martes, 29 de diciembre de 2015

Sorpresas


Mi hogar amaneció ayer igual que siempre. Bueno, no igual porque andaba revoloteando por el húmedo ambiente el matiz «casi»; el fulgor del nuevo día puso en escena a unos actores de sobra conocidos: el polvo, el humo, el bullicio y el mismo frío de jornadas anteriores, que es lo que correspondía al estar ya metidos en plena estación invernal, pero también el familiar y desgarrador sentimiento de soledad que se manifestó encogido, con mucha menor magnitud; lo pude apreciar de una manera muy nítida mientras tiritaba algo debido al destemple producido por el reciente despertar. Hacía meses que no experimentaba una sensación de paz interior tan intensa como aquella que normalizó con tanta eficacia mis constantes vitales. Después de unos meses triste, de nuevo me sentí feliz. Y todavía no había abierto los ojos.
Llevabas algo más de un mes pasando cerca, un poco más cada día, mientras te hacías el despistado buscando, ahora lo sé con certeza, nada. No creas que no me di cuenta, te observé las dos últimas semanas con la máxima discreción que fui capaz de manejar: fue en el transcurso de los últimos días cuando abandonaste ya toda precaución y te dejaste ver sin ningún pudor, cruzando incluso miradas conmigo que mantenías hasta que las leyes de la física te aconsejaban lo contrario, al objeto de evitar un accidente, mientras caminabas en retirada.
Pero volviendo al día de ayer, cuando mis ojos pudieron por fin enfocar la primera imagen de la mañana, ahí estabas tú de pie, justo enfrente, retándome a una guerra de miradas sin pestañeos en la que el primero que flaqueara sería el perdedor de un juego sin más premio que un cierto orgullo infantil. Añadiste a tu retador gesto una amplia sonrisa en el instante en que, en un allanamiento virtual de morada al dejar atrás mi platillo para los donativos, depositaste una caja mediana con asidero, como las de los aguinaldos, encima de las ropas enrolladas que ejercían de almohada. Levantaste el pulgar izquierdo y, silbando, te alejaste de allí. Intuí que no volvería a verte más, a no ser que tú lo consintieras o cometieras un desliz. Hacía unos instantes que había dejado de tiritar cuando plagié tu ancha sonrisa.
Acaba de empezar a llover, lo habíamos venido presintiendo desde días atrás, pero hoy no dormiremos al raso ni mi mascota ni yo. La generosidad introducida en aquella caja regalo lo hace posible. No se me ha regalado ninguna propiedad, aunque el hecho de que, según se me ha indicado, pueda utilizar este pequeño pero coqueto apartamento (en el que me encuentro ahora escribiendo estas líneas) por tiempo indefinido y sin coste alguno es más de lo que hubiera podido fantasear en cualquiera de mis sueños, incluidos los más ebrios. He tenido que leer y releer varias veces lo que se indica en los folios, que acompañan a algunos alimentos dentro del paquete, para empezar a creer y aceptar que incluso tendré también una pequeña asignación mensual para por lo menos no morirme de hambre sin mendigar.
Tu regalo es mi dignidad: me la has devuelto, y con ella la claridad mental que me permite entender algo importante. Ahora sé que podré volver a verte si ese es mi deseo, aunque intentaré no molestarte para no dificultar tu labor. Ahora ya sé por qué encontré mi anterior hogar callejero tan cálido y bien acondicionado y nadie me lo reclamó nunca…

© Patxi Hinojosa Luján
(29/12/2015)

martes, 22 de diciembre de 2015

Arrimando


(Soneto fecho «casi» al itálico modo del siglo XIII)

Ojos verde arlequín proyectan pasión
Encaminándome a una ruta letal
Con juego sucio y desenlace fatal
Voy fracasando al no frenar tu intrusión

Intento escapar, le aporto decisión
Y a otra estrofa salto en caída brutal
De bruces me doy con tu esencia frontal
Quedo al borde mismo de la sumisión

Entre dos versos, iluso, me escondo
Infravalorando así tus poderes
Ya te siento próxima y me desfondo

Me animo al grito de «no desesperes»
Y al fin confío en ver en lo más hondo
De tu prisión arlequín mis ayeres

© Patxi Hinojosa Luján
(22/12/2015)

jueves, 17 de diciembre de 2015

… y 100.


