía? —dijo una Eva que intentaba aparentar decepción, sin conseguirlo...— ¿Qué tienes pensado hacer este fin de semana?, como los dos lo tenemos libre, se me había ocurrido que podríamos hacer un plan conjunto, empezando por ir a comer hoy, ¿qué te parece?
«¿Que qué me parece? —reflexionó al instante Abelardo—, que no imagino un mejor plan».
—Por mí estupendo, ¿quedamos en hora y media en el parque?, aún tengo que hacer un par de cosas —no le dijo que eran acabar de asearse y de desayunar, sin importar el orden.
—¡Estupendo, Abelardo, allí nos vemos, chao!
A pesar del deseo de Abelardo, y por falta de intentos suyos no había sido, Eva y él no eran pareja aunque sí buenos amigos, los mejores amigos. Él estaba enamorado como un colegial de ella, lo estaba desde que le pidiera aquel favor tan especial y comprometido del asunto de los drones y los malos tratos, aunque un instinto de autoprotección desarrollado a raíz de aquello le impedía a Eva corresponder a ese sentimiento, de momento; pero le quería, le quería muchísimo, era su mejor amigo y confidente, y si un día volvía a enamorarse solo pensaba en él como el destinatario y beneficiario de ese sentimiento.
Cuando diez minutos antes de lo convenido se encontraron en su rincón del parque, sendos besos en las dos mejillas, por ambas partes, dieron inicio a su fin de semana juntos, que tanta ilusión había generado en los dos.
Enseguida fueron a comer, dado lo avanzado de la hora. Ya en su mesa la calidez y el cariño que desprendían bien se podría apreciar desde todos los extremos del amplio comedor, aunque su disfrute no lo compartieran con nadie, se lo merecían después de todo lo que habían pasado juntos.
Sí, la mutua compañía era tan cálida como siempre, pero en un determinado momento Abelardo vio cómo el rostro de su amada cambiaba con brusquedad de verano a invierno, a un duro invierno. Él la conocía bien y tal cambio no podía pasarle desapercibido. Eva se dio cuenta de que su expresión la delataba y, plena de reflejos y no pudiendo esconder su inquietud, se adelantó a la pregunta que estaban a punto de hacerle, se sinceró y preguntó:
—¿Lo notas? ¿No lo notas?; tengo la sensación de que hoy es un día especial, de que va a ocurrir algo importante, lo percibo y me preocupa.
Abelardo en seguida se contagió e incluso creyó ser partícipe de la misma sensación que Eva, aunque no supo si sería por afinidad emocional con ella. Pero intentó tranquilizarla y empezó a contarle sus últimas batallitas referentes a las novedades de su sección en la comisaría que ella oía más que escuchaba. Se atrevió también con algún que otro chiste a sabiendas que no era su fuerte, todo por aliviar su desasosiego. Y en parte lo consiguió: el rostro de Eva cambió de invierno a un toque de principios de otoño.
Con la preocupación en pausa, salieron del restaurante decididos a dar una vuelta entre arboledas y favorecer así la digestión, tenían toda la tarde por delante y ya surgirían nuevos planes. Caminaban como siempre, uno al lado del otro, sin roce físico alguno, aunque en esta ocasión más cerca que nunca el uno del otro. En un momento dado empezó a llover, al principio un sirimiri que les refrescó y animó, pero enseguida el cielo se oscureció como si no hubiese mañana y tuvieron que correr hasta resguardarse en los aparcamientos cubiertos de una «gran superficie». Una vez a salvo del diluvio, cruzaron dos miradas cómplices y entraron en él. Recorrieron las galerías comerciales  reparando en los escaparates de las diferentes franquicias y acabaron por entrar en el supermercado.
***
«A uno siempre le quedan recursos aunque su situación actual no sea la más favorable, máxime si ha manejado compañías y datos importantes en su anterior trabajo como inspector de policía —pensó Ádam, orgulloso, mientras se disponía a colocar en las estanterías correspondientes el montón de latas de conserva apiladas en el palé que acababa de traer del almacén—». Su estancia en esa sucursal era ilegal a todas luces, así lo indicaba la sentencia del juez que le condenó a dos años de prisión y a una orden de alejamiento posterior que no le permitiría estar a menos de diez kilómetros de su exesposa. Pero consiguió que uno de los contactos que le seguían siendo fieles hiciera desaparecer todo su negro pasado de una parte de su ficha policial y le consiguieran unos documentos falsos con los que solicitar, sin preocupación ante una posible negativa, el pertinente traslado a la sucursal del súper de su antigua población en el que ahora se encontraba trabajando. Se tomaría todo el tiempo necesario para ejecutar su venganza, no tenía prisa. Eva nunca había sido partidaria de comprar en grandes superficies, por lo que no pensaba en cruzarse allí con ella. No obstante, para evitar reconocimientos embarazosos, se había dejado una poblada barba a la par que se había afeitado la cabeza. Se creía a salvo de miradas indiscretas…
***
El sonido de la copiosa lluvia al atacar los materiales plásticos transparentes que se intercalaban en el techo del recinto, semejante al crepitar de la madera en el hogar, acobardó a nuestra pareja que empezó a visitar las diferentes secciones a la espera de que amainara el temporal. Y, mientras iban haciéndolo, la frecuencia del latido cardíaco de Eva iba aumentando por momentos, así como su nerviosismo, sin saber todavía por qué. En un acto instintivo, buscó la mano de Abelardo y la agarró con fuerza con la suya intercalando los dedos. Este, que no opuso la menor resistencia, no se lo podía creer, era la primera vez que caminaban así y a él le pareció estar en la gloria, entrar en el paraíso.
Acabaron de recorrer el pasillo destinado a chocolates, galletas y dulces y giraron para entrar en el correspondiente a conservas. Al cabo de dos pasos Eva se paró de golpe al ver a un empleado concentrado en su labor al final del pasillo al que enseguida identificó como Ádam, a pesar de que lo encontró muy cambiado por su intencionada transformación. Sin querer, clavó sus uñas en la mano de Abelardo con tanta presión que una se hundió en la carne. Este, antes de reparar en la sangre que empezaba a manar en un minúsculo reguero, la miró extrañado, y más se extrañó cuando ella le indicó con la cara desencajada:
¡Allí, mira!

(¿FIN?)

© Patxi Hinojosa Luján
(04/03/2016)