domingo, 15 de junio de 2014

Pánico

       De costumbre se le veía como una persona nerviosa, demasiado quizá, aunque aquella tarde se encontraba más inquieto e intranquilo de lo que en él era habitual, de lo que sería de desear —observó para sus adentros en cuanto fue consciente de ello—. Caminaba solo por aquellas calles y atajos que conectaban su puesto de trabajo con su hogar, y viceversa, y que conocía «al dedillo» de tanto transitarlos.

       Había terminado su jornada laboral, lo que cualquier otro día hubiera constituido un motivo de alegría y plena satisfacción al empezar su verdadero tiempo de asueto y por poder disfrutarlo libremente a voluntad, y no al dictado de la esclavitud laboral; pero en esta ocasión, por contra, le había generado una angustia, una especie de nudo en la garganta que le mantenía alerta de todo y de todos, incluso de sí mismo, hasta el punto de que esta vez no anhelaba llegar lo antes posible a su casa, como ocurría siempre; más bien al contrario, y por ello su ritmo al caminar era sensiblemente menor al de cualquier otro día.  Intuía claramente que el de hoy era un día especial, lo notaba en el ambiente, estaba ahí… sus sensaciones no eran las que le acompañaban a diario y hasta llegó un momento que temió tener miedo. Pero, ¿de qué?, ¿por qué?

       Según se acercaba al portal de su vivienda el número de latidos por minuto de su corazón había aumentado considerablemente, y sudaba cada vez más, hasta el punto de que cuando entró en él (¡¿por fin?!) su frente era como la de ese cirujano que hubiera estado unas cuantas horas operando «a vida o muerte», pero eso sí, en su caso sin la enfermera que le liberara de esa molesta sensación líquida y pegajosa del sudor en su frente y cara, por lo que no tuvo más remedio que hacerlo él mismo tanto por lo anteriormente dicho como porque constató que estaba poniendo perdido de saladas gotas su jersey, estrenado casualmente ese mismo día.

       Había entrado el otoño y ya los días se acortaban en demasía. De hecho, con aquel cielo nublado por completo ya era noche cerrada y el intensísimo relámpago seguido instantes después por su inseparable y atronador acompañante que siguió a la escena anterior, no hizo sino certificarlo puesto que dejó a todo el barrio (como mínimo) sin energía eléctrica y por lo tanto sin luz. No quería pensar en ello, pero tendría que utilizar las escaleras a oscuras, precisamente hoy que al estar tan cansado por el estrés que le producía el miedo que ya sentía claramente, había pensado que lo mejor sería utilizar ese ascensor que casi no conocía porque lo utilizaba en escasas ocasiones para mantenerse algo en forma.

       Esos fantasmas que le seguían y precedían cuando empezó a sumar peldaños no hicieron más que aumentar su problema, que ahora incluía una terrible sequedad en su cavidad bucal, tanto en el paladar como en la lengua y encías. Tuvo que hacer un esfuerzo supremo para poder salivar algo y así poder desprenderse, aunque solo fuera por un momento, de esa desagradable sensación de ahogo. No había llegado todavía al primer piso, siempre a oscuras y ayudándose por el  pasamanos de madera que acompañaba a la escalera en todo su trayecto, cuando reconoció que lo que sentía era no ya miedo, sino pánico, aunque no sabía «todavía» por qué.

       Algo no iba bien en su mundo, pensaba que se desmoronaba por momentos, pero no tenía la claridad ni física (obviamente) ni mental de encontrar qué era, para así poder entenderlo. Y esa taquicardia, que no le abandonaba…

       El rellano del segundo piso lo recibió volviendo a imitar la figura de enfermero de sí mismo al tener que volver a eliminar el para entonces gélido sudor de su frente, cara y cuello con unos pañuelos de papel ya hechos jirones debido al exceso de humedad absorbida. Y él con la boca cada vez más seca y sin nada de beber en su mochila para remediarlo. Tendría que esperar a llegar a casa para hacerlo; por un lado no veía el momento de tan parsimonioso que era su avanzar, pero por otro ese pánico irracional le aconsejaba no hacerlo, aunque… ¿qué otra cosa podía hacer?, ¿qué se esperaba que hiciera?

      Estaba llegando a su piso, el tercero, cuando tomó la firme decisión de enfrentar fuera lo que fuese que le esperara amenazante allá arriba, allí dentro, porque ahora estaba seguro de que así sería. Se detuvo un instante en el último rellano antes de su puerta y encendió el mechero de no fumador que siempre solía llevar por si acaso; como pudo, casi con letra de médico, escribió algo en una pequeña tarjeta que después medio escondió en la palma de su mano izquierda y, decidido, se dirigió con un último chispazo de valentía hacia la puerta de su piso y la abrió.

       Entró. Pese a la oscuridad, enseguida sintió lo que mucho antes ya había presentido: allí había multitud de seres escondidos, acechando, esperándole; no necesitaba utilizar el sentido de la vista para percibir sus contenidas respiraciones intentando pasar desapercibidas, sin conseguirlo…

       Un agudo chasquido proveniente de la caja de contadores de la electricidad precedió a la iluminación de la estancia en que se encontraba, un instante antes de escucharse un atronador y multitudinario: ¡¡¡SORPRESA!!! ¡¡¡FELICIDADES!!!

       Y después el silencio, el vacío, la nada…

       Pocos días después, su mejor amigo y compañero de piso, el joven alegre y extrovertido que le había organizado, con la mejor intención del mundo por todo el cariño que le procesaba, una majestuosa y merecida fiesta sorpresa por su treinta cumpleaños, con todos los amigos y allegados que pudo contactar a sus espaldas, enterraba (más que esparcía) sus cenizas en un pequeño túmulo que improvisó en la soledad de aquel rincón de la montaña que había sido la favorita de ambos, y que tantas veces habían frecuentado, juntos, para compartir confidencias o simplemente para meditar y disfrutar de la Naturaleza.

          No hace falta decir que la fiesta sorpresa lo fue, pero para todos aquellos amigos que vieron cómo esa persona tan especial para todos, pero tan introvertida que le tenía pánico a las reuniones multitudinarias, no pudo resistir el impacto de aquella visión tan emocionante como estresante para él, máxime llegando con el estado de ansiedad  que presentaba, y caía fulminado de un ataque cardíaco mientras se aferraba a una pequeña tarjeta que asomaba entre los dedos de su mano izquierda.

       Más de una docena de paquetes de regalos no llegaron a abrirse nunca… 

       Su amigo no pudo ya desprenderse jamás del sentimiento de pena, pero sobre todo del de culpabilidad, por no haber sido capaz de prevenir el fatal desenlace al no entender hasta qué punto podrían llegar a afectarle situaciones como aquella a un ser tan sensible, pero a la vez tan  imaginativo y sorprendente hasta el final, por lo que, como modesto y último homenaje, se guardó como un tesoro la tarjeta manuscrita, e hizo grabar su contenido a fuego en una pequeña cruz realizada con la dura madera del roble de un bosque cercano. La clavó en el túmulo para que todo aquel que se aventurase a visitarlo pudiera leer su socarrón epitafio:

«NO TENGÁIS PRISA, OS ESTARÉ ESPERANDO»

Patxi Hinojosa Luján

(15/06/2014)

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