No se hubiera escenificado ni en mis mejores sueños; no lo hubiera soñado ni para el más optimista de mis proyectos. Pero hete aquí que estoy dando forma al texto que tendrá el honor, numérico, de portar la redonda cifra «100» entre los que he tenido la fortuna de poder editar en la red social literaria, esa que tanto me ha aportado e instruido; y espero seguir haciéndolo, tanto aquello, publicar, como esto, formarme.
Os aseguro que no soy sino un eterno aprendiz, lo que me mueve a no quedarme quieto en lo que a juntar palabras se refiere, por un lado, y a disfrutar con todo lo que ello conlleva, por el otro, al que no otorgo menos importancia. Soy consciente de que algunos de los textos compartidos con todos vosotros, amigos literarios, no son todo lo bueno que os merecéis, y que, por contra, otros ni llegan a la altura de aquellos… De ahí lo que os decía de mi objetivo de seguir aprendiendo para que la afrenta sea cada vez menos grave.
Escribiendo de y sobre nuestros deseos, inquietudes, ocurrencias, sentimientos, sensaciones, opiniones, al final quedan frases, párrafos y textos más o menos acertados, es cierto, y el saber que ciertas personas te regalarán unos valiosos minutos de su tiempo para valorarlos e interpretarlos cada uno según su particular apreciación, es un regalo de un valor incalculable; además, algunos compañeros y compañeras han traspasado la frontera que delimita la red y han llegado a convertirse, por diferentes vicisitudes que no vienen al caso, en amigos al margen de las lecturas de turno. Todo ello reconforta tanto que te enriquece el alma y, si cabe, te normaliza el latir cardíaco.
En serio, ni por lo más remoto podía imaginar que llegaría a esa cifra de relatos, entre otras cosas porque cuando escribo, lo hago con normalidad, pero luego me corrijo, me vuelvo a corregir una y otra vez, y nunca sé a ciencia cierta si hubiera sido mejor o no dejar todo tal y como se planteó en un principio. Vamos, que me cuesta «Dios y ayuda» componer cada uno de ellos. Y, ya que estamos metidos en faena, quisiera aprovechar para daros a todos y cada uno las gracias por pararos a leer mis cosas y por vuestras inestimables palabras de ánimo, he de reconocer aquí que casi siempre exageradas.
Pero ya acabo y no quisiera desviarme del motivo que me ha incitado a juntar estas palabras, y que no es otro que el hecho de las fechas en las que nos encontramos y que propician el que os desee a todos, os gusten o no estas fiestas, las celebréis o no, que este fin de año 2015 sea maravilloso, aunque muchísimo peor que lo que os espere para ese 2016, coqueto por bisiesto, que de vez en cuando asoma su nariz, impaciente, por la esquina del cambio. Brindemos por ello: ¡¡¡Salud!!!
Y para finalizar, permitidme que utilice el singular, lo prefiero aquí: Un muy fuerte abrazo, amigo, ya sabes que te lo mando con el corazón porque, aunque es más fuerte, oprime menos.
¿Nos vemos en el 101…?

Dedicado a los amigos de Falsaria, increíbles escritores y generosos lectores.

© Patxi Hinojosa Luján
(17/12/2015)

