Empezaste
tu camino un día, hace ya mucho tiempo, cuando este te regaló la madurez
necesaria y tú te sentiste preparado para ello. Estabas decidido a no volver nunca,
aunque desconocías que no lo hubieras podido conseguir en ningún caso. Solo, de
vez en cuando y aprovechando el descanso del guerrero, te girabas ciento
ochenta grados para inmortalizar en fotografías sin formatos físicos conocidos
todo lo que ibas dejando atrás. Y siempre, siempre, tus ojos dibujaban en tu retina
una línea recta delante y otra igual detrás; al final, una única línea recta que
pareciera no tener límites y tendiera hacia el infinito.
***
Es
lo que tiene esta vida que disfrutamos o padecemos, según el caso, por el préstamo
de no se sabe quién: muchos de nosotros pasamos por ella con la insolencia de
creerla eterna, sin pensar en su finitud, sin querer pensar en su punto y
final. Como si el hecho de no pensar en la «Dama de Negro» pudiera propiciar su
ausencia perpetua. ¡Qué ingenuos somos! En general nos engañamos a sabiendas, cuando
creemos dejar todo bien oculto bajo la negra tapa de nuestros miedos.
Pero
las líneas son engañosas, nos seducen para confundirnos cual mago de feria y,
en el momento decisivo, desaparecen como el mejor escapista. Sí, las líneas
tienen vida propia, pero nos hacen creer que somos nosotros quienes, al
compartir sus momentos, añadimos palabras al libro de su historia. ¡Qué ilusos
somos! Son ellas las que deciden cómo, cuándo y hacia dónde nos dirigimos. Son
ellas las que deciden su longitud; incluso su grosor, forma y tiempo de uso.
Son ellas, en definitiva, las que nos dan y nos quitan todo.
***
Acabaste
tu camino un día, hace también mucho tiempo, cuando tu línea se acabó de
repente mostrándote el abismo del cambio eterno ante ti, ante sí. Antes de
resignarte a aceptar el desenlace, justo en el instante anterior, algo te
conminó a mirar hacia abajo y no hacia atrás… estabas justo encima de ese punto
que, mucho tiempo atrás, te sirvió de punto de partida para tu experiencia
vital, pero el nivel de altura era muy superior. Ese algo, ante tal
constatación, te ayudó a relajarte al dar el paso definitivo hacia tu destino.
Ya
en el otro lado, sonreíste de manera incorpórea al darte cuenta del motivo de
tus más o menos frecuentes derrapes: tu línea no era la recta que percibías,
sino una curva, de radio considerable pero curva al fin y al cabo, por lo que
en momentos de euforia en los que no controlabas tu velocidad de crucero y
hacías trabajar todos los radares de conducta, te resultaba dificultoso no
salirte de ella…
© Patxi Hinojosa Luján
(29/07/2015)
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