El camarero, con más desinterés que
diligencia, me indicó con la mano una mesa vacía de comensales, pero en la que
figuraban cubiertos para seis, mientras farfullaba algunas palabras
ininteligibles para mí en lo que supuse era la respuesta a mi pregunta, a mi
curiosidad. No me pareció conveniente ni prudente insistir. Al dirigirme hacia
mi mesa, pasé junto a otra de igual tamaño en la que una sola persona (la
crisis está haciendo estragos, pensé) se disponía a dar buena cuenta de,
supuse, su «menú del día», por el aspecto y calidad de de lo tenía colocado frente
a sí, ya sabéis, cubertería, vajilla y cristalería de las de «todo a cien», que
decíamos antes de la entrada del euro.
Al tener todo el sitio libre en mi mesa,
elegí un asiento con vista directa hacia esa otra mesa. No sé porque, pero el
chico en cuestión me resultaba simpático, agradable, y no había nada digno más
que ver en todo el comedor. Era un joven, calculé, de unos treinta y pocos
años, por su similitud en edad con mi hijo mayor, que no perdía el tiempo, no.
Mientras comía, leía algo (no sé porqué, pensé en una novela, o quizá relatos
cortos, no sé… ) en un libro electrónico bastante ajado; en estos casos, sí, cuando
se tienen las dos manos ocupadas casi constantemente, son mucho más prácticos
estos nuevos aparatos que los libros de siempre en papel, los clásicos.
Yo andaba en esos momentos de mi vida
inmerso en la escritura de una novela corta, por lo que saqué de la mochila mi
querida libreta y la situé junto con mi bolígrafo de tinta de gel roja
preferido a mi derecha, más que nada por si mis musas particulares se animaban
a compartir el menú conmigo, aunque solo fuera el postre… Durante este, apenas
esbocé unas pocas líneas que, de todas formas, calmaron mi sed literaria
creativa hasta el punto de que me despedí de mis musas con agradecimiento sumo.
Cuando el camarero me trajo el
descafeinado de máquina cortado que le había solicitado en el momento en el que
me servía el postre, aproveché para pedirle la cuenta. Su respuesta me
descolocó:
—Señor, su cuenta ya la ha pagado ese
joven de allí —dijo indicando «la» otra mesa ocupada.
Me levanté y me dirigí hacia allí para
mostrar mi agradecimiento cuando, a punto de llegar, el joven se levantó de su
asiento y dirigiéndose a mí con toda ternura me dijo:
—Vamos, papá, que no quiero que se nos
haga tarde. Puede que mamá se esté ya impacientando y ardo en deseos de
contarle lo que nos ha dicho el médico: que en breve estarás ya recuperado casi
por completo de ese maldito accidente vascular. Por cierto, perdona que no te
haya esperado para comer, tenía mucha hambre y tú cada vez que entramos en
algún sitio te vas directo al baño y… ¡lo que te cuesta salir!
Patxi Hinojosa Luján
(07/06/2014)
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