lunes, 14 de diciembre de 2015

El pacto


Me desperté empapado en sudor comprobando, con angustia, que eran ya las 6h32. Las leyes de la física hacían del todo imposible que pudiera llegar a tiempo a la estación para coger mi tren habitual, el de las 6h30, y esta confirmación originó que casi se me duplicara el ritmo cardíaco, alterando de una manera significativa la normalidad existente en cualquier otro día. Aunque este no era otro día cualquiera…
Este traía consigo algo distinto; con un esfuerzo de naturaleza desconocida hasta entonces para mí, conseguí adquirir la percepción de mi realidad mientras el latir de mi corazón se serenaba por momentos para, algo desubicado, constatar que estaba ya del todo lúcido aunque fuera, eso sí, todavía levitando dentro de otro sueño. Con la facilidad que otorga la lógica, deduje que unos segundos antes debería de haber estado soñando que dormía cuando desperté de esta última alucinación para recobrar la conciencia de estar todavía en los brazos de Morfeo.
Y la metáfora no lo era del todo: no estaba solo en aquel onírico entorno, no. Me acompañaba, sin él percatarse de que yo compartía su presencia, un ser del que no podría aseverar en estos instantes si era o no corpóreo, pero al que mi sentido del humor, que nunca he perdido ni en sueños, bautizó como Hypnos.
Allí estaba Hypnos, libreta —o su equivalente en el mundo inconsciente— en mano, anotando aquí, marcando allá, subrayando esto, tachando aquello… tan concentrado que no se percató de la evidente anomalía en esas bajas capas de la consciencia hasta pasados unos cuantos segmentos temporales de los que deben medir los sueños, innombrables ahora para mí por desconocidos. Pero aprendí mucho durante el tiempo que estuve observando su proceder, hasta el punto de que empecé a entender algo del mecanismo de los sueños, y pensé en el partido que podría sacar de todo ello.
Sin intentar siquiera abandonar ese estado —la verdad, la placidez que otorgaba hacía que me encontrara tan a gusto en él…—, importé de mi mundo real la información suficiente para moverme en él con los datos necesarios para esa conversación que, de manera irremediable, tendría que mantener con mi acompañante en cuanto se sintiera descubierto. Y ello no podía tardar.
En cuanto Hypnos se sacudió la sorpresa inicial, me miró a los ojos y pudo verificar dos cosas: que una anomalía —más tarde tendría que investigar para localizar su origen e impedir que se repitiera, pero eso sería más tarde— había hecho que delatara su presencia y dejara sus maniobras habituales al descubierto. Y que ese ser que no le rehuía la mirada, quizá por no recordar su condición de deidad, o sea yo, iba a ofrecerle una dura resistencia en la inevitable negociación. Se barruntaba pelea, y se presentía un  pacto, era tan necesario como ineludible.
Yo le expuse mi deseo de que, en vista de que una de sus funciones consistía en elegir al azar o a su voluntad —supuse que dependiendo del humor de turno— el capítulo del «Libro de los Sueños» en que debería abrirse para cada ocasión, procurara evitar repetir en lo sucesivo ninguno, para que la perspectiva de la novedad le diera un toque de intriga y deseo a cada previa al descanso y desapareciera de una vez por todas esa sensación de bucle sin salida de cuando hemos repetido sueño en más de una ocasión en un breve espacio de tiempo. Y, también, que marcara como «soñado» en el libro el capítulo correspondiente al hecho de tener que madrugar para estar en la estación a las 6h27 cada día laborable; esa era una condición que hacía unas semanas había logrado desterrar de mi vida y ahora prefería visitar las estaciones sin agobios temporales de ningún tipo, aunque sin renunciar a las viejas compañías de siempre.
Hypnos, aceptando lo anterior, por su parte solo puso dos condiciones: que no hiciera público nuestro encuentro y que, para sucesivas ocasiones —intuyendo mi personalidad, se aventuró a pensar en ellas con un halo de impaciente deseo—, me dirigiera a él como Morfeo, lo prefería desde siempre, quizá por carecer de ese dichoso matiz médico.
Y aquí y ahora os pido un pequeño favor: que hagáis como si no habéis leído este texto, es decir, que tengáis cuidado de no comentarlo en vuestros sueños, nunca se sabe…   

© Patxi Hinojosa Luján
(14/12/2015)

jueves, 10 de diciembre de 2015

Cartas a dos manos


—¡Mamá, carta de papá! —Al instante, unas miradas cómplices se cruzan, incrédulas, en un silencio cortante que pronto ya no será tal.
—A ver, hija… déjate de bromas, ¡chistosa!, respeta tu rol, ¡que tú aún no has nacido, por Dios!; ¿tanta prisa tienes por interpretarte a ti misma? Recuerda que hoy interpretas el personaje de mamá y que la carta es de tu novio, que está en la cárcel…, digo, en la mili. Ya sabes que en esta primera parte tu madre representará a tu abuela, y que es ella la que te avisa a ti de que has recibido correspondencia, ¿ok?
»Si no tenéis paciencia y os leéis con atención el guion, ¡las dos!, esta representación estará condenada al fracaso más absoluto y la sorpresa que quiero prepararle al «Tito» se quedará en nada —el grandullón que así hablaba, no obstante, no aparentaba enfado alguno mientras dirigía estas palabras a las improvisadas actrices, huelga decir que aficionadas ambas—. Como os adelanté, hija, tú tendrás que leer, si no consigues memorizar, lo que está escrito en negro, y mamá lo mismo con lo que está en rojo, ¿lo habéis entendido las dos? Pues venga, nos tomamos media hora para releer el texto y lo intentamos de nuevo desde el principio, y así de paso bebo algo, que me muero de sed, ¿de acuerdo? —la emoción, los nervios, hacían acto de presencia secándole la boca.
—¡De acuerdo! —soltaron al unísono las chicas; aunque quince minutos después su impaciencia ya estaba pidiendo permiso para retomar la acción, permiso que fue concedido…

