Los senderos de la amistad, tanto los
metafóricos como los físicos, son muchos y muy variados. No tienen que ser
largos ni tampoco dificultosos, aunque rara vez carecen ni siquiera de uno de
los dos atributos mencionados. Y es mejor que así sea, ello da una dimensión
más vital al proceso de su recorrido y el fruto obtenido a posteriori siempre
es más gratificante, a la par de más valioso.
Hay un sendero, de los físicos, que
suelo utilizar con menos frecuencia de la que desearía, aunque eso no sólo
dependa de mí. No es muy largo, tampoco tiene mucho desnivel, aunque a ciertas
edades maduras que ya me tutean es conveniente tomárselo con calma, sin pausas
pero sin prisas, no es cuestión de regalar triunfos a nadie en la
reivindicación de la evidente o no (según quién lo valore) diferencia de edad.
Menos aún a mi querido hermano… menor.
De modo que, procurando que no sea
notoria la dificultad para respirar, suelo presentarme sin avisar en su casa, o
mejor dicho, en su despacho sin previo aviso. Siempre, sin excepción, encuentro
la misma estampa: él tiene colocadas unas gafas de cerca que están pugnando por
no escaparse de su nariz mientras aporrea el teclado de su siempre viejo
portátil antes de tiempo, cuando no se encuentra releyendo alguno de sus últimos escritos.
Todo ello con la nublada visibilidad típica de una timba de póker.
No hace mucho volví a dejarme caer
por los dominios de su Reino para disfrutar un rato de su compañía. No tardó en
compartir conmigo sus novedades, en esa ocasión jugosas, tanto que serenaron mi
espíritu y mi alma, a la vez que insuflaron energía en un ánimo no muy sobrado de
ella en los últimos tiempos.
Es curioso, pero mientras él
mantenía, y me consta que lo sigue haciendo, sus pies en el suelo, yo me
sorprendí levitando erguido a siete centímetros del suelo, donde creo que aún
me mantengo.
Quizá fuera ese estado de euforia
disimulada por escondida, o quizá fuera el azar, pero un repentino subidón de agudeza,
tanto visual como mental, me hizo verlo claro. Las buenas noticias que acababa
de compartir conmigo no eran ni mucho menos fruto de la casualidad, sino que
habían premiado un arduo y constante trabajo condimentado con profusión con
gotas de talento, de los dos talentos, el innato y el que deriva de la correcta
interpretación y utilización de las diversas experiencias vividas, múltiples y
variadas en su caso.
Y allí estaba yo, en la posición de
despedida, cuando la diagonal que trazaba mi vista con su mesa permitió que me
fijara en ello… el teclado de su portátil brillaba. Mejor dicho, en muchas de
sus teclas, en pura lógica las más utilizadas cada día para componer sus
deliciosas danzas lingüísticas, aprecié el típico brillo del desgaste producido
por el uso y abuso de las mismas, lo que me recordó lo que yo ya tenía claro
desde hacía algún tiempo, él ya tiene siempre el interruptor en «ON» cuando llegan las musas con la inspiración, y esto ocurre
con más frecuencia de la que hubiéramos podido intuir hace no mucho tiempo, por
suerte para todos nosotros en particular y para la cultura en general.
Teatralizamos una despedida con
sinceros deseos de «¡mucha mierda!», y
me dirigí a casa. Esta vez no utilicé el mismo sendero, o por lo menos no fui
consciente de ello, más bien creo que lo hice por uno de los metafóricos por el
que seguí levitando mientras el tiempo pasaba sin que me percatara de ello. En
aquellos instantes un brillo apareció también en mis ojos, era el brillo
derivado de otro tipo de desgaste, un brillo que me acompaña desde entonces.
© Patxi Hinojosa Luján
(08/04/2013)
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