martes, 4 de noviembre de 2014

Cambio de registro

       Te inclinaste hacia atrás en tu silla mientras cruzabas los dedos de ambas manos por detrás de tu nuca en un claro gesto de satisfacción, que también fue evidente por la amplia sonrisa que esbozaste. Por fin habías acabado: ofrecías ya tus servicios en el portal de internet que tú mismo habías diseñado. Ahora solo quedaba esperar a que alguien te localizara en él, solicitara tus servicios, y así poder empezar a realizar los trabajos para los que te ofrecías con, decías, precios asequibles.

       Antes de que, después de la escena anterior, pudieras ni siquiera tomarte un refresco a gusto, oíste el sonido que habías programado como alerta acústica, lo que significaba que te había llegado un primer mensaje a la recién creada página. Con rapidez, debido a la expectante curiosidad que te invadía, dejaste el botellín que te disponías a vaciar en un par de tragos por la sed que habías acumulado, y fuiste directo al monitor. Leíste con atención el texto, lo volviste a leer y, dubitativo, después de un par de minutos de indecisión, respondiste afirmativamente a la petición que se te acababa de hacer, a la par que cambiabas el sonriente semblante de hacía unos pocos instantes por uno mucho más serio y que denotaba preocupación e inseguridad. Pero te habías comprometido, por lo que te preparaste a conciencia teniendo muy en cuenta todos los datos e indicaciones que se te habían ofrecido.

       El encargo para el que se te había requerido era muy urgente; cargaste en una bolsa de deporte negra todo lo necesario e imprescindible y bajaste a la calle dispuesto a coger tu coche y dirigirte a la dirección indicada lo antes posible. Como no había tiempo que perder, mientras conducías repasabas mentalmente todo el proceso a seguir para que ninguna duda te asaltara al llegar al destino donde tendrías que realizar el trabajo para el que habías sido contratado. Parecía que tu cerebro iba tan fluido como el tráfico, por lo que en breves momentos llegarías, realizarías tu trabajo, y te volverías a tu casa «tan campante». Habrías ya tenido la ocasión de estrenarte en tu nuevo trabajo, gracias a las nuevas tecnologías… ¡qué buen invento esto de internet!, pensaste, aunque la mente se te fue enseguida hacia otros menesteres.

       Al llegar al sitio indicado, gracias a las exactas indicaciones de tu contratante, mientras bajabas del coche con la bolsa, la localizaste: estaba cuidando su jardín y observaste que a su alrededor no faltaban ni las tijeras de podar, ni la manguera de regar, o el resto de aperos necesarios prestos a ser utilizados en cualquier momento. A pesar de vestir gastadas ropas de jardinería, las portaba con un estilo tan elegante que por un momento olvidaste porqué estabas allí; pero es que, a decir verdad, era esbelta, bella como un ángel, con un largo cabello rubio recogido en una larga coleta, y unos ojos verde-azulados que te podrían hechizar con tan solo mirarte fijamente un instante, lo que parece ser que ocurrió también contigo...

       Cuando por fin pudiste zafarte del embrujo al que estabas siendo sometido, volviendo la mirada para otro lado, y no sin gran esfuerzo, te retiraste de la escena lo más discretamente posible, lo que no evitó que ella te saludara amablemente como se saluda a alguien que pasa cerca de tu casa, y te dispusiste a dirigirte hacia tu hogar con toda la celeridad de que fuiste capaz.

       Lo habías decidido en ese segundo mágico, no realizarías ese encargo… ni ningún otro similar. Es más, en cuanto llegaras a casa, y sin mirar siquiera si durante tu ausencia pudieran haber entrado más solicitudes, te dispondrías a hacer desaparecer de la red cualquier rastro que pudiera indicar que en algún momento tu creativa página web, alojada en las capas bajas solo visibles tras búsquedas muy específicas y complejas, hubiera podido llegar a existir. Necesitabas, con urgencia, un cambio de registro.

*

       Pero, ¿qué esperabas, hombre de Dios?, ¿que lo de matón por encargo, para ganar dinero rápida y fácilmente, se te iba a dar bien a ti?, ¿a ti que, sin ir más lejos, ayer te pasaste cinco minutos llorando sin consuelo posible al escuchar la frase final de «Las normas de la casa de la sidra»… ?

       ¡¡¡Hay que ver el daño que puede hacer la televisión y lo que puede llegar a atontar!!!

© Patxi Hinojosa Luján

04/11/2014   

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