De nuevo, ahora más en serio, llegó el turno para la representación:

—¡Hija, carta de tu novio! —dijo la madre, la que fuera destinataria en la vida real de unas cuantas misivas similares casi treinta y seis años atrás; mientras, realizaba un esfuerzo ímprobo para no iluminar la estancia con una gran sonrisa que no figuraba en el guion.
—¡¡¡Bieeeeeeeen!!! Me estaba quedando sin paciencia y sin uñas, ni ayer ni anteayer recibí correo y la espera se me hacía muy larga, demasiado. Con tu permiso, voy a mi cuarto a leerla con tranquilidad —la chica, esta vez sí, se había metido en su papel a la perfección, interpretando a su joven madre cuando esta aún no llegaba a su propia edad.
—No creo que te diga nada que no puedas leer aquí, ¿no?, ¿o es que es de esos frescos que le dicen cualquier impertinencia a las mozas y hacen que se ruboricen?
—¡Mamá, ya te he dicho un montón de veces que Eduar es buena gente, demasiado buena gente diría yo…! —En ese momento —se tomó esa licencia al estar ensayando— improvisó un guiño cómplice como regalo para su padre que, atento, alternaba la mirada entre las que eran su hija y su mujer en la realidad, representando a su novia y a su futura suegra de antaño; y no pudo por menos que sentirse orgulloso de ambas.

La escena continuó y nuestra protagonista, que hizo un ademán para indicarnos que se cambiaba de estancia, aparentó leer la carta que no era sino un folio que después de desdoblarse se delataba al no contener palabra alguna, aunque si algunos pensamientos hubieran estado trabajando, bien pudiera contener mucha esencia textual y conceptual acumulada por el devenir de los tiempos. Poco después invirtió el gesto para indicar la vuelta a su posición inicial.

—Y qué, ¿qué te dice tu amado amante? —apremió, con algo de sorna, la figura de la madre.
—Pues lo de siempre, mamá: que me quiere mucho, que me echa de menos lo que no está escrito, que las horas se le hacen eternas y que no ve el día en que por fin le licencien para regresar a casa y ya no volver a separarse más de mí. —Sonrisa bobalicona, con una exageración premeditada, precediendo a un instante de meditación dentro de un respetuoso silencio.
»Y, como siempre, la firma es suya, sí, pero el trazo del resto de la carta es diferente. A mí no me engaña, me da a mí que ese compañero suyo del que nos habla las pocas veces que consigue comunicarse por teléfono, como si de su amigo más querido se tratara, algo va a tener que ver… De esta no pasa, tengo que preguntarle sin rodeos si le encarga que escriba las cartas por él. En todo caso, pensándolo bien, poco me importa porque lo que leo siempre acabo sintiéndolo —lo conozco bien— como si me lo recitara su propia voz desde su corazón… —Llegados a este punto, su madre frunció el ceño, algo desconcertada puesto que desconocía estos extremos al haberse limitado a  concentrarse en su encarnado texto, y por su evidente inocencia.

—Vais muy bien chicas, ¡eso es! —interrumpió, fuera de programa, el varón de la casa, escondiendo una sonrisa.

La novia cogió un nuevo folio e hizo como si, de nuevo en su cuarto de manera teatral, procedía a redactar la respuesta mientras, en teoría, murmuraba lo que iba escribiendo sin que nadie pudiera entender nada. Volvió a su posición inicial…

