Él acababa de sufrir un desengaño, no
diría que amoroso porque a tanto no llegó, pero sí un desencanto existencial. Y
fue a las primeras de cambio. Decidió que no volvería a ocurrir.
Su amor propio, aliñado con unas
gotas de orgullo herido, creyó haber tejido una coraza protectora que le
aislaría desde ese instante —¡por supuesto!— de cualquier atisbo de relación
afectiva que con toda probabilidad derivaría en más sufrimiento.
Pero, no lo vio venir.
En la misma comarca habitaba un hada.
Era como un duende, pequeña, risueña, juguetona, incansable y vital. Un duende
todo energía. Un torbellino de pasión. Pero a la vez era un ser dotado de una
sencillez y naturalidad embriagadoras.
Lo de menos fue que sus destinos se
cruzaran en aquel baile popular hace ya doce mil ochocientos cuarenta y siete
días.
―¿Bailarías conmigo?, demandó el hada
sin necesidad alguna de pronunciar palabra.
Como era de esperar su respuesta fue
afirmativa, por el hechizo al que estaba siendo sometido, pero sobre todo
porque ésa era su voluntad, su deseo.
De todas formas, de no haber sido
así, en cualquier otro momento habrían cruzado una mirada, ya hemos mencionado
su vecindad, y la de ella, con esos grandes y preciosos ojos color cielo y mar
le habrían embrujado al instante, tal y como ocurrió durante aquel encuentro
lúdico, tan casual como trascendente.
A partir de ese momento, y hasta
nuestros días, tanto la luz del Sol como el reflejo de la Luna y las gotas del
agua de la lluvia los encontraron siempre como compañeros y cómplices en una apasionante
aventura vital que, aparte de momentos maravillosos y otros mágicos que se
quedan en su privacidad, deparó el acompañamiento de dos nuevos seres tan
cautivadores como la madre y, por qué no decirlo también, con algunas de las
manías de su padre.
Han sido muchos años de experiencias
compartidas entre los cuatro, tanto positivas como negativas, que han
enriquecido a todos por igual. Y, a estas alturas de la película, cuando los
caminos se han separado porque los dos vástagos son ya los que manejan los timones
de sus propias naves, se puede asegurar que todo ha
merecido la pena. ¡Vaya que si ha merecido la pena!
En el momento presente, el hada no ha
perdido ni un ápice de su poder, y aún hoy en día sigue hechizando, para bien,
a propios y extraños. Seres que después de su primer contacto con ella ven como
su vida cambia en positivo, a mejor. Seres que se convierten en mejores
personas.
Y aquel joven de antes de ayer,
inmaduro e inexperto, apasionado pero introvertido, evolucionó hasta
convertirse en el adulto apasionado e introvertido, pero todavía inmaduro e
inocente que hoy veo reflejado en los pocos espejos que sostienen mi mirada.
Asumo mis errores, como también acepto mis descuidos y despistes, como aquél de
hace doce mil ochocientos cuarenta y siete días, aquel descuido maravilloso que
me cambió la vida para llenarla de felicidad hasta hoy.
No sé si me pilló con la guardia
baja, o todo fue fruto y efecto de su hechizo y era algo inevitable, pero…
… por fortuna, ¡NO LO VI VENIR!
© Patxi Hinojosa Luján
(31/08/2013)
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