sábado, 28 de diciembre de 2013

EL BRILLO DEL DESGASTE


Los senderos de la amistad, tanto los metafóricos como los físicos, son muchos y muy variados. No tienen que ser largos ni tampoco dificultosos, aunque rara vez carecen ni siquiera de uno de los dos atributos mencionados. Y es mejor que así sea, ello da una dimensión más vital al proceso de su recorrido y el fruto obtenido a posteriori siempre es más gratificante, a la par de más valioso.
Hay un sendero, de los físicos, que suelo utilizar con menos frecuencia de la que desearía, aunque eso no sólo dependa de mí. No es muy largo, tampoco tiene mucho desnivel, aunque a ciertas edades maduras que ya me tutean es conveniente tomárselo con calma, sin pausas pero sin prisas, no es cuestión de regalar triunfos a nadie en la reivindicación de la evidente o no (según quién lo valore) diferencia de edad. Menos aún a mi querido hermano… menor.
De modo que, procurando que no sea notoria la dificultad para respirar, suelo presentarme sin avisar en su casa, o mejor dicho, en su despacho sin previo aviso. Siempre, sin excepción, encuentro la misma estampa: él tiene colocadas unas gafas de cerca que están pugnando por no escaparse de su nariz mientras aporrea el teclado de su siempre viejo portátil antes de tiempo, cuando no se encuentra releyendo alguno de sus últimos escritos. Todo ello con la nublada visibilidad típica de una timba de póker.
No hace mucho volví a dejarme caer por los dominios de su Reino para disfrutar un rato de su compañía. No tardó en compartir conmigo sus novedades, en esa ocasión jugosas, tanto que serenaron mi espíritu y mi alma, a la vez que insuflaron energía en un ánimo no muy sobrado de ella en los últimos tiempos.
Es curioso, pero mientras él mantenía, y me consta que lo sigue haciendo, sus pies en el suelo, yo me sorprendí levitando erguido a siete centímetros del suelo, donde creo que aún me mantengo.
Quizá fuera ese estado de euforia disimulada por escondida, o quizá fuera el azar, pero un repentino subidón de agudeza, tanto visual como mental, me hizo verlo claro. Las buenas noticias que acababa de compartir conmigo no eran ni mucho menos fruto de la casualidad, sino que habían premiado un arduo y constante trabajo condimentado con profusión con gotas de talento, de los dos talentos, el innato y el que deriva de la correcta interpretación y utilización de las diversas experiencias vividas, múltiples y variadas en su caso.
Y allí estaba yo, en la posición de despedida, cuando la diagonal que trazaba mi vista con su mesa permitió que me fijara en ello… el teclado de su portátil brillaba. Mejor dicho, en muchas de sus teclas, en pura lógica las más utilizadas cada día para componer sus deliciosas danzas lingüísticas, aprecié el típico brillo del desgaste producido por el uso y abuso de las mismas, lo que me recordó lo que yo ya tenía claro desde hacía algún tiempo, él ya tiene siempre el interruptor en «ON» cuando llegan las musas con la inspiración, y esto ocurre con más frecuencia de la que hubiéramos podido intuir hace no mucho tiempo, por suerte para todos nosotros en particular y para la cultura en general.
Teatralizamos una despedida con sinceros deseos de «¡mucha mierda!»,  y me dirigí a casa. Esta vez no utilicé el mismo sendero, o por lo menos no fui consciente de ello, más bien creo que lo hice por uno de los metafóricos por el que seguí levitando mientras el tiempo pasaba sin que me percatara de ello. En aquellos instantes un brillo apareció también en mis ojos, era el brillo derivado de otro tipo de desgaste, un brillo que me acompaña desde entonces.

© Patxi Hinojosa Luján
(08/04/2013)

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