—Bueno, ya está, iré ahora mismo a echar la carta al buzón de la esquina para que la reciba lo antes posible —comentó con gesto radiante.
—¿Al final, le has preguntado sobre esa duda que tienes? —quiso saber, presa de la curiosidad, la madre de la representación, porque así se indicaba en sus líneas de color rojo, pero también la novia del pasado, porque empezaba a intuir que algo se le había escapado durante todo este tiempo.
—No, al final no. Prefiero que me lo diga cuando le apetezca, si es que le apetece…
»Al fin y al cabo, como he leído hace poco no sé dónde, los regalos, los tesoros, nunca, pero nunca, son lo que contienen las cajas, sino siempre las manos que las entregan, ¡siempre! Esta frase me ha marcado y creo con sinceridad que aquí, salvando las distancias, puede aplicarse a la perfección. No me importa nada en absoluto el medio que haya utilizado Eduar para recordarme lo que siente por mí. Es más, si ha tenido que acumular el coraje suficiente para solicitar semejante favor, creo que ello le da más valor, si cabe… —La madre no sabía ya qué pensar, aunque el hecho de que su guionista y director particular les hubiera dicho que quedaba aún un segundo acto que se representaría al día siguiente, le tranquilizaba un tanto, a pesar de no haberles entregado el texto correspondiente.

Y llegó el día siguiente…

—¿Qué nos toca hacer hoy? —preguntaron casi al unísono, intrigadas, las dos ilusionadas actrices sin ni siquiera haber terminado sus respectivos desayunos.
—En su momento, ya os avisaré y espero que no se demore, será repetir primero de manera oficial todo lo de ayer, después vendrá un ejercicio de improvisación. Os vais a divertir…

Un par de horas más tarde suena el timbre de la puerta y el que la franquea cuando es abierta no es otro que el «Tito», que había anticipado su visita una semana antes a su amigo, aunque a este se le hubiera «olvidado» comentarlo con su familia. Después de las salutaciones de rigor, besos y sentidos abrazos incluidos, y de colocar en el frigorífico la botella de Veuve Clicquot que trae como presente, se le insta a que tome asiento en la butaca central del salón, previo ofrecimiento del aperitivo que ese momento, por ser media mañana, demandaba. Y, dejando la estancia a media luz, las chicas proceden a representar las escenas ensayadas el día anterior bajo las atentas miradas masculinas, fija la del invitado e inquisitoria en tres direcciones la del promotor del evento, un tal Eduar, muy concentrado y más emocionado.

Acabada la corta representación se instaló en el ambiente un incómodo aunque breve silencio, seguido por una salva de sinceros aplausos masculinos.

—¡Qué sorpresa, ya no me acordaba de esa anécdota! —soltó el visitante a bocajarro.
—Bueno, ahora entramos en la parte de la improvisación, porque lo que viene no está escrito, ja, ja, ja, ja —Eduar parecía estar disfrutando al imaginar lo que esperaba que sucedería.
—¿Vais a explicarme de qué va todo esto, par de pillastres? —La esposa, un tanto incómoda, requería una respuesta por parte de los varones, una respuesta que ya conocía aunque no quisiera reconocerlo.
—Pero mamá, ¿de veras no has entendido lo que nos ha querido explicar papá relacionándolo con la visita de este granuja? —intervino la hija, entre carcajadas, mientras propinaba un medido codazo al «Tito».
—La verdad —pensó aquel en voz alta—, como en su día no le di ninguna importancia, esos recuerdos se habían instalado en lo más profundo de mi memoria. Ahora visualizo las imágenes de aquellos momentos como si de una película actual se tratara y las sensaciones que me vienen son muy gratificantes —Dicho lo cual se levantó de su privilegiada ubicación para dar un abrazo a su anfitrión y amigo del alma bajo la atenta mirada de las chicas de la casa.
—Entonces —volvió a intervenir la madre, más tranquila—, ¿es cierto que todas las cartas que me enviaste desde el cuartel las escribió tu amigo y tú solo las firmaste?
—Veo que todo este montaje ha servido para algo, cariño… Y te diré, en mi defensa, que yo siempre le dictaba lo que quería decirte, y él a veces, solo a veces, le daba una vuelta si no le gustaba del todo. Me refiero a las formas, nunca al fondo, ¡que quede claro! ¡Y lo bien que me quedaba la firma…! —añadió en tono humorístico para rebajar una tensión que, por otra parte, ya había desaparecido por completo.
—Recuerdo que ya por aquel entonces, Eduar, no te gustaba nada escribir aduciendo mala letra, por lo que aprovechabas que yo le escribiera casi diario a mi chica para camelarme y, que ya puestos, trazara unas cuantas líneas extras. Ahora sería incapaz de hacerlo, he perdido casi por completo la costumbre de escribir a mano y me cuesta una barbaridad.
»Señora —añadió imitando un ademán de galanteo de época—, espero que esta revelación no la haya incomodado, al fin y al cabo era eso o que se espaciara bastante más la llegada de noticias y tengo entendido que tal posibilidad no le hubiera agradado lo más mínimo…
La «Señora» asintió y buscó a su marido.
—¿Quieres que te diga algo, cariño?, si en su momento intuí algo, te aseguro que ahora no lo recuerdo en absoluto. Y, asumiendo como propio lo que ha interpretado nuestra hija cuando me representaba —muchas gracias por prestarme tan bellas palabras—, no es que me importe, es que incluso me siento orgullosa de ti —se acercó a él para darle un casto beso en los labios.

Eduar, satisfecho por cómo se iba desarrollando todo, recordó algo de pronto, se dirigió al tocadiscos y puso el Whatever You Want de los Status Quo. En el instante en que empezaba el estribillo, las damas de la casa se pusieron a cantarlo al unísono con un repetido «queremos champán». Ellas recordaban a la perfección lo que Eduar les contó en más de una ocasión: que él y su colega allí presente cantaban así la famosa tonadilla de dicha canción cuando se evadían —dejémoslo ahí— en el bar del cuartel y la pinchaban un día sí y otro también en el jukebox del mismo.
Mientras, haciéndole los coros a las chicas, los dos amigos sirvieron cuatro copas con el fresco líquido de la «viudita de Clicquot», aún quedaban unas cuantas historias por las que brindar…

Y, como el telón tarde o temprano terminaría por bajar y nosotros ya habíamos tenido bastante, procedimos a retirarnos con discreción.

© Patxi Hinojosa Luján
(10/12/2015)

sábado, 5 de diciembre de 2015

Imaginé


Flores, cantos rodados, tierra, cemento, mármol y más flores conformaban el teatral y frío escenario con actores en contra de su voluntad.
Pensé que bien podría haberme sucedido a mí. Solo contemplar esa idea me produjo un escalofrío tan evidente que temí haber hecho el ridículo con mis convulsiones. Estudié con discreción lo que sucedía a mi alrededor, pero cada quién estaba a lo suyo y nadie se dignó en dirigirme su mirada; mejor así —pensé, y resoplé, aunque ni siquiera el aire se movió.
¡Pobre… hombre!, o al menos eso supuse por las lágrimas de aquella mujer de negro, con algún que otro detallito en rojo, que no dejaba de alternar su mirada entre el nicho sin cerrar y las caras de las que supuse serían sus dos hijas; estas le arropaban, una a cada lado, sin dejar margen alguno para que el aire pudiera separarlas lo más mínimo al pasar entre ellas. A pesar del dolor reinante en la atmósfera, cargada de esa emoción retenida que turbia la visión con la ligera capa húmeda y salada que anuncia el nacimiento de un llanto, pude focalizar mi atención en aquella estampa familiar para comprobar que, por la edad de la damas, esa escena se había adelantado en el tiempo, diría que bastante, en un acto tan antinatural como frecuente. Y me puse a imaginar.
Imaginé proyectos retrasados con quebradizas excusas ahora condenados al limbo de su no realización. Imaginé proyectos de muebles sentenciados a permanecer como bosquejos en láminas que acabarán amarilleándose sin remedio. Imaginé canciones, relatos, novelas, todos ellos con la firma «dedicado a e inspirado por», sin conseguir ni plasmarse en un mísero folio o una desgastada pantalla.
Pero imaginé «tequieros» apostados en el trampolín de una lengua, mudos —valga la paradoja— por no atreverse a saltar en su momento. Imaginé asimismo abrazos rodeando vacíos al llegar un instante después de cuando eran necesarios.
También imaginé viajes, aventuras, risas; le imaginé a él en esos días en que desde sus apasionados despertares en amaneceres luminosos y cálidos y hasta la llegada de sus rojizos anocheceres hubiera permanecido sin soltarse de la conocida cintura, cual tabla de salvación.  
E imaginé a nuestro protagonista imaginando que alguien pudiera imaginar todo lo anterior. Admití que le puede pasar a cualquiera…
Cuando finalizada la ceremonia todo el personal allí presente dio media vuelta para alejarse, y sin oposición física alguna pudo franquear mi posición, un nuevo estremecimiento, ahora con nitidez incorpórea, me sacudió el alma.
Y, aceptado lo irremediable, me imaginé imaginando que alguien pudiera imaginarme en todo lo anterior.
Imaginé… ¡por imaginar!

© Patxi Hinojosa Luján
(05/12